44

POR MI MADRE

Miércoles, 23 de mayo. Tres días después del robo

Subí los peldaños metálicos de dos en dos, horripilado. Tropecé con la puerta de arriba que el Pardales había cerrado tras de sí, y Pei Lan se topó conmigo y estuvo a punto de caer de espaldas por las escaleras; la sujeté, y luego forcejeé torpemente con el cerrojo mientras, al otro lado, oía el estruendo de otra puerta que se rompía y se abría de golpe. La chica, contagiada por mi pánico, se pegaba a mi espalda y me empujó al vestíbulo de mármoles y colores azul y crema. La puerta que conducía a la tienda de al lado estaba descerrajada. Corrimos hacia allí, al largo pasillo oscuro entre cubículos formados por frágiles mamparas. Al fondo, el rectángulo de luz del despacho de la caja fuerte, de donde habíamos sacado millones de euros dos noches antes, referente luminoso contra el cual se recortaba la silueta negra del Pardales, como si lo estuvieran esperando, como si mi amigo hubiera empezado a moverse en el sótano consciente de que, arriba, encontraría aquel escenario a punto. «¡Pardales, no!». Vi como metía la mano en el macuto militar que llevaba colgado del hombro y como sacaba la Mini Uzi de larguísimo cargador y, al mismo tiempo que las puntas de mis dedos alcanzaban su espalda, me sobrecogió la explosión interminable, estrépito enloquecedor, cataclismo de fin del mundo y, entre la niebla densa formada por el humo de cordita, virutas de madera y esquirlas escupidas por las paredes, pude ver el interior del despacho en destrucción, el escritorio, la caja fuerte, la mesa de reuniones alrededor de la cual se habían sentado confortablemente los cuatro hombres que ahora eran alcanzados y sacudidos por los balazos; uno al que no reconocí y cuya cabeza estalló como una pelota llena de sangre; los Wo Yim y Chen Wei de las fotografías que me había mostrado Cañas, el afable y coqueto con sonrisa de galán recibió los impactos en el pecho y salió despedido de espaldas contra la pared, y el serio y sombrío que recibió la muerte en plena cara y se movió como un muñeco roto, y el señor Soong Xiao Chew, tan distinguido y feroz con su mueca propensa al ladrido, el señor Soong Xiao Chew, padre de Pei Lan, alborotados los cabellos largos, escandalizados sus ojos iracundos, braceando como un pelele antes de ir a parar bajo la mesa. Cuando cesó el tableteo exterminador, vibró en el aire el grito agónico de Pei Lan, «¡Papá!», que se abrió paso hacia el interior del escenario de la masacre y, antes de agacharse para atender a su padre, me disparó una mirada perpleja y desvalida, «no me dejes, qué me has hecho», y el Pardales entendió, y yo tuve que interponerme, plantarme ante él, fulminarlo con la mirada, empujarlo hacia fuera, «ni se te ocurra». Él acababa de entender que aquella muchacha era la hija de Soong y eso me convertía a mí en enemigo, pero yo le decía: «Ni se te ocurra» y le arrebataba la Uzi de los dedos torpes, y lo empujaba hacia fuera, hacia fuera, cuando se abrió la puerta secreta para dar paso a un chino alarmado y desprevenido. Lo recibí con un chi’h chien ch’uan ta, un puñetazo demoledor directo a la nariz que lo hizo desaparecer de nuestra vista, de vuelta a la trastienda. Dejé atrás definitivamente la mirada infantil de Pei Lan la Huérfana, su camisa verde brillante, los pantalones que yo le había quitado con ansia, sus braguitas, sus pezones, y pasamos a la carrera junto al chino inerte, yo tirando del Pardales, «vámonos, vámonos», llevándome en los ojos la última mirada de Pei Lan, mirada de horror, desconsuelo y decepción, no sé si entendería jamás que yo no había podido evitarlo, la última mirada. Arranqué la bolsa militar del hombro del Pardales y la tiré a un lado cuando cruzábamos el comercio, y forcejeamos, se resistió, me agarró de la ropa y me quiso golpear. Trabados el uno al otro, girando como perros de pelea, chocamos contra percheros rodantes y contra un mostrador de cristal, y salimos a la calle dando traspiés, siempre con la mirada de Pei Lan en los ojos. Nos insultábamos, o gruñíamos, o nos escupíamos con odio.

—¡No seas imbécil, Pardales, coño!

Pasaba un vehículo negro y amarillo coronado por una bombilla verde. Lo detuve:

—¡Taxi!

Me hizo caso, montamos en él, dos hombres acalorados con mono de trabajo y cascos de minero, tal vez apestando a cloaca. Tarde o temprano, la policía encontraría el taxi que había recogido a dos tipos vestidos con mono azul y cascos de minero, y le preguntaría dónde nos había llevado.

—A la Villa Olímpica —improvisé—. A ese centro comercial donde hay cines. —Y, para disimular, en un arranque de tontería, me volví hacia el Pardales, muy alegre, y le dije—: Bueno, por fin tenemos tiempo de ir al cine.

Me miró como si fuera yo el que se había vuelto loco. Quiso echarme la mano al cuello para estrangularme. Yo lo frené, porque siempre fui más rápido que él, y le eché la zarpa a la entrepierna, le agarré los testículos a través del pantalón.

—Quieto —le susurré, mirándole a los ojos con intensidad de hipnotizador. Los hombres suelen escuchar con mucha atención cuando les hablas mientras les agarras de los huevos—. Quieto, cálmate, se acabó.

—Hijo de puta, era la hija de Soong.

Le puse la mano izquierda en la nuca y pegué mi boca a su oreja para hablarle en un susurro. El taxista pensaría que éramos dos gays, pero me daba igual.

—Pardales, estamos muertos. Te das cuenta, ¿verdad? Más vale que consigamos ese puto dinero cuanto antes y nos compremos una vida nueva porque esta ya no nos vale. Esta se acabó. Estamos muertos, nene.

El Pardales se relajó, me miró a la cara y se permitió parpadear, porque sabía que era verdad. Sacudió la cabeza y me pareció que iba a ponerse a llorar.

La mirada de Pei Lan se disolvía en el pasado, como un recuerdo de humo tenue del que mañana no quedaría ni siquiera el aroma.