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LORENA Y LAS DOS ÚLTIMAS BOFETADAS

Miércoles, 23 de mayo. Tres días después del robo

Los policías suelen tener confianza en los policías, aunque uno pertenezca al CNP y el otro a los Mossos, y saben que su trabajo consiste, sobre todo, en saber esperar con paciencia. Eso explica que esta noche del miércoles 23 al jueves 24 de mayo Diego Cañas y Pilar estén cenando inmóviles ante el televisor, callados, ausentes los dos, indiferentes a las guerras y catástrofes naturales que les ofrece el telediario, con el corazón en un puño los dos, pendientes del teléfono. Esperando con fingida calma que la investigación dé resultados.

El zumbido del móvil de Cañas los sobresalta. Mientras responde, el inspector consulta su reloj. Son las once menos cinco de la noche.

—Sí.

Es el mosso llamado Castejón. Han encontrado a Lorena.

—¿Cómo está? —Con el terror arañándole la garganta, «ahora te dirá que está muerta, eso era lo que estabas pensando hace un momento mientras mirabas la tele, que Lorena está muerta, no puede estar viva después de tantos días, la han violado y la han asesinado y su cuerpo ha aparecido en una cuneta»—. ¿Cómo está?

—Está bien.

¡Uf! Si Lorena está bien, todo está bien.

—Bueno… Hemos tenido que llevarla al hospital de la Vall d’Hebron

La han encontrado en un antiguo chalet de veraneo abandonado, ruinoso y cubierto de grafitis, en las primeras estribaciones de la sierra de Collserola, rodeado de bosques, que hace un año que fue ocupado y luego desalojado por los Mossos y tapiado por el dueño y, desde hace un par de meses, invadido de nuevo. Alguien derribó a mazazos el tabique que cegaba una de las puertas y los vecinos han dicho que pululaban por allí unos tipos con motos de gran cilindrada. Barbudos o mal afeitados, con pendientes, piercings, uno con coleta, otro con un chaleco de cuero que mostraba un torso muy tatuado.

Una patrulla de los Mossos ha llegado allí sobre las nueve y media de la noche. Habían pasado antes por delante pero no parecía que hubiera nadie, de manera que no se detuvieron y lo dejaron para más tarde. Y ya regresaban al ABP cuando han observado que una vieja lámpara de carburo brillaba en el interior. Se han acercado y, al oír el ruido del coche, han salido a recibirlos tres hombres fornidos y de mala catadura. Los policías les han pedido la documentación y les han formulado algunas preguntas. Se han puesto en comunicación con la base y han hecho comprobaciones. Los individuos, con antecedentes penales pero sin asuntos pendientes, hablaban ese catalán ronco y desvergonzado que caracteriza a un determinado tipo de delincuencia. Muy simpáticos los tres, con mucha labia. Que no conocían a ninguna Lorena, que no habían ido nunca a la discoteca Ámame porque no les gustaban las discotecas, que lamentablemente no tenían a ninguna jovencita por allí, que bien que la necesitaban, que si los policías encontraban a alguna se la presentaran para hacerle unos cuantos favores. Iban fumados y eso los hacía imprudentes.

Lorena se ha descolgado por una ventana. Se ha dejado caer desde casi cuatro metros de altura, y se ha torcido un tobillo y ha gritado. Vestía únicamente unas braguitas de algodón y estaba sucia de barro y cubierta de hematomas. Uno de los agentes ha corrido a atenderla y el otro ha retenido a los tres individuos diciéndoles simplemente que ya los tenían fichados, que ha comunicado sus datos por radio y que, si huían, sería peor. Ellos han respondido con mentiras. De dónde ha salido esa chica, yo no sabía que estaba ahí, nosotros acabamos de llegar a esta casa, pensábamos pasar esta noche pero es la primera vez que estamos aquí, no le haga caso, está loca.

—La chica está viva, Cañas. Magullada, sí…

—¿La violaron?

—… Pero está viva, coño, Cañas. Piensa que está viva y que se repondrá.

Esa es la cuarta bofetada que recibe Diego Cañas. La cuarta de las cinco que tendrá que encajar antes de esgrimir su pistola secreta y lanzarse a la calle para matar a alguien. Todavía no se ha recuperado de las otras tres y ya tiene que soportar esta nueva humillación. Han violado a su hija, que se dice en seguida, tres tipos asquerosos la han violado, que violado no es más que una palabra muy fácil de pronunciar, violado, que nadie puede imaginar el horror que se esconde tras ella, el horror de la víctima y de todos los que quieren a la víctima. La cuarta bofetada enciende ya la furia del veterano policía. Hace que se pregunte dónde tiene esa pistola, la pistola secreta, la que le regaló su cuñado de Andorra. Se supone que su trabajo consiste en evitar que sucedan cosas parecidas. De pronto ve cada nueva violación, cada nuevo asesinato, cada nuevo atraco, cada nuevo delito que se cometa en la ciudad como un fracaso personal, una derrota, la evidencia más irritante de su impotencia y su ineptitud. Y se le ocurre que, si se producen todos esos crímenes a diario, no es solo por su culpa sino también, y sobre todo, por la existencia de jefes mierdas como Mora Mogán que venden datos al enemigo.

«Pero está viva», le acaba de decir Castejón. «Pero está viva», menudo consuelo, cago’n Dios, menudo consuelo de mierda.

Pilar y Cañas vuelan al hospital de la Vall d’Hebron saltándose todos los límites de velocidad y todos los semáforos que han querido entorpecer su carrera. «Que me envíen las multas a casa, que voy a pagarlas muy a gusto».

Lorena tiene el rostro deformado por hematomas, un ojo cerrado, los labios hinchados, hendidos y torcidos, el cúbito derecho fracturado, dos costillas rotas, quemaduras de cigarrillos aquí y allí y una luxación en el tobillo. Nada más verla, Pilar se echa a llorar y tienen que sujetarla para que no se abalance sobre su hija maltrecha. Podría hacerle mucho daño.

La hija maltrecha, cuando ve a su padre, exclama como quien escupe:

—Él no. Que se vaya. Hijoputa, todo es por su culpa. Que se vaya, que no lo quiero ver.

Zas. La quinta bofetada. La definitiva, la que le hace perder la razón. Es lo último que puede soportar. ¿Qué más? Su hija le insulta y lo hace responsable del desastre. ¿Qué más se supone que tiene que soportar?

Cañas sale de la habitación y pega un puñetazo en la pared. El amigo Cendrós le pone la mano sobre el hombro y él se la sacude como si fuera un bicho asqueroso.

Se va dando largas zancadas iracundas. Porque su hija no quiere verlo y acaba de llamarlo hijoputa.

Su hija no quiere verlo y lo ha llamado hijoputa.