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WASHINGTON USMAIL GRANDE

Miércoles, 23 de mayo. Tres días después del robo

El trabajo policial requiere tiempo y paciencia, pero los políticos no saben lo que es eso. Inmediatamente después de unas elecciones, los que acaban de llegar al poder necesitan que todo funcione como un reloj, no hay nada que más los inquiete que esa gente que va por ahí sembrando el pánico a fuerza de matar y cortar cabezas y manos. Esta clase de incidentes son los que le quitan a uno las ganas de celebrar el triunfo y, en cambio, desatan la alegría de la oposición. Cualquier manual del buen político aconsejará terminar con estas situaciones con la mayor diligencia, antes de que el rival pueda replicar con argumentos del estilo de «esto con nosotros no pasaba». A ello se suma que, en ese período de tiempo que sigue a las elecciones ganadas, hay una serie de altos cargos que viven pendientes de un hilo. Durante unas semanas, quizá meses, serán sospechosos porque han trabajado para el Gobierno anterior y sentirán en su nuca el aliento de alguien que les susurra «a ver cómo te portas». El más leve patinazo confirmará a los paranoicos recién llegados que el presunto continúa fiel a los derrotados, e incluso que está decidido a boicotear lo que sea para despertar la nostalgia del votante, y el bufido en el cogote puede convertirse en pescozón y una definitiva patada en el culo. Estos condicionamientos, tan inevitables como humanos, suelen enrarecer el ambiente de las administraciones y dan lugar a precipitaciones garrafales.

Todo empieza por la prensa que cree necesario poner en primera página imágenes escandalosas, que habla de alarma social, del miedo a salir de noche, de la ineptitud de la policía y de la necesidad de endurecer las leyes. Luego, llega el grito exigente desde Madrid, que repercute en el delegado del Gobierno, y en el conseller de Interior, y en el jefe supremo de los Mossos d’Esquadra. Las exigencias se bifurcan: unas caen sobre los responsables de la investigación en forma de «¿qué tenemos, qué tenemos, qué tenemos, qué tenemos?», y otras se cuelan en el despacho del juez instructor del caso. Este intentará mantenerse frío y distante, como deben hacer los jueces, pero tomará conciencia de que tiene entre manos un caso trascendental del que depende la estabilidad del Gobierno de la Nación, y ese es un peso muy notable, y probablemente descolgará el teléfono para llamar al inspector que lo lleva y preguntarle qué coño están haciendo por ahí.

Y, en medio de tanta barahúnda de exigencias y crispación, no puede faltar el funcionario que, en cuanto ve luz al final del túnel, telefonee a su superior, al juez, al político que sea, para hacer méritos dándole la buena nueva, «tenemos localizados a los asesinos, es cuestión de horas que les echemos el guante», y eso desencadena gritos y susurros, una cadena de telefonazos y órdenes que aceleran hasta la locura el ritmo de la carrera. «¡Quiero resultados hoy mismo!» y «¡Mañana por la mañana, el caso resuelto!».

En el caso de la cabeza de la señora Esperanza, sucede exactamente eso desde el mediodía del miércoles 23 de mayo, hasta bien entrada la noche.

Se desencadena el frenesí cuando se propaga la orden a todos los coches patrulla del área metropolitana de que localicen un Audi A6 negro con matrícula 2821 RFA y detengan a sus ocupantes de inmediato, con la advertencia de que son muy peligrosos.

Contra lo que se cree, la vida del patrullero no es tan trepidante como les gustaría a los policías vocacionales. Se pasan un ochenta por ciento de su tiempo atendiendo alarmas que se han disparado en falso, llevando papeleo judicial de un lado para otro y acompañando a enfermos y heridos al hospital. Cuando les llega una orden equivalente a lo que antes se llamaba «caza sin cuartel», el fervor profesional se pone en ebullición y se entregan a su misión como los protagonistas de una serie de televisión.

Localizan el Audi a media tarde, circulando por la ronda del Litoral en dirección Llobregat. Los Seat Altea no pueden competir en velocidad con los Audi A6, de manera que sería absurdo iniciar una persecución. Los patrulleros del roda 088 se ponen en contacto con la base. «Localizado objetivo A6». La base lo transmite a todas las patrullas y se apuntan a la fiesta incluso algunas de la otra punta de la ciudad. En seguida, habla por radio el inspector Romero, que dirige el operativo. Mientras transmite, le calienta el cogote la respiración pesada del comisario Moliné y el comisario jefe de la Unitat Territorial Novell.

—De momento, no hagáis nada. Que no note vuestra presencia. Esperad a que abandone la zona poblada. Van armados y son peligrosos.

El Audi abandona la ronda del Litoral en la plaza Drassanes, da una vuelta completa a la rotonda y se dirige a Colón sin apercibirse, por lo visto, de la presencia de tres coches patrulla en las inmediaciones.

Rodea la emblemática estatua de Colón y enfila Ramblas arriba. Bajando por el otro lado del bulevar viene otro coche patrulla. El Audi A6 se desvía a la derecha y entra en el aparcamiento subterráneo de la plaza del Teatro.

Se alborotan las patrullas, «¿qué hacemos, qué hacemos?».

—Cubrid todas las posibles salidas del parking. Y dos coches que bajen y los bloqueen abajo. Id con cuidado.

Los paseantes de las Ramblas se alarman ante semejante despliegue policial. Cuatro coches de policía, no, cinco, seis con los que están llegando, se amontonan frente a la boca de acceso al aparcamiento y un ejército de policías uniformados salen corriendo y se despliegan por el barrio con las manos sobre las culatas de las pistolas, porque no es prudente esgrimir el arma, como hacen en las películas, cuando hay tanto público alrededor.

Dos coches patrulla en el interior de un aparcamiento subterráneo llaman la atención. Los dos tipos que van en el Audi deben de haberlos visto por el retrovisor. Están alerta. Maldicen, abren las puertas y salen corriendo en direcciones opuestas.

—¡Alto! ¡Policía!

Una pareja de agentes persigue a uno; la otra, al otro. Los más afortunados llegan tras su presa a un callejón sin salida. Lo buscan con las linternas, las pistolas ya desenfundadas. «¡Quieto! ¡Alto!». El fugitivo se esconde entre los coches como una rata que se agazapa por los rincones con la esperanza de encontrar una grieta salvadora por la que escabullirse. Los policías no dejan de gritar como lebreles a punto de morder al zorro, «¡quieto, quieto, sal a la luz!». Se comunican con el exterior: «¡Tenemos a uno, tenemos a uno! ¡Primera planta, plaza número 174!».

Al otro simplemente lo pierden. Después de una enloquecida carrera entre los coches, a una velocidad vertiginosa, se cuela por una de las puertas de salida y no vuelven a verlo. Se les ocurre que habrá subido hacia la superficie pero él, más astuto, ha debido de suponer que lo estarían esperando fuera y ha bajado hacia el nivel inferior, y para entonces habrá conseguido esconderse en el interior de un coche, o habrá encontrado tal vez una salida que no estaba cubierta. Lo estarán buscando durante toda la noche y no conseguirán dar con él.

Y tardan casi una hora en hacer salir al que se había parapetado tras los automóviles del pasillo sin salida. Al fin, acorralado por más de una docena de agentes con sus linternas cegadoras, los gritos aturdidores y las armas en la mano, el tipo se yergue con los brazos alzados y la mirada encendida por la furia.

No lleva armas. Estarán buscando mucho rato, por si se ha desprendido de alguna, pero no la encuentran, ni en el lugar donde lo han detenido, ni en el recorrido que ha efectuado, ni en el coche que han abandonado abierto y en marcha.

Es alto y corpulento, de expresión embrutecida, y de él se desprende una energía poderosa y malsana que da miedo. Ponerle las esposas produce al agente la misma sensación que debe de sentir el torero cuando se ve dominando a un toro bravo. Iba rapado hasta hace poco, pero ahora se está dejando crecer el pelo que, espeso y negro, oculta casi por completo el tatuaje que le ocupa todo el cráneo. Un bigote ralo y una minúscula perilla bajo el labio. Viste un conjunto vaquero, de cazadora y pantalón, sobre una camisa floreada y multicolor, y unas botas camperas. Le encuentran encima un pasaporte que informa de su nombre, Washington Usmail Grande, y de su nacionalidad salvadoreña. Tiene también una cartera con cinco mil seiscientos euros, una tarjeta de la pensión La Borbolla de la calle de la Cera y una llave de la habitación número 6.

Corre la voz, de teléfono en teléfono, «ya lo tenemos, ya lo tenemos». Se enteran de inmediato el conseller de Interior, el delegado del Gobierno, el ministro del Interior y, muy probablemente, incluso el mismo presidente del Gobierno. Y todos quieren respirar tranquilos y dar carpetazo al problema.

Las autoridades salvadoreñas responden de inmediato al correo de la policía autonómica. Resulta que el señor Washington Usmail Grande, alias Zambo, no es prófugo de la justicia de aquel país sino exiliado, en compañía de otro compatriota llamado Aníbal Luis Arroyo, alias Chueco. Los dos pertenecían a pandillas de comportamiento delictivo. Aunque se tiene la certeza de que han cometido numerosos delitos, entre ellos muchos de sangre, no se les pudo probar ninguno en concreto, y por eso se libraron de ellos pagándoles un billete rumbo al extranjero. Los dos eligieron Barcelona, España.

También llega la noticia hasta el juez Crespo, que instruye el caso, y telefonea de inmediato al inspector Romero. Se trata de darle una sorpresa. Soltarle la palabra mágica y maravillarlo con su sagacidad. Caramba, cómo son los jueces, están informados de todo.

—¿Es chino?

—¿Cómo?

—Si el detenido es chino.

El experimento no da el resultado previsto. El juez tiene un asomo de zozobra.

—¿El detenido?

—Del caso de la señora Esperanza.

—¿Chino? No. Es sudamericano. Salvadoreño.

—¿Y los chinos, tienen algo que ver en ello?

—No, no tienen nada que ver con nada —responde el inspector con ese deje de arrogancia que lo hace tan antipático.

Cabe suponer que es entonces cuando el juez Crespo se repantiga en su butaca y, muy circunspecto y responsable, se dice que bueno, bueno, es él quien tiene que decir si se ha hecho un buen trabajo o no, y que no pueden estar tan seguros de que el caso se haya cerrado, primero porque no han detenido más que a uno de los dos presuntos asesinos y, segundo, porque los Mossos son todavía unos novatos y han tenido que trabajar con demasiada prisa y sometidos a una presión excesiva.

—¿Tienes pruebas sólidas contra el detenido?

—Sí —dice Romero sin disimular su fatiga—. Pero dame un respiro.

—No te puedo dar un respiro, Romero. Este caso ha provocado ya demasiada expectación. Si este es el tío, bingo, demuéstramelo y vamos por él. Pero no podemos relajarnos porque, si no lo es, lo utilizarán todo este tiempo los auténticos asesinos para escabullirse.

—Lo es.

—Tráemelo mañana por la mañana.

—Coño, mañana por la mañana. Dispongo de setenta y dos horas, ¿no? No me pidas que haga bien mi trabajo al mismo tiempo que me pones restricciones.

—No te pongo restricciones. Tendrás tus setenta y dos horas. Solo te pido que me traigas al detenido mañana por la mañana para mostrarme con todo detalle la evolución de las investigaciones. Quiero verle. En persona. Tienes una testigo, ¿no? Bueno, pues haremos aquí la rueda de reconocimiento. Quiero controlar este caso de cerca. Tú tráeme a ese tío, convénceme de que vamos por buen camino, luego te lo llevas de vuelta para completar las setenta y dos horas y yo me encargo de transmitir tranquilidad a todos los que me están achuchando. ¿Lo has entendido?

Un suspiro de resignación. Los policías tienen que acostumbrarse a conceder a los jueces todos sus caprichos.

—Pues necesito para esta misma noche una orden de entrada y registro a la pensión donde viven estos pájaros.

—Cuenta con ella. Pásame los datos y ya puedes proceder.

Romero corta la comunicación pensando que tendría que haber enviado a su señoría a la mierda, pero la precipitación empuja a la precipitación y se encoge de hombros, convencido de que, en realidad, el caso está listo. Con un poco de suerte, al día siguiente por la mañana ya habrán detenido también al otro y podrá presentar a los dos mareros en el juzgado envueltos para regalo y con un lacito bien hermoso.

Convoca de inmediato a la señora Martina Román, la vecina del piso contiguo al de los Requena y testigo ocular. Pide copias del deuvedé de la entidad bancaria de la calle Joan Güell que captó a los dos sujetos sospechosos. Reclama todos los informes disponibles a Cruz de la Científica y al forense que está realizando las autopsias y aún no ha terminado.

Entretanto, Washington Usmail Grande se niega a declarar. Sabe que tiene derecho a la asistencia de un abogado y exige su presencia de inmediato. No uno de oficio, no. Quiere a uno muy concreto porque se lo puede pagar. Quiere al abogado de la mara.

«La mara es tu familia. Darás tu vida por ella. Y ella te protegerá». Menudo contrasentido. ¿Para qué coño quieres que la mara te proteja si ya has dado tu vida por ella?