LA TERCERA BOFETADA
Miércoles, 23 de mayo. Tres días después del robo
La mañana del miércoles 23, el inspector jefe Diego Cañas telefonea a los Mossos y les dice que fueron chinos quienes decapitaron a doña Esperanza Cardón, y no le parece que le estén haciendo caso. Luego, telefonea al juez Crespo y le comunica la misma noticia.
Acaba de cortar la comunicación cuando la inspectora Cati Olea le anuncia que ha llegado el amigo de Lorena que la vio en la discoteca Ámame la noche del domingo. Hablan con él. No obtienen nada nuevo. Otra vez la descripción de los tipos de unos treinta años, barbudos o mal afeitados, con tatuajes y piercings. Mientras naufragan en el desaliento de esa conversación infructuosa, los sobresalta el sonido del móvil y Cañas comprueba que en la pantalla aparece un número privado. A pesar de ello, responde:
—Sí.
—¿Cañas?
Es Liang.
—¿Liang?
—Hijo de la gran puta, Cañas, cabrón, te mataré, ¿me oyes?, ¡te mataré!
—Pero ¿qué dices? —Demudado, Cañas hace un gesto para excusarse con Cati Olea y el chico interrogado, y sale de la habitación—. Pero ¿qué dices?
Liang es una explosión de gritos furiosos.
—Me has utilizado, fuiste tú quien se lo dijiste, cabrón, nos has llevado al matadero porque para ti no somos nada, somos una mierda, desgraciados, basura, somos para ti…
—No sé de qué me hablas, Liang.
—Sí que sabe de qué le habla.
—¿Que no? ¿Cómo ha podido saber Soong que nosotros le robamos la pasta?
—Yo no sabía que… —Ni él mismo se oye decir «le habíais robado la pasta», abrumado por los gritos de su confidente.
—¡Claro que lo sabías, hijoputa! Tú me metiste en eso, tú hiciste que metiera la nariz en el banco de Soong, sabías que aquella tropa llevaba dinero a la tienda de Trafalgar, y me metiste en el operativo para que yo me enterase, para que siguiera la pista del dinero porque sabías que, si el Pardales y yo estábamos en el secreto, pegaríamos el palo, coño. Que estabais aquella noche allí, nos visteis pegar el palo y no hicisteis nada, joder. Lo calculaste al milímetro. Me dijiste que convenía hacer salir a esos cabrones de la tríada, ¿cómo lo dijiste?, que diesen un paso en falso, que salieran de su escondite. Me dijiste que hurgara en la madriguera, que sacudiera el avispero. Bueno, pues lo has conseguido, ya sacudimos el avispero y ahora las tríadas se han cabreado y han salido a la luz, y ahora tú podrás desmantelarlas y ponerte un montón de medallas, ¿verdad? Y entretanto, hijo de la gran puta, han matado a mi padre, ¿me has oído, Cañas?, ¡han matado a mi padre! Y a la madre del Pardales, y a toda la familia del Tracas. —Tiembla la tierra bajo los pies de Cañas, que experimenta un vahído, como si acabaran de pegarle una bofetada, la segunda gran bofetada, y tiene que apoyarse en la pared, en el respaldo de la silla donde se deja caer como quien se tira por el balcón o por el pretil del puente, mientras Liang continúa desahogándose—: Pero te encontraré y te mataré, cabrón, te juro que te mataré por la puta trampa que me has tendido. —Repite conceptos en un precipitado epílogo para que a Cañas le queden las cosas bien claras—: ¡Tú sabías que yo y el Pardales íbamos a robarles, nos viste hacerlo y no lo impediste!… ¿Cómo podían haber llegado, si no, hasta la madre del Pardales? ¿Y hasta mi padre? ¿Y el Tracas? Tú se lo dijiste. Ahora me has metido en un jaleo enorme, me estarán buscando todas las tríadas del mundo, soy hombre muerto.
Es la segunda bofetada de las cinco que Cañas habrá de recibir antes de sacar su pistola secreta del armario y decidirse a matar a alguien. Una bofetada que le pone un pitido en los oídos y le dificulta el equilibrio.
Se levanta de la silla, avanza a tientas, consternado, pensando qué dijo él, qué hizo, con quién habló, qué es lo que desencadenó sin querer, «sin querer», excusa de niño o de imbécil después de la gran catástrofe.
Suena su móvil.
Es Cendrós. ¿Quién? Ah, sí, Cendrós.
Responde sin voz, inmerso todavía en el estupor.
—Tenemos ya la lista completa de las casas ocupadas del distrito de Sarrià-Sant Gervasi. Las patrullas tienen orden de recorrerlas todas, una por una. ¿Quieres venir?
—No —dice, aunque tal vez debería decir que sí—. No. Sé que lo haréis bien. Prefiero estar con Pilar, a su lado.
Se encuentra de repente delante de uno de sus hombres, Juárez.
—¿Estuvo… —empieza a preguntar con la boca seca, no muy seguro aún de lo que va a decir, y se aclara la garganta para volver a empezar ante el ceño fruncido del subordinado que ya empieza a pensar qué le está pasando a este—… estuvo por aquí el, eh, comisario jefe, o algún, o su secretaria o alguien, preguntando por el tema de los chinos del domingo?
—Sí. —Sin duda ni recelo alguno, sin parpadear—. El lunes, cuando te fuiste. —Después de la entrevista que mantuvo con Mora y el abogado Briviescas, cuando se desmanteló la operación Jackie Chan—. En cuanto te fuiste, salió y dijo que tenía que preparar un informe para el Ministerio y le faltaban datos.
—¿Qué datos?
—No sé…, de dónde había salido el soplo que nos llevó a la tienda de la calle Trafalgar… Le dije que Larraya conocía a tu confite y se fue a hablar con él.
Larraya. Él había sido quien había presentado a Liang y a Cañas y, últimamente, desde el operativo de la noche del domingo, aparta la vista cuando se cruza con el inspector jefe. Gilipollas.
—Oye, Larraya. Dice que Mora estuvo hablando contigo, el lunes, sobre el operativo de Trafalgar…
—Ah, sí. —Sin mirar, muy atareado con los papeles de su mesa—. Tenía que escribir un informe para el Ministerio o no sé qué. —«No hacen falta más preguntas, joder. Venga, continúa largando». Larraya se anima a levantar la cabeza para demostrar su inocencia—. Necesitaba saber quién nos había pasado el soplo de lo de Modas Soong. Bueno, en realidad ya estaba al corriente de todo porque tú se lo habías dicho. Sabía lo de Liang, pero no se acordaba de los nombres del Pardales y del Tracas. Me pidió que buscara sus fichas, para hacer constar los nombres exactos y completos.
—Claro —acepta Cañas, desinflándose—. Nombres, apellidos, direcciones…
Se va a su mesa y ocupa la butaca, aturdido. La tercera bofetada de las cinco que recibirá. La traición de Mora-Mogán. La primera fue la cancelación de la operación Jackie Chan. La segunda, que Liang lo culpabilice de aquellas muertes. La tercera, la traición de un antiguo compañero, veterano, brillante en las calles y zopenco en el despacho, hijoputa a la hora de bajarse los pantalones ante ministerios, embajadas y consulados. El imbécil tonto del culo Diego Cañas le cuenta a su amigo que un confite robó a las tríadas y le da las pistas necesarias para que obtenga un montón de datos y los venda a los nuevos dueños de España, los que la han comprado por cinco mil millones de euros. Tercera bofetada de las cinco que recibirá el idiota de Cañas antes de salir a matar.
Telefonea al comisario Cendrós por pura inercia.
—Hola, Cañas, ¿qué tal? ¿Has encontrado ya a tu hija?
—No, todavía no sé nada. Oye, Cendrós, de verdad, que fueron las tríadas. Escucha: ¿se lo dijiste a Romero?
—¿El qué?
—Que las víctimas están relacionadas entre sí. Que no fueron crímenes al azar. Que detrás de todo eso hay un motivo.
—Sí, se lo dije a Romero, pero no fueron las tríadas, Diego, seguro que no, porque ya tenemos a los asesinos.
—Escúchame —se impone el veterano enérgico—. Esos tres cometieron un robo. Le robaron todos los ahorros a la tríada china.
—¿Que le robaron…?
—Millones de euros, ¿has oído eso? Mi confidente Liang, Liang Huan, el Pardales y el Tracas robaron millones de euros a la tríada china que impera en Barcelona. El domingo pasado, el 20, por la noche.
—¿El domingo 20 de este mes?
—No puede ser casualidad que se los estén cargando de esta manera.
—¿Por qué coño no me dijiste antes…? —Cendrós está atónito, desconcertado, pensando y pensando. No obstante, reacciona a tiempo—: Pero, un momento. ¿Domingo 20 por la noche? Pero entonces, ¿quieres decir que organizaron la matanza en menos de veinticuatro horas? ¿Localizaron a los padres y las familias de estos tipos en veinticuatro horas y organizaron el escarmiento perfecto?
—Lo hicieron.
—Mira, Cañas. Hemos hecho nuestro trabajo y lo hemos hecho bien. Los asesinatos fueron cometidos por esos dos mareros, que hacía solo quince días que estaban en Barcelona. Tenemos claro ya que ellos pudieron conocer al camello, a ese Tracas, que le compraban mierda, y a través de él entraron en contacto con el tal Pardales. O primero conocieron al Pardales y él los llevó a casa del camello, da igual. Encajan perfectamente con el perfil. Recién llegados, dispuestos a comerse el mundo, creen que aquí es como allí, son desconocidos, no están fichados, la policía y las leyes son más blandas, se creen que no puede pasarles nada. A lo mejor discutieron con el Tracas y el Pardales por un tema de drogas, a lo mejor esos desgraciados hicieron una pirula a los mareros y los mareros, educados en los principios de la mara de El Salvador, les han dado su merecido. Pero no hace falta ni que discutieran porque lo que quieren estos salvadoreños recién llegados es quitarles las riendas a los placas de la mara de aquí. Quieren hacerse notar, acojonarlos, demostrarles que tienen más huevos que ellos, que están por encima de ellos y por eso tienen que ser ellos los que manden. Lo hacen para joder a la propia mara, Cañas, ¿lo entiendes? Ya lo tenemos todo ligado, Cañas. Ya sabemos dónde encontrarlos y hoy mismo hemos montado el operativo para detenerlos…
—Que estáis equivocados, joder.
—Ahora mismo los están trincando. Dentro de media hora los tendremos aquí, esposados, y mañana comparecerán ante el juez, que nos está metiendo prisa. Ven para aquí si quieres, Cañas. Podrás verlos y hasta hablar con ellos, Romero te pondrá al corriente de todo.
Cañas está a punto de hacerle caso pero, al final, asqueado, decide irse a su casa. Le entra una llamada de Pilar angustiada, una de las tantas que está recibiendo el inspector jefe a lo largo del día desde que desapareció Lorena, y resuelve que el tema de los asesinatos no es asunto suyo y que debe correr al lado de su esposa, para consolarla, para consolarse mutuamente.
—A tomar por el puto culo —dice en voz alta.
Está furioso.