BASURA
Miércoles, 23 de mayo. Tres días después del robo
Decidimos ir a buscar la mochila Quechua, comprada en Decathlon, por la noche, para poder meternos en las alcantarillas sin llamar la atención. Consideramos que la mazmorra del sado era un buen escondite para pasar el día, y le pagué mil euros más a Lady Mami y le di quinientos más para que enviara a Wang o a una de las chicas a comprar lo que necesitábamos para la operación. Tres conos de los que se usan para señalizar el tráfico, unos monos azules y cascos de obrero de la construcción con linternas dotadas de goma elástica.
—Tres monos azules —susurró Pei Lan, apenas moviendo los labios.
Me miraba desde un rincón, muy quieta para no hacerse notar.
—Tres —añadí mecánicamente—. Tres monos de trabajo, y tres cascos, y tres linternas, porque Pei Lan va a venir con nosotros.
—¿Va a venir con nosotros? —saltó el Pardales frunciendo el ceño.
—¿Y qué si no? —repliqué—. Aquí no se puede quedar. ¿Dejamos que se vaya a su casa, con papá?
Dudó, estuvo a punto de replicar pero tenía otras preocupaciones y cedió con gesto displicente de «como tú quieras». Entonces, fui yo quien se quedó inquieto. ¿Pei Lan vendría con nosotros? ¿Iba a colarse en el almacén subterráneo de su padre para ayudarnos a recuperar el dinero que le habíamos robado días antes? ¿Junto al Pardales? Si el Pardales se enteraba de que era la hija de Soong la mataría sin pestañear.
A medida que pasaban las horas, el Pardales se fue reponiendo. Lady Mami le ofreció a dos de las muchachas para que se entretuviera y se relajara, y eso le hizo mucho bien. Se le veía taciturno, muy hundido, pero al menos se le había evaporado la vesania homicida.
A primera hora de la tarde, telefoneó mi madre. Me contó que la noche anterior había bajado al bar, como yo le había aconsejado, y se había pedido una copa de cava. No pudo evitar que se le escapara una lagrimita y eso había dado lugar a que un señor muy amable se acercase para interesarse por ella y consolarla. Estuvieron hablando mucho rato. Me pregunté quién sería el fulano, y me inquieté un poco, pero no dije nada. La dejé hablar porque me pareció que lo necesitaba. Ella se desahogaba y a mí me complacía escucharla, llena de vida, rica en recuerdos y entusiasmo. Nunca la había visto tan relajada, feliz y parlanchina. Le dijo al señor amable que su marido acababa de morir muy lejos, en Hong Kong, y ella pensaba que en aquellos momentos debían de estar rindiéndole las honras fúnebres típicas de su país. Es muy importante para un chino ser enterrado en su tierra y a su modo. Por eso, son pocos los que mueren en el extranjero. En cuanto se jubilan, o enferman, regresan a su ciudad natal para ir a descansar a sus casas yin, sus panteones familiares. Recordé el entierro de mis abuelos, y la fiesta del 4 de abril, el Qingming, cuando mi madre y yo nos íbamos de picnic al cementerio de Happy Valley y pasábamos allí el día, barriendo la tumba, quemando incienso y esperando a que se pusiera el sol para hacer una fogata con dinero y fotografías de mansiones y coches lujosos a fin de que los difuntos disfrutaran de todo eso en la otra vida. Un día, mi madre me reveló que el dinero que incinerábamos era falso, que lo vendían a propósito para eso y resultó un poco decepcionante para el niño que yo era, pero de todas formas siguió pareciéndome una ceremonia hermosa y mágica.
—Ve con mucho cuidado, madre —dije cuando ella terminó con sus evocaciones nostálgicas—. Cuídate de ese hombre, que no sabemos quién es. No te fíes de nadie. Yo esta noche, si voy, llegaré tarde. No me esperes despierta. Pero mañana nos iremos de aquí, te lo juro.
—¿Adónde iremos?
—A una nueva vida. A un nuevo mundo.
Desvié la vista y mis ojos tropezaron con los de Pei Lan, que permanecía sentada en el suelo, en un rincón, cerca del ataúd, como manteniéndose a prudente distancia del Pardales, mirándome expectante. Como si preguntara: «¿Y yo? ¿Dónde quedo yo, en todo esto?».
Yo no decía nada, parapetado tras la coraza del «Me da igual» y del «No hay futuro».
Tan convencido estaba de que no había un mañana ni un después que me dejé arrastrar por el deseo inmediato y fui a arrodillarme ante ella, y le desabroché la blusa para comerle los pechos sin importarme que el Pardales estuviese allí y se riera e hiciera comentarios groseros, y luego le quité a Pei Lan el pantalón y las braguitas y la penetré empujándola contra el ataúd de los masoquistas, que resonaba con un ruido de mil demonios, y a cada golpe y grito de ella se repetía en mi mente: «¿Quién, quién, quién?».
Cuando terminé, y ella me levantó el niqui para jugar con mis tetillas y con la maraña de mi pecho, oí que sonaba una melodía absurda en el teléfono móvil del Pardales, y que este respondía y murmuraba «no me jodas» unas cuantas veces. «No me jodas, tío, no me jodas».
Reposaba yo en el suelo, de espaldas, rendido por el placer, cuando el Pardales se agachó a mi lado y me dijo:
—El Tracas, tío, también se han cargado al Tracas. A toda su familia. A Guadalupe, al Toni, a Cristinita. Todos. Una carnicería, Chino. —Asustado como un niño.
Entonces me enfurecí. No pude evitarlo. Se me encendió la sangre, abrí los ojos y, de repente, tuve respuesta para la pregunta.
«¿Quién?».
La madre que lo parió.
Me puse en pie y marqué en el móvil otro de esos números que me sabía de memoria.
Contestó al tercer toque.
—Sí.
—¿Cañas?
—¿Liang?
—Hijo de la gran puta, Cañas, cabrón, te mataré, ¿me oyes?, ¡te mataré!
—Pero ¿qué dices? Pero ¿qué dices?
—Me has utilizado —le solté con toda mi mala leche en hervor—, fuiste tú quien se lo dijiste, cabrón, nos has llevado al matadero porque para ti no somos nada, somos una mierda, desgraciados, basura, somos para ti.