CÓMO
Martes, 22 de mayo. Dos días después del robo
Balbucí:
—Yo ahora no puedo ir a verte, madre. —No podía. No quería separarme de Pei Lan, ni dejarla en compañía del Pardales ni darle la oportunidad de que volviese al lado de su padre. Teníamos que terminar lo que habíamos empezado antes de dedicarnos a otra cosa—. Madre: era un mal hombre. Ha tenido el final que se merecía. Te maltrataba, nos maltrataba a los dos. No merece que soltemos ni una lágrima por él. Baja al bar del hotel y tómate una copa de cava para celebrar su muerte. —Silencio al otro lado—. ¿Me has oído, madre? ¿Me has entendido?
—Sí, hijo.
—Pues haz lo que te digo.
Corté la comunicación y, en seguida, me convencí de que el Pardales y yo teníamos que recuperar la mochila del dinero —millones de euros— y desaparecer de este mundo para ir al encuentro de otro en que no nos conociera nadie. Me vi del brazo de Pei Lan y de mi madre, los tres sonriendo, los tres muy dichosos, en un paisaje soleado y lleno de flores, pájaros y mariposas, bailando y cantando como protagonistas de un musical.
Se lo dije al Pardales, que seguía echado en la cama y ausente, muy lejos de nosotros:
—Tenemos que ir a recuperar la mochila. Está escondida en el sótano de la tienda. Escondida en una caja que marqué con el encendedor. No podía llevarla conmigo, Pardales. No la habrán encontrado. Vamos, Pardales. Lo pasado, pasado está. El pasado no existe. Han matado a tu madre, han matado a mi padre, bueno, ¿y qué?, ya no podemos hacer nada por solucionar eso. Nos han jodido una vida, pero hay más. Si recuperamos esa mochila llena de millones de euros, llena de millones de euros, Pardales, nos podremos comprar una vida nueva, y mejor que la que teníamos.
Vencido y resacoso, el Pardales no paraba de gimotear:
—Le cortan la cabeza a la gente. Que son muy malparidos, Chino. Que la mafia china es la hostia.
—No —saltaba yo para vencer su resistencia—. No robamos a la mafia china. Eso no existe, Pardales, no seas criatura, no me jodas, son leyendas urbanas. Lo que robamos fue el banco de los chinos, ¿recuerdas que te lo conté una vez? Los chinos no tienen cuentas corrientes en los bancos occidentales, y menos para llenarlas de dinero negro. Aquel era el banco que tienen los chinos en Barcelona, como el que tenía la Hermana Ping en el Chinatown de Nueva York. En los años ochenta, Cheng Chui Ping fundó un banco subterráneo, en los sótanos de su restaurante, justo enfrente del Banco de China. —Lo contaba como un cuento, y el Pardales me escuchaba quieto como un niño antes de dormirse—. En el Banco de China todo era papeleo, retrasos, ineficacia, impuestos y negociaban en yuanes, pero la hermana Ping no cobraba comisión y pagaba en dólares, así que todo el mundo iba a ella. Eso es lo que robamos nosotros: un banco clandestino. Dinero negro. Nadie nos va a condenar por eso. Y vamos a recuperar ese dinero, Pardales, para comprarnos una vida nueva y mejor. ¿Qué te parece?
Se volvió hacia mí y miró a través de mi cuerpo, como si fuera transparente.
—Pero ¿cómo lo supieron, Chino? ¿Cómo supieron quién era yo, cómo supieron dónde ir a buscarme, dónde encontrarían a mi madre? Si acabábamos de dar el palo, como quien dice, Chino… ¡Si no tuvieron tiempo!
Esa era la pregunta que a mí también me atormentaba.