35

RAPTO

Martes, 22 de mayo. Dos días después del robo

Pasamos el día encerrados en la mazmorra, desnudos, haciendo el amor a ratos, pendientes del reloj que avanzaba lentamente hacia las ocho de la tarde, la hora límite.

—¿Por qué has dicho las ocho de la tarde?

Cada pregunta de Pei Lan era como un puñetazo que me derribaba sobre el tatami.

—No lo sé. Para darles tiempo.

—¿Tiempo de qué?

—No lo sé.

—¿Me tienes secuestrada de verdad?

—Sí.

—Raptada. ¿No me dejarías salir si quisiera?

—No.

—¿Y piensas matarme, de verdad? —Como si todo fuera un juego.

—Sí.

—No. No serás capaz. —Resultaba ofensivo que me considerase tan inofensivo—. ¿Sabes que todo esto es muy excitante? ¿Sabes que estás loco? ¿Sabes que estás en peligro de muerte?

A mediodía, pedí que nos trajeran comida. Como no me molesté en especificar qué queríamos, nos sirvieron perritos calientes y hamburguesas con queso y coca-colas, bazofia a juego con el decorado.

Pei Lan se puso mostaza en los pezones.

—Cómeme —dijo.

Luego, me comió ella a mí.

—¿Sabes que me haces muy feliz? ¿Sabes que me gusta mucho este calabozo donde me has traído? ¿Lo has decorado a propósito para mí?

Le dije que sí pero no se lo creyó.

Estaba contenta, exultante, rebosante de dicha y eso la hacía absolutamente apetecible para mí, irresistible como ninguna otra mujer que yo hubiera conocido antes. Le gustaba todo de mí y eso me creaba la necesidad imperiosa de estar dentro de ella para encaramarnos juntos a la cima del placer.

—¿Jugamos con el vibrador?

—No… No sé…

—Vamos, no seas tímido.

Nos dormimos, agotados, y despertamos sobre las cinco de la tarde.

—¿Tú has pegado alguna vez a alguna chica?

—¡No, no!

—¿A alguna puta?

—¡No!

Solo de pensarlo, me estremecía, me enfriaba, me encogía, y ella se reía al verlo.

—¿Y tú me vas a matar?

—Sí.

—¿Cómo?

—Como tú me pidas.

—¿A que te pongo a tono otra vez?

Las seis de la tarde.

—¿Quieres que te pegue yo?

Ella tenía que notar cómo me tambaleaba yo cuando me decía cosas como aquellas y mi necesidad de cambiar de tema.

—No. Oye: ¿es verdad lo que me has dicho de tu padre?

—Claro. Wo Yim y Chen Wei son representantes de la K14.

—Entonces, cuando te pregunté por ellos, ya lo sabías.

—Quieren crear una nueva tríada aquí, de la cual Wo Yim sería el Shan Chu, Cabeza de Dragón, y Chen Wei sería el Pak Tze Sin, el Abanico de Papel Blanco que lleva la contabilidad, la administración y las finanzas.

—¿Y cómo sabes tanto?

—Mi padre será el Maestro del Incienso, el encargado de reclutar al personal, el que te recibiría si quisieras ingresar en la sociedad. ¿Nos ponemos las máscaras y esas prendas de cuero?

No podía soportar verla sometida, vencida, humillada, forzada, sufriente, convertida en objeto. Aun cuando cupiera que solo viéndola como un objeto podría matarla.

Así que me negaba a pensar en el Pardales. Me quité el reloj a las siete de la tarde, cuando solo faltaba una hora para tomar decisiones.

—Robaste a mi padre. Millones de euros.

—Sí. Dinero negro, que él robó a mis compatriotas chinos, inocentes comerciantes que solo tratan de ganarse la vida honradamente.

—Y tú eres como Robin Hood —se burlaba ella—. Ahora irás de puerta en puerta y devolverás ese dinero a sus inocentes propietarios.

Era ironía.

—He robado a un ladrón. Tengo cien años de perdón. No sé qué haré.

—Yo sí sé qué harás. Si eres listo, hablarás con mi padre y le dirás que le devuelves todo el dinero a cambio de un porcentaje y de un trabajo en la nueva sociedad. Él no se podrá negar, yo me encargo de eso. Mi padre hará todo lo que yo le diga.

Entonces, cuando casi me había quitado al Pardales de la cabeza, oímos que alguien golpeaba la puerta con insistencia y llegó hasta nosotros el grito de Lady Mami sofocado por el terror:

—¡Liang! ¡El Pardales está aquí!