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INFIERNO DE CARTÓN PIEDRA

Martes, 22 de mayo. Dos días después del robo

Del pasaje de Ramallets fui a pie hasta la estación de Sants, huyendo del formidable atasco, y allí tomé un taxi que me condujo directamente a la peluquería de Lady Mami.

Pregunté por ella al cachazudo y fornido Wang, que estaba allí, charlando con las chicas, porque a aquellas horas de la mañana no tenía trabajo. Me respondió que había ido a tomar su café con leche en el bar del chaflán, y que no podía tardar.

Me trasladé al bar, que conservaba el aspecto de los años cuarenta, con mesas de mármol y espejos y camarero de bigote, chaqueta blanca y pajarita. Allí estaba la mujer fatal, hierática como una figura de cera del museo de Madame Tussauds, felina venenosa con un inapropiado anorac caqui sobre su ajustado vestido de seda con falda rajada para mostrar pierna. Iba pintada tan minuciosamente como siempre, los labios rojos rojísimos, y observé bolsas de cansancio bajo sus ojos envilecidos por el rímel, como si regresara de una noche de excesos y depravación. Con pausado parpadeo siguió mis pasos hasta su mesa y con un leve movimiento de cabeza me indicó que me sentara.

—Necesito que me ayudes, Lady Mami —supliqué. Ella continuó escuchando—. Estoy metido en un buen lío.

—Lo sé. Tú y tu madre.

—¿Ha venido a verte alguien?

—Alguien como quién.

—Alguien como chinos malos.

—No —respondió de inmediato, sin tapujos, para tranquilizarme. Podría haber titubeado para hacerse la interesante, o para alimentar mi temor, pero no lo hizo. Y quise entender que, con ello, me estaba diciendo que podía confiar en ella.

—¿Los que te sacan pasta a final de mes?

—No. —Que significaba que sí, que le sacaban pasta a final de mes y que no, que no había ido nadie por allí.

—¿Puedo servirle algo? —preguntó el camarero de bigote, chaqueta blanca y pajarita.

—Té —dije.

—¿Té verde, té blanco, té negro, té rojo?

—Cualquiera.

—Pondremos té verde. ¿Con limón? ¿Con leche? ¿Con hielo?

—Con limón.

El camarero se dirigió al mostrador con la dignidad de un húsar austrohúngaro.

Guardé silencio y ella añadió:

—Si hubieran venido, habrías encontrado la peluquería cerrada y yo ya no estaría aquí. Te ayudé, ¿recuerdas?

—Ahora, podrías ser el cebo. No te han hecho nada a cambio de que me entregues.

Parpadeó y me pareció que se divertía, a punto de sonreír.

—Prueba a ver. Tómate el té y hablemos un rato. Si, al salir de aquí, te agarran cuatro chinos y te meten en una furgoneta, o si ves que te siguen, anulamos nuestro trato y quedamos en paz.

El camarero se inclinó ante mí.

—Su té, señor. Verde. Con limón.

Puso cuidadosamente sobre la mesa el tazón con la bolsa y la rodaja de limón, la jarra del agua, el azucarero y el tíquet con el precio del servicio. Se fue a la puerta para ver pasar a la gente.

—Mil euros más —me arriesgué—. A cambio de un escondite y un coche.

—¿Un escondite? —Torció la cabeza, intrigada—. ¿Para tu madre?

—Para quien sea. Un escondite donde no me encuentren. Donde nadie se extrañe si hay gritos.

Frunció los ojos y pareció mucho más perversa.

—¿Cuánto tiempo?

—No sé. —Sondeé la posibilidad—: ¿Días?

—Mil euros al día, para que me salga a cuenta.

—Hecho —acepté sin pensar. Se levantó de la silla.

—Puedes venir conmigo, si quieres. Si no, aguarda un rato para comprobar si te echan el guante o te vigilan los tongs. Yo te espero en la peluquería.

Se dirigió al mostrador con su tíquet y el mío, los abonó y salió a la calle. Yo me mantuve sentado un momento, el tiempo suficiente para sentir que estaba haciendo el idiota y, al fin, fui tras ella. Por el camino, mientras la atrapaba, se me ocurrió que tal vez ella fuese la Cabeza del Dragón de la tríada de Barcelona, ¿por qué no?, pero en todo caso eso me sería revelado en un futuro muy remoto, inexistente por el momento.

La alcancé y le dije:

—Existen, ¿sabes? —Ni me miró. Aguardaba—. Los tongs. Aquí, en Barcelona. En Santa Coloma, hay una pandilla de jóvenes que se hacen llamar tongs.

—¿En serio? —murmuró sin interés.

Llegamos a la peluquería y Lady Mami le dijo a Wang «Dale las llaves de tu coche» sin detenerse, dando por supuesto que yo la seguía. Wang me entregó su llavero de forma tan inmediata que ni siquiera tuve que aminorar la marcha. Pasamos de largo las cinco cabinas donde dormían las muchachas-objeto hasta una especie de almacén con cajas de champúes y suavizantes y otros productos de peluquería, armarios, taquillas y sillas de plástico. Lady Mami abrió lo que parecía la puerta de un armario y me invitó a pasar delante. Una escalera bajaba al sótano. Descendí, tal vez al encuentro de mi perdición. Abajo, podían estar esperándome el señor Soong, sus amigos de Ámsterdam y el equipo de torturadores con el trofeo del Pardales cortado en tiras. Pero no fue así.

Me encontré en una mazmorra de cartón piedra, un decorado de película de terror kitsch con cadenas en las paredes, un trapecio para colgar a alguien de las muñecas o de los pulgares, un brasero ahora apagado para poner hierros al rojo, un ataúd abierto en lugar preferente, una artística colección de látigos, azotes, vergajos, cilicios, agujas, cuerdas; una percha con ropajes y máscaras asfixiantes de cuero negro, una cama redonda con sábanas de raso rojo y una mesilla de noche con un consolador y un frasco de vaselina.

Me volví hacia Lady Mami, que parecía muy satisfecha del efecto que provocaba en mí haber descubierto que era la perfecta ama dominante. Ahora lo entendía todo. Tenía que ser ella, no podía ser otra. Ninguna de las chicas de arriba, humildes y frágiles, podía interpretar ese papel. Supuse que ellas solo servirían como víctimas sumisas, pero no costaba nada imaginar a la china de ojos crueles pisoteando la calva de un masoquista y metiéndole el consolador por el culo.

—Mis clientes pagan mucho por estar aquí. Te costará mil al día, y es precio de amiga.

Le di billetes de cien y de cincuenta euros procurando que no viera los fajos que me abultaban los pantalones.

Me indicaron el aparcamiento donde me esperaba el coche de Wang, un discreto Kia Picanto de color pistacho, y con él me fui a la Ciudad Universitaria de la Diagonal.