EL OTRO MUNDO
Lunes, 21 de mayo. Un día después del robo
Volví a telefonear a Lady Mami, me excusé y me aseguré de que mi madre estaba bien, «asustada porque no apareces, pero bien».
Comprobé que me había embolsado un par de fajos de billetes de cincuenta euros y uno de cien. Algunos de los billetes estaban empapados de agua sucia y pegoteados entre sí, pero los del centro del paquete solo tenían sucios los bordes y se podían aprovechar perfectamente. No se me ocurrió dónde poner a secar los mojados, de manera que prescindí de ellos y los metí en una bolsa de basura, junto con la ropa fétida que llevaba el día anterior, incluido el impermeable negro. Todo terminó en el primer contenedor que se me puso a tiro. Me lo podía permitir. Terminé contando veinticuatro mil doscientos euros utilizables. Más trescientos que mi madre había dejado en el escondite de la cocina. La pobre había cogido únicamente veinte o treinta para el taxi. Me enterneció una vez más.
Me puse mi mejor ropa, rescaté el pasaporte chino del cajón donde lo guardaba, agarré un par de vestidos de los que había dejado mi madre y salí a la lluvia que continuaba intensa e incansable. Un taxi me llevó a El Corte Inglés de la plaza de Cataluña. En la planta de señoras, utilicé las prendas que llevaba como referencia para comprarle unos cuantos vestidos que me parecieron elegantes, y zapatos a juego, y ropa interior femenina. Un vestido vaporoso donde se combinaban marrones y cremas; otro gris; otro negro y entallado, muy sencillo, que me prometieron que resaltaría la esbeltez de quien se lo pusiera; un traje de chaqueta y una blusa de seda color marfil. En la zona de perfumería, compré productos de cosmética y el perfume «para una dama muy distinguida», que me recomendó la dependienta. Para mí, adquirí ropa interior, unos niquis de Tommy Hilfiger de diferentes colores, un par de vaqueros, una cazadora impermeable de color azul marino, una gorra Stetson de verano y zapatillas Nike. También una maleta nueva de color dorado para transportarlo todo. Ah, y unas gafas de sol negras de las que a mí me gustan. Y, en la planta de electrónica, un teléfono móvil de prepago.
Mientras me dirigía a un taxi y montaba en él, marqué el número del Pardales, que me sabía de memoria. No contestó. Tenía el teléfono apagado o fuera de cobertura. Y no había conocido nunca el número del Tracas.
Me trasladé directamente a la peluquería de la calle Borrell. Allí se produjo el encuentro con mi madre, el abrazo fuerte, los besos, las lágrimas y las explicaciones muy vagas. Me llevé aparte a la misteriosa Lady Mami y la recompensé con mil euros, que no rechazó.
—No te lo puedo contar —le dije—. Solo preguntarte algo. Supongo que pagas una cuota de protección cada mes, ¿no? —Ella no dijo que sí, porque le resultaba humillante reconocer la extorsión, pero tampoco dijo que no—. ¿Sabes quién envía a los recaudadores?
—Si lo supiera, no te lo diría.
—¿Tienes idea de si existe en Barcelona una ramificación de alguna tríada?
Me miró con aquellos ojos suyos tan bien dibujados por el rímel para expresar la más depravada sabiduría universal. Para los chinos, «tríada» es una palabra muy fuerte.
—No soy tan importante —lo dijo con tanta firmeza, tan lentamente que por un momento temí que ella fuera la Cabeza del Dragón. Si era así, estaba más cerca de la muerte que cuando iba flotando por la alcantarilla camino del colector.
—Ni yo ni mi madre hemos estado esta noche aquí, ¿de acuerdo? Si aparece por aquí el Pardales, dale este número de móvil. Y si viene alguien preguntando por nosotros, tú no nos has visto, tú no nos has visto. ¿De acuerdo?
Mi madre se puso el vestido vaporoso de marrones y cremas, con un chal por encima, y unos zapatos escotados de tacón, y la vi convertida en una dama tan hermosa y deslumbrante que casi me eché a llorar.
Detuve otro taxi. Nos metimos en él y pedí que nos llevase al hotel Arts de la Villa Olímpica. Mi madre deseaba hacerme preguntas, pero con gestos la hice callar como si no quisiera que nos oyera el taxista.
Accedimos al mundo del lujo por aquella avenida de palmeras que apunta al mar y doblando a la derecha para meternos en una especie de callejón que ya pertenecía al impresionante edificio de treinta y tres pisos del hotel. Mi madre bajó del automóvil como la reina de Inglaterra cuando se dispone a entrar en la abadía de Westminster, y yo y el portero uniformado éramos sus más humildes lacayos. Cruzamos un vestíbulo hasta un ascensor dorado que hacía juego con la maleta que acababa de comprar en El Corte Inglés, y subimos hasta el lobby. Yo miraba de reojo a mi madre, emocionado, consciente de que ella también estaba muy impresionada. Había adoptado el papel y la postura de una gran señora y debo decir que nunca la había visto tan hermosa y digna como en aquel momento. La recordé encogida y humillada en un piso asqueroso, maltratada por un energúmeno despiadado, y me sentí orgulloso de haberle conseguido los honores que se merecía.
Con el aplomo de quien lleva más de veinte mil euros en efectivo en el bolsillo, me presenté como Juan Fernández Liang, presenté mi pasaporte y el de mi madre, y mi tarjeta de crédito, donde había fondos suficientes para responder de los gastos, y pedí una habitación doble de dos camas. Aclaré, sin que nadie me lo preguntara, que éramos madre e hijo. Imaginé que debían de vernos como a una dama de la alta sociedad con su macarrilla semental, porque yo llevaba gafas negras y zapatillas Nike, y porque la documentación de los chinos siempre parece sospechosa, quién sabe si este Fernández Liang es hijo de Liang Jie, vete tú a saber, pero mi tarjeta Visa respondía por mí y, por tanto, no tenían por qué negarnos nada.
Nos dieron una habitación espléndida, en el décimo piso, con vistas al mar. Mi madre y yo nos quedamos extasiados ante aquel Mediterráneo gris y furioso, salpicado de explosiones de espuma blanca, tremendo bajo la lluvia, con un horizonte negro surcado por rayos quebradizos y frenéticos. Lo mejor de lo mejor. Un televisor más grande que el que teníamos en casa, cuadros propios de un museo, muebles de un buen gusto que nunca soñamos que podríamos permitirnos, dos camas gemelas, mueble bar, y un cuarto de baño de película. Mi madre renunció a hacer preguntas, supongo que por miedo a que la realidad hiciera que todo aquel paraíso se esfumara dejando en su lugar un abismo amenazador. Ella, como mi maestro, también me había enseñado a vivir el presente en una continua defensa contra las asechanzas del futuro. Yo era consciente de que, mientras contemplaba el alborozo contenido con que se regodeaba en la toma de posesión de aquella estancia, mi sonrisa estaba cargada de ansiedad.
La dejé allí, donde nunca nadie buscaría a ninguna señora Liang Jie de Santa Coloma. Pedí en recepción que le subieran la cena a la habitación y salí con urgencia porque todavía me quedaba algo por hacer.
Desde otro taxi, telefoneé una vez más al Pardales, que todavía tenía el teléfono apagado o fuera de cobertura, y fue entonces cuando se me ocurrió que tal vez lo hubieran atrapado. Se había metido él mismo en la ratonera cuando huyó escaleras arriba y llamó a un piso probablemente habitado por chinos, y me lo figuré víctima de una tortura lenta y refinada, vestido con un chaleco de alambre de púas, o contemplando cómo le arrancaban la piel a tiras, cómo le aplastaban los huesos de los pies con un martillo; el Pardales sangrando a chorros, chillando y llorando, rodeado de los hombres de Soong que le preguntaban una y otra vez quién había organizado el robo y quién tenía el dinero. Los manchúes convirtieron la tortura en un arte.
Esa imagen se instaló en un rincón de mi cerebro y no había forma de hacerla desaparecer.