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EL LIANG CIEGO DE LAS ALCANTARILLAS

Domingo, 20 de mayo. La noche del robo

Me encontré sumergido en aquel líquido asqueroso, sin respiración ni esperanza. De vez en cuando, mis nalgas rozaban el suelo, y también mis manos cuando braceaba con desesperación, pero no había forma de parar aquella enloquecida carrera. Asfixiado por la oscuridad de la muerte, fui consciente de que aquel torrente subterráneo pronto desembocaría en un colector, lo que significaba un infierno de remolinos y un laberinto de túneles submarinos, el fin. «Esto es la muerte —pensé—. Aquí termina todo. Adiós».

Negrura monstruosa y densa que se introducía por mis ojos y mis oídos y mi boca, que me asfixiaba obturando los poros de mi piel, que ennegrecía y ofuscaba mi cerebro y mis ideas.

Mis dedos se enredaron en algo. Cables, cuerdas, hilos, mierda, no sabía qué; me daba igual que fueran cables eléctricos que me electrocutasen, o los bigotes de un monstruo abisal, o los cojones de un muerto, me agarré a ello con la fuerza de todos los músculos de mi cuerpo. Soporté el fuerte tirón de la tremenda avenida, giré sobre mí mismo para hacer presa con la otra mano, y me aupé contra corriente hasta llegar a una caja de madera que había sujeta a la pared, qué sé yo lo que era eso, un aparato para medir la profundidad de las aguas, o la fuerza del agua, o el nivel del agua, o la calidad del agua, o la existencia de gases tóxicos, lo que fuera, me daba igual, no me lo pregunté. Me abracé a las aristas de la caja con desesperación, planté los pies en el suelo y me fui incorporando a patadas, levantándome a pulso.

Por fin, volví a estar en pie, abrazado a aquel cajón, temblando y gritando, o sollozando, sumergido en aquella tiniebla tan y tan absoluta, tan y tan negra, la más absoluta que había conocido en mi vida. Luchando siempre contra el caudal arrasador, busqué la pared y me pegué a ella con todas mis fuerzas, calculando que en los bordes la fuerza de las aguas sería menor. Continué avanzando pegando a la pared las palmas de las manos, y la mejilla y el tórax, notando como aplastaba insectos bajo mis guantes, como correteaban junto a mi rostro y sobre mi mejilla miríadas de cucarachas espantadas por la crecida. Avanzaba hacia el colector, y ya me parecía oír su bramido furibundo, el estallido de los chorros de agua de diez o veinte tubos que desembocaban en una gran sala de la que no se podía regresar jamás.

Mientras progresaba, paso a paso, me esforcé en normalizar mi respiración. Chi kung, mente, respiración, ejercicio. Relajar el cuerpo, tiao shen, relajar el corazón, relajar la respiración, tiao xi, para regular los Tres Tesoros: la esencia jing, el aliento qi y el espíritu shen. El jing, la respiración sosegada. Calma. Asumí que aquella era mi vida. Yo era un ser ciego creado para avanzar por un torrente de mierda con el agua hasta las rodillas y arrimado a una pared cubierta de cucarachas. Esa era mi vida, sin más, porque ese era mi presente. Mi pasado no existía. Si alguna vez di clases de hsing yi chuan en un gimnasio, si alguna vez tuve una madre adorable, si alguna vez conocí a una morena hermosa llamada Pei Lan que me enseñó a jugar con los pezones, o hablé con un policía llamado Cañas, todo eso pertenecía a una vida pasada que debía olvidar. La existencia del Liang de ahora debía centrarse en avanzar en aquellas condiciones abominables durante el resto de su vida, sin otro objetivo preciso, esa era mi misión y debía cumplirla a la perfección. Los Liang ciegos de las alcantarillas viven así. Viven así y probablemente mueren en un colector infernal. Tal vez haya algunos Liang ciegos de las alcantarillas que pasen su existencia lamentándose por su destino o añorando paraísos perdidos, pero es más feliz el que se limita a realizar correctamente su cometido y a ser un buen Liang ciego de las alcantarillas.

Hay un momento en la vida de estos seres en que se dan cuenta de que las aguas están subiendo y les alcanzan ya los muslos y su fuerza es cada vez mayor, y el Liang ciego de las alcantarillas a veces gimotea, patético, al comprender que avanza inexorablemente hacia la nada, sin un porqué ni para qué. Recuerda entonces que, en su vida anterior, la situación no era muy distinta. Quizá podía ver colores, y tenía acceso a sensaciones más agradables (por ejemplo, podía jugar con pezones de otras personas), pero al fin y al cabo también se podía resumir en un inexorable progreso hacia la nada, sin un porqué ni un para qué. En la otra vida, los seres humanos se inventaban dioses para hacer más llevadera la situación, pero tampoco servía de mucho ni cambiaba nada.

Hasta que los dedos de mi mano izquierda encontraron una esquina. Me agarré y avancé hacia ella, y la doblé. Y, cuando quise seguir adelante, tropecé con una pared muy inmediata y con unos peldaños incrustados en el muro. Era otro pozo que subía hacia la superficie. El Liang ciego de las alcantarillas, entonces, estuvo a punto de flaquear. Se aferró a los barrotes salvadores, gritó o resopló, o cambió su respiración de alguna manera. Su chi. Y trepó con tanta fuerza y tanto brío que se descubrió repentinamente como Liang volador. Arrancó piernas y pies del líquido fecal que los aspiraba, y gruñó y rugió al chocar contra la tapa que le cerraba el camino. La empujó con todas sus fuerzas, la expulsó.

Así es como mueren los Liangs ciegos de las alcantarillas y renacen los Liang Huan de Hong Kong, profesores de hsing yi chuan en una Barcelona donde continuaba diluviando.