DESEQUILIBRIO
Domingo, 20 de mayo. La noche del robo
Mi maestro se habría avergonzado de mí. A medida que me iba sumergiendo en aquel mar de oscuridad, tomé conciencia de que hacía ya mucho rato que peligraba mi equilibrio, lo que significa que ya lo había perdido, porque el equilibrio no admite medias tintas, o está o no está. Me tambaleaba ya desde que, en mi casa, mientras miraba fijamente la calle charolada por la lluvia, tenía que aceptar la extremada vinculación con mi madre, la necesidad enfermiza de evitar que sufriera ningún daño por mi causa. Desde aquel instante, me habían ido poseyendo todo tipo de sentimientos desestabilizadores, el amor y el miedo, la codicia, el odio, la furia, la inseguridad. Y el tiempo había ido dejando de ser el presente, que es como el punto medio del fiel de la balanza, para ser un futuro incierto y exigente, un inconsistente qué haré o qué pasará que desactiva por completo el qué hago, qué estoy haciendo. La zozobra de no saber lo que iba a suceder generaba un miedo cegador que me impedía concentrarme en lo que estaba sucediendo. De eso iba tomando conciencia a medida que descendía un escalón tras otro, igual que toma conciencia quien ha tropezado de que el batacazo ya es inevitable.
Llegó el momento en que, al buscar el borde del peldaño con la punta del pie, no lo encontré. Me agaché para comprobar que ya no pisaba metal sino cemento armado y, en aquella posición fetal, tuve que reconocer mi miedo. Llegué al extremo de pensar, apabullado por la educación católica de mi infancia, que el remordimiento por haber pecado contra el séptimo minaba mi personalidad y pudría mis defensas. Busqué en el bolsillo lateral de la mochila hasta encontrar la linterna. Ya hacía rato que no se oía ningún ruido en la portería que había dejado atrás y el silencio absoluto me permitía deducir que no había nadie en el subterráneo donde había ido a parar.
Encendí la linterna y me quité las gafas negras. Estaba rodeado de enormes cajas de madera amontonadas que formaban calles estrechas por las que avancé con cautela.
Trataba de situar dónde debía de encontrarse el portón del que me había hablado Cheng el Mono, por donde entraban y salían los camiones a la calle Méndez Núñez, cuando me sobresaltó un estrépito que me hizo pensar que el edificio se desplomaba sobre mi cabeza. No era más que el ronroneo de un motor y el ruido de la persiana metálica al desplegarse lentamente. Mi pobre mente limitada solo acertó a pensar que venían por mí. Imaginé que un ejército de chinos irrumpiría en el almacén y lo registraría palmo a palmo hasta dar conmigo y, en seguida, someterme a las más refinadas torturas. Apagué la linterna y me alejé a trompicones, buscando el rincón más apartado del peligro. Estaba aturdido por el miedo, no sabía qué hacer. Llevaba muchísimo dinero conmigo, en la mochila. Si me descubrían, lo perdería y no saldría vivo de allí. Voces tajantes hablando en el dialecto wu, incomprensible para mí, despertaban ecos en el subterráneo.
Como una maldición, me cayeron encima mis posesiones, lo que tenía y lo que quería. Mi madre y su cariño y mi piso y mi vida y mis recuerdos y el dinero que cargaba y el ansia por salir de aquella trampa. Y lo que tenía se apoderó de mí atrapándome en el miedo a perderlo, y lo que quería se enrolló a mi cuello para estrangularme con la perspectiva de no obtenerlo, y me pareció que no había espanto más insoportable que el de perder y el de no lograr.
Envuelto en la más absoluta oscuridad, las manos por delante chocaban con una caja y la palpaban hasta encontrar el borde para elegir el lado opuesto al lugar de donde procedía el barullo, y continuaba alejándome y alejándome. Hasta que lo que encontré fue una pared. Un rincón que me pareció el más abominable callejón sin salida. No podía ir más allá. Inevitablemente, me acabarían encontrando. Solo era cuestión de tiempo.
Regresé al parapeto de la última caja y, en un punto que yo suponía invisible para quienes continuaban vociferando como diablos, encendí la linterna una fracción de segundo.
Nada. Ninguna puerta providencial en la pared de cemento. En ese parpadeo instantáneo, un abrir y cerrar de ojos, apenas vi en el suelo la tapa redonda de una alcantarilla y, cerca de mí, una caja de un metro de altura cuya tapa no parecía clavada porque asomaban por el borde virutas de porexpán.
Se me ocurrió la loca idea de meterme en aquella caja. A oscuras, a tientas, llegué hasta ella, me asomé a su interior y sumergí mi mano en el porexpán. En seguida tropecé con su contenido, que me parecieron cables enrollados. Nunca podría meterme allí dentro. No cabía. Tenía que encontrar otra solución.
Las voces que parloteaban en la oscuridad eran agudas y estaban cargadas de urgencia. Casi me pareció que pronunciaban mi nombre. Me arrodillé, palpé el suelo hasta dar con el relieve de la tapa de la alcantarilla. Empuñaba el destornillador, suficientemente largo para incrustarlo en el orificio central del círculo metálico, hacer palanca y levantarlo. Venían, venían, venían por mí. De las profundidades del pozo me llegó el rumor de aguas turbulentas y el olor dulzón y nauseabundo de las cloacas. Metí la linterna en el pozo alargando el brazo tanto como pude, amorrado en el suelo, y al encenderla, tuve la visión de un rápido y alborotado torrente marrón. Tenía que bajar y meterme en aquellas aguas antes de que me localizaran, esa tenía que ser mi penitencia por haber pecado, pero no respondí al primer impulso. De nuevo, el futuro me atrapó. Morirás. Futuro imperfecto. Me habría gustado pensar que lo que debe hacerse debe hacerse cuanto antes y obrar en consecuencia, pero el miedo a lo que podía pasar me paralizaba. Le eché la culpa a la mochila, que pesaba demasiado. Con ella nunca podría luchar contra la corriente arrolladora. Mi respiración se había desequilibrado, el chi se había ido a hacer puñetas, como si en el fondo nunca hubiera creído en él, nunca hubiera acabado de entenderlo, como si todo fuera una fantasmada oriental sin pies ni cabeza. Pero nunca podría salir de allí sin las enseñanzas de mi maestro. Sin el chi kung. He visto a maestros hacer milagros, golpearse con el cuchillo un brazo que no sangraba. Yo mismo había soportado cinco quemaduras de cigarrillo en mi mano sin pestañear. Yo era el zorro agazapado entre matorrales, apabullado por los ladridos de los perros y el galope de los caballos. No podía entretenerme ni un segundo más.
Me incorporé y, con la linterna apagada, en la más absoluta oscuridad, me acerqué a la caja de madera abierta. Metí dentro la mochila Quechua de Decathlon, la sepulté entre las virutas de porexpán, encajonándola entre los cables que la llenaban. Me aseguré de que el porexpán protector la ocultara del todo y coloqué de nuevo la tapa de madera. Agachado, arrimé la llama de mi encendedor a la madera sin desbastar y tracé dos marcas verticales entre ideogramas chinos y letras occidentales. Decía Frank & Ming junto a un logotipo que había visto mil veces. Dos marcas verticales, una y dos.
Y, en seguida, sin pararme a pensar, me introduje en el pozo a la luz del mechero. Apoyé los pies en los travesaños de hierro que formaban una escalerilla. Se apagó la llama. A tientas, agarré la tapa circular, bajé un peldaño más y la coloqué en su sitio, por encima de mi cabeza. Me vi atrapado por un estruendo de torrente y hedor. Ya estaba en otro mundo, el universo de las tinieblas, mis enemigos de arriba ya no podían hacerme nada. Me arranqué el pasamontañas y lo até a uno de los travesaños superiores.
Estaba pensando demasiado en el futuro, ese mundo inexistente de donde proceden todas las angustias.
Encendí la linterna, me la puse en la boca y continué bajando. Un peldaño más, y otro, y otro. Metí los pies en el agua y noté la vibrante presión de la corriente. No podía detenerme. Bajé y bajé hasta tocar el suelo. El agua me llegaba a las rodillas. Pensé que podría soportar la embestida, decidí avanzar a favor del caudal, me solté de los travesaños de hierro y avancé dos pasos.
Mis zapatillas resbalaron, la fuerza del agua me venció las corvas y caí de espaldas. Perdí el equilibrio. Se me escapó la linterna de la boca, se hizo la oscuridad más absoluta y el agua me arrastró, con los pies por delante, con fuerza sobrenatural.