LA NOCHE DEL ROBO (4)
Domingo, 20 de mayo
En cuanto el Toyota Corolla gris se ha detenido en doble fila delante de la tienda de Soong, y mientras el Pardales bajaba para entrar en acción, el Tracas se ha fijado en uno de los coches aparcados. El cristal de la ventana del conductor se ha movido y ha descubierto a alguien en su interior. En seguida, ha vuelto a subir y el agua lo ha puesto opaco, pero aquel instante fugaz ha bastado para que el chico experimentara el ataque del pánico. En aquel automóvil había gente vigilando que los había detectado. Y el humo del tubo de escape confirmaba que el motor estaba funcionando. Por un momento, esperó que el vehículo se pusiera en marcha, abandonara el estacionamiento y se alejase, pero no fue así. Permanecía allí, al acecho, consciente de que también él estaba allí, también al acecho. Y Liang el Chino, hijo de puta, se había llevado su pistola. El Tracas ha empezado a temblar e incluso le sobrevienen ganas de llorar. De pronto, descubre que los chinos le dan mucho miedo, la mafia china. Y, si piensa que a lo mejor no son chinos, sino policías, todavía le da más miedo. Lo detendrán, y descubrirán el negocio que su padre tiene montado en casa, y todo se irá a la mierda por su culpa. De manera que no lo piensa más y, poseído por la paranoia, pone la primera, pisa el acelerador y, con un inesperado y estruendoso chirrido de neumáticos, sale a toda velocidad en dirección al Arco de Triunfo.
Los dos policías se sorprenden al ver que el Toyota Corolla ha desaparecido. Dice Larraya:
—¿Nos ha visto?
—Posiblemente —dice Cati Olea—. Y ha dejado a sus compañeros en pelotas.
Esperan, impacientes, los acontecimientos.
Llega primero el coche con los cuatro hombres de guardia porque estaban cerca, en Vía Layetana.
Larraya y Cati Olea salen del coche para recibirles y darse a conocer e, inmediatamente, el agua les pega los cabellos al cráneo y les empapa la ropa.
Cañas vive más lejos, en el paseo de San Juan, pero baja a toda velocidad, con sirena y el girofaro azul centelleando, y llega apenas unos instantes después. Apaga la luz y el sonido un par de travesías antes de Trafalgar, por si acaso. Avanza sobre el asfalto cubierto por una fina película líquida que resbala como una caricia, estremecida por las gotas incesantes que la alimentan, hasta los seis hombres que se han agrupado bajo un par de paraguas, algunos protegidos con impermeables de capucha. Están muy inquietos porque se acaban de oír tres detonaciones en el interior del edificio.
—¿Tres disparos?
—Ahora mismo.
—Calma. ¿Qué ha ocurrido hasta el momento?
Larraya toma la palabra, dejando a Cati Olea en segundo término.
—Nos ha parecido que era un atraco. Los disparos nos lo han confirmado.
—¿Un atraco?
—Dos tíos han empujado a los vigilantes de fuera hacia el interior de la tienda. Y ha quedado un tercero en el exterior, en un coche con el motor en marcha.
Cañas mira alrededor. No hay ningún coche con el motor en marcha.
—¿Y?
—No han salido todavía.
—¿Y el tercero del coche?
—Se ha largado de repente. A lo mejor, se ha percatado de nuestra presencia. Pero tenemos aquí sus datos. Un Toyota Corolla con una raya en la puerta, tenemos la matrícula y todo.
Diego Cañas resopla por la nariz y desvía la mirada hacia los otros agentes, que aguardan más allá. Nota los goterones que le bajan por el rostro y la humedad que penetra su ropa y se siente demasiado nervioso para su veteranía. Lorena, de quince años, enviándolos a tomar por culo, Pilar llorando en casa, así no hay quien trabaje. Saca conclusiones. Si ese es el banco de los chinos, y Liang tiene un amigo ladrón, no hay que ser muy sagaz para concluir quién está cometiendo ese atraco. Sí, es muy posible: el hijo de puta de Liang vio la oportunidad de su vida y la ha aprovechado.
—¿Cuánta gente calculáis que hay ahí dentro? —suelta.
—No lo sé. Hemos visto entrar a cuatro, pero dentro debía de haber más. No sé cuánto rato hace que ha entrado un visitante…
—¿Cómo que no lo sabes? Entonces, ¿qué coño estamos haciendo aquí? ¿Por qué estáis montando guardia aquí delante? —Cati Olea mira a Larraya de reojo y no se puede quitar de la cabeza sus palabras, «Cañas no está llevando bien esto», ni la palabra rutina, la enemiga del policía, se lo dijeron desde el primer día de la Academia: «El trabajo del policía es paciencia, vigilancia, observación, pero si la paciencia se vuelve rutina, estáis perdidos, porque la rutina mata la vigilancia y la capacidad de observación». ¿Cañas no está llevando bien esto? ¿Y ellos? Continúa el inspector jefe—: El tipo del coche puede haber avisado por móvil a los de dentro. ¿Cómo es la estructura interna de esa tienda? ¿Hay otras salidas?
No es una pregunta, es una prueba. Y tampoco obtiene respuesta. Cañas se exaspera, esto no va a terminar aquí.
—¡Me cago en la puta madre! Vamos a ver: vosotros dos dad la vuelta a la manzana, mirad si hay otras salidas probables, entradas de almacén, lo que sea…
Le interrumpen los estampidos, petardos que explotan en mitad de la calle, cristales rotos. El silbido de las balas. Un impacto estremecedor en el techo de uno de los coches. Impactos de granizo alrededor. Seis, siete disparos, ocho, alguien que vacía un cargador contra ellos.
—¡Me cago en diez, al suelo!
Ya están agazapados, gateando a la desesperada, salpicándose con los charcos por donde ahora ruedan los paraguas como estrambóticos seres vivos, desbandada para buscar parapeto aun cuando no saben desde dónde están tirando. En el momento en que comprenden que los tiros vienen del otro lado de la calle, regresa la paz repentina. Silencio.
Los siete policías tienen las pistolas en la mano.
—¿Habéis visto de dónde venía?
—El ruido de los cristales —observa uno de los de guardia, que todavía no entiende muy bien de qué va todo esto— ha sonado en el primer piso de esa casa. Aquel balcón abierto.
Se refiere al portal modernista que hay dos puertas más allá de la tienda, a continuación de la persiana de los grafitis.
—Vamos allá —dice Cañas—. Cati, Larraya y tú, como te llames, id a la tienda. Me detenéis a todo el que esté dentro. —Cati interpreta que les dice a Larraya y a ella que no quiere tenerlos cerca, que no quiere ni verlos—. Los otros, venid conmigo.
Cruzan la calle corriendo, desperdigados, pistolas en mano. Nadie les dispara.
Cañas pulsa el timbre del piso principal de la portería que hay dos puertas más allá de Modas Soong, Dona, Home i Nen, Señora, Caballero y Niño, Solo al por mayor. Un portal de madera labrada, recientemente barnizado, que en su época representó el acceso a un mundo de lujo.
Del portero electrónico surge una voz aguda a través del telefonillo.
—¿Sííí?
—¡Abran! ¡Policía!
Hay un zumbido y los cuatro policías pueden acceder a un zaguán de color azul y crema con todas las luces encendidas. El agente que ha localizado el balcón desde donde les han disparado se lanza el primero por las escaleras de mármol arriba, hasta la puerta del principal, junto al hueco de donde arranca el ascensor. Cañas presiona con las puntas de los dedos, todos en guardia, pistolas a punto, y la puerta cede y queda entreabierta. Otro empujoncito y pueden ver al hombre caído, camisa blanca por fuera de los vaqueros, y sangre en la cara, que se mueve lentamente pero parece incapaz de levantarse. Sangre en la camisa y en el suelo. En el resto de las habitaciones, solo encuentran a dos niños y a una chica que sonríe y hace reverencias a su paso. Es un piso de unos doscientos cincuenta metros cuadrados, con techos altos y habitaciones amplias, decorado con el gusto chillón de los dragones, dorados, lienzos rojos con flecos y farolillos y algún altar o motivo religioso budista. En seguida encuentran el balcón del francotirador, con los cristales rotos y, en la parte posterior, una ventana abierta que da a un callejón solitario.
Por lo visto, el golpe en la cabeza ha privado al hombre herido de su capacidad de comprender cualquier lenguaje, incluido el de los signos.
Entretanto, en la tienda, Cati Olea, Larraya y el otro se han deslizado bajo la persiana metálica y recorren una penumbra llena de maniquíes y percheros múltiples. Un espacio más pequeño de lo que calculaban, el altillo de techo bajo, y la trastienda al otro lado de la cortina floreada, donde hay una apacible e inmutable mujer china leyendo una revista china bajo la luz de un flexo.
—¿Dónde están los otros?
—No entiende —les responde.
No hay más lugares donde mirar. Las estanterías cargadas de cajas de cartón, las prendas de ropa envueltas en plástico polvoriento, la presencia siniestra de los maniquíes pálidos como muertos.
No se les ocurre que pueda haber una puerta escondida tras el espejo.