LA NOCHE DEL ROBO (3)
Domingo, 20 de mayo
Pasamos una vez por delante de la tienda de Soong, para formarnos una idea de la situación. Ubicamos a los dos jóvenes tongs encogidos junto a la entrada, bajo los balcones, a resguardo del intenso aguacero.
Al final de la segunda vuelta, me apeé a unos cien metros de la tienda y me acerqué a los tongs caminando, encorvado y envuelto en el impermeable negro.
El Tracas y el Pardales siguieron en el Toyota y se detuvieron delante de nuestro objetivo.
Me esperaron.
Atacamos por dos flancos a la vez.
Cuando me encontraba a cinco pasos, el Pardales bajó del coche y fue por ellos camuflado tras la barba, las gafas y el sombrero. Yo, que ya me había puesto las gafas negras, tiré del extraño gorro de lana que llevaba debajo de la capucha y quedé irreconocible, con solo la punta de la nariz a la vista.
Llegamos a los tongs al mismo tiempo, pistolas en mano. Yo con la Beretta y el Pardales con una vieja Astra del nueve largo.
—Adentro, vamos, adentro, y las manos sobre la cabeza.
Nos agachamos, pasamos bajo la persiana echada a medias y, de pronto, ya estábamos dentro del negocio, Modas Soong, entre estólidos maniquíes y percheros con ruedas y estanterías repletas de prendas de ropa de señora, caballero y niño. Los jóvenes de las crestas de brillantina nos miraban con ojos dilatados que se aterrorizaban por nosotros. No temían que les hiciéramos ningún daño: solo les preocupaba el daño que nos estábamos haciendo a nosotros mismos.
No había nadie en el establecimiento. Sin detenernos, les retorcimos un brazo, les quitamos las pistolas que tiramos a un rincón, nos pusimos a su espalda y, utilizándolos como escudo por si nos habían visto a través de las videocámaras, apoyamos nuestras armas en sus cuellos y traspasamos la cortina estampada de flores que conducía a la trastienda. Tampoco había nadie allí, solo una mesa con un flexo encendido al fondo, pero la puerta secreta estaba entreabierta y, más allá del umbral se movía alguien. Nos metimos.
En primer término, había dos vigilantes más, dos muchachos con cazadoras de marca, vaqueros y zapatillas blancas. En el despacho de la derecha, al otro lado del escritorio, de reojo distinguí a Soong, que tenía las manos sobre montones de billetes de cincuenta euros extendidos sobre una mesa. El Pardales y yo nos pusimos a gritar y a mover las pistolas para que el miedo paralizara al personal. «Atrás, atrás, manos a la cabeza, contra la pared». El Pardales golpeó a uno de los tongs en la cara para que brotase la sangre, porque la sangre es un argumento muy convincente. Mientras arrimaba a los chicos contra la pared y les pedía que soltaran las pistolas y les aseguraba que estaba dispuesto a matarlos, «¡no me cuesta nada matar a un chino!», yo entré de un salto en el despacho. Era un espacio más grande de lo que yo esperaba, con tres escritorios, una mesa larga de reuniones con seis sillas alrededor y, contra una pared, seis pantallas de televisor que mostraban la calle, la trastienda y tres enfoques distintos del comercio. Nadie las había estado mirando porque no nos esperaban.
Además de Soong, estaba aquel hombre de las gafas que me había visto entrar con Pei Lan cuando íbamos a jugar con nuestros pezones, un chino de aspecto modesto y abrumado, y una mujer que estaba atónita.
—Contra la pared y manos arriba. Manos arriba y contra la pared. De cara a la pared, por favor. De cara a la pared.
Me parecía increíble que el señor Soong no pudiera reconocerme a tan poca distancia. «Tú eres de Santa Coloma —me había dicho—. Y tienes una academia de kung-fu, y tu padre es español, y tu madre, china. Y tú vives con tu madre». En ese momento, tuve una sacudida de pánico y me entró la urgente necesidad de echar a correr y no parar hasta llegar a casa, para abrazar a mi madre y protegerla de todo mal. Ese fue mi único objetivo a partir de entonces. Pero habíamos ido allí para lo que habíamos ido, y un montón de fajos de cincuenta euros nos esperaban sobre el escritorio.
Tras de mí, entró el Pardales con una pistola en cada mano y empujando a los cuatro tongs. Me hice a un lado y, siguiendo nuestras órdenes, se agruparon con los otros, de cara a la pared y manos arriba.
Deposité la mochila sobre la mesa, abrí la cremallera y procedí a meter en ella fajos de billetes. Pensé que había muchos. Tres, cuatro, cinco, seis… Eran gruesos como libros de doscientas páginas. Calculé que en cada fajo habría doscientos billetes, lo que significaría diez mil euros por paquete. Veinte, veintidós, veinticuatro… ¿Doscientos mil, quinientos mil? Perdí la cuenta.
El Pardales me tocó el brazo con una de sus dos pistolas y señaló un punto de la habitación, entre las piernas de los rehenes. Aunque el señor Soong se había puesto delante, en un intento de ocultarla, pudimos ver una gran caja fuerte abierta y, dentro, más montones de dinero, muchos más. Me hizo una señal y obedecí. El corazón me latía con tanta fuerza que parecía que alguien me estuviera dando palmadas en la espalda. Creí que me ahogaba mientras apartaba a Soong y al hombre que estaba a su lado, me arrodillaba en el suelo con mi mochila medio llena y me enfrentaba al contenido de la caja de caudales. Había paquetes de cien euros, y de cincuenta y de veinte, y hasta de quinientos. Me sobrecogió tal temblor que, por un segundo, fui incapaz de moverme. Era demasiado. Millones de euros. Una cosa es robar unos miles y otra es arramblar con una fortuna como aquella. Nunca nos lo perdonarían. Metí la mano en la caja y usé el antebrazo para arrastrar aquellos montones de fajos hacia la boca abierta de la mochila, que engulló voraz la cascada. Y más. Tres o cuatro cayeron por el suelo. Ya no cabían más, y aún quedaban muchos. Daba igual. Traté de cerrar la cremallera de la mochila y lo conseguí a la fuerza, a tirones, empleando las dos manos, con la sensación de que estaba perdiendo demasiado tiempo. Pensé que alguno de los rehenes, Soong o cualquiera de los otros, podía caer sobre mí y sorprenderme. Forcejeaba con tanta fuerza para cerrar la cremallera que tenía miedo de romperla. Me mantenía en guardia calculando que, si alguno me atacaba, replicaría con mis conocimientos de kung-fu pero, inmediatamente, me dije que no podía replicar con mis conocimientos de kung-fu, porque Soong había dicho «Tienes una academia de kung-fu» y yo le había contestado: «No, no la tengo. No es mía. Yo solo doy clases de hsing yi chuan» y, si me veía haciendo una exhibición de mis habilidades, sabría definitivamente quién era yo e iría por mi madre.
Quedaban cinco paquetes de billetes en el suelo, fijados con una goma elástica. Por no dejarlos allí, me metí tres en los bolsillos interiores del impermeable y conservé los otros dos en la mano izquierda. Me levanté de un salto y retrocedí hasta el escritorio, junto al Pardales, que controlaba la situación desde allí con sus dos pistolas. «¡Pero coge más! —gritaba él, escandalizado—. ¡Coge más!». No le hice caso. Le entregué los dos fajos que llevaba en la mano y vi que se los metía descuidadamente en el bolsillo. Me colgué la mochila Quechua de Decathlon a la espalda y empuñé la pistola otra vez.
—¡Al suelo todos! —grité—. ¡Al suelo! ¡Los morros contra el suelo!
Con el Pardales caminamos de espaldas hacia la puerta, chocando el uno con el otro y los dos contra el marco, mientras los ocho rehenes, obedientes, se arrodillaban, apoyaban las manos en el suelo y se tendían poniendo la frente o la mejilla contra las baldosas. No experimenté ninguna satisfactoria sensación de poder o dominio. Solo estaba deseando salir de allí cuanto antes. Tenía ganas de chillar. «Serás gilipollas —rezongaba el Pardales—. Serás gilipollas, ¿por qué no nos lo llevamos todo?».
—¡Vamos a disparar a través de la puerta! —advertí—. ¡Vamos a disparar a través de la puerta y de las paredes, o sea que continúen echados en el suelo porque habrá balas perdidas!
Salí al pequeño distribuidor y, mientras el Pardales cerraba la puerta del despacho, yo me precipité a la puerta secreta y choqué con ella. Estaba cerrada. No sé quién había sido el cabrón que la había cerrado, no sé si fue el Pardales o alguno de los tongs hijoputas, pero estaba cerrada, empujé y no cedió, y no supe ver pestillo ni mecanismo de apertura. Recordé que Pei Lan había empleado un mando a distancia como los que se usan para abrir la puerta de los garajes, pero no tenía ese mando ni lo veía por ninguna parte, y estaba demasiado excitado y desquiciado para entretenerme a buscar nada. Sé que se me escapó un gemido, «Estamos encerrados», y añadí instintivamente: «Ven».
Eché a correr por el pasillo tenebroso. El Pardales, que había estado recogiendo del suelo las pistolas que los tongs habían dejado allí y venía sujetándolas con ambas manos contra el pecho, me siguió, tan asustado como yo, «pero ¿dónde coño vas?». Dejamos a la derecha el cubículo donde Pei Lan y yo habíamos estado descubriéndonos los pezones, y me detuve al extremo del corredor, ante la puerta que daba al zaguán de la casa modernista. Cuando el Pardales estuvo a mi lado, fuera de la línea de tiro, disparé tres veces hacia el fondo.
Tres explosiones ensordecedoras. Las balas perforando el contrachapado de la puerta y las paredes. Esperé que ninguno de los rehenes se hubiera puesto en pie. En todo caso, supuse que, si habían empezado a reaccionar, aquellos disparos y alguna posible víctima los habría obligado a postrarse otra vez de bruces.
Accioné el pestillo de la puerta y salimos a la portería que ya conocía. Al otro lado del portón de madera noble, hierro forjado y cristales, teníamos la calle a nuestro alcance. Pero también me alarmó ver, al otro lado de la calzada, un exceso de movimiento. Bajo la lluvia intensa, había más coches detenidos en doble fila, paraguas, gestos bruscos, brazos que señalaban. Policía. En seguida supe que eran policías. Hombres de Cañas que vigilaban el negocio del señor Soong. Tendría que haberlo previsto. Habíamos vigilado la tienda de lejos y no nos habíamos percatado de aquel plantón. Más tarde me preguntaría qué había pasado con el Tracas.
—Atrás, atrás —le dije al Pardales.
—¿Policía? —exclamó.
—¡Policía, sí, policía!
Intuíamos que los chinos, superado ya el susto de los tres tiros, se habrían atrevido a ponerse en pie y a salir del despacho. Mirábamos la puerta del pasillo con aprensión, dispuestos a disparar contra ella en cuanto asomara alguien. Y la policía fuera.
El Pardales corrió a las escaleras de mármol que subían hacia un rellano donde estaba el ascensor y al piso principal. «¡Ven!», gritó mientras se encaramaba por ellas a saltos.
Yo corrí en aquella dirección, pero no subí. ¿A quién se le ocurre escapar de una persecución yendo a la azotea? ¿O metiéndose en un ascensor? Vi claro que por allí no había salida posible. En cambio, yo sabía de una salida trasera. Cheng el Simio me había hablado de una puerta que comunicaba aquel zaguán con el almacén subterráneo. Al mismo tiempo que oía, o me parecía oír, voces exaltadas que se acercaban en tropel, me escondí bajo las escalinatas de mármol.
Desde el principal, por encima de mi cabeza, me llegó el sonido de un timbre que el Pardales pulsaba desesperadamente.
Me apreté contra las sombras, muy consciente de la carga que pendía de mis hombros, la pistola caliente aún en mi mano derecha. Al retroceder, mi codo tropezó con madera hueca. La palma de mi mano confirmó que a mi espalda había una puerta. La puerta.
Mientras sonaba el timbre de arriba, el vestíbulo se llenó repentinamente de gritos en dialecto wu. Soong y sus tongs.
«En el almacén hay una escalera que sube hasta una portería —había dicho Cheng el Mono—. Por ahí salimos a veces». La puerta. Con manos temblorosas, busqué el cerrojo. Lo encontré.
Arriba sonó un grito muy fuerte, y un golpe, ruido de pelea, y un silencio que pareció cortar con todo.
Me agaché, me descolgué la mochila y saqué el destornillador del bolsillo lateral. Era lo bastante grande y lo bastante resistente.
Las voces que acababan de irrumpir variaron de tono: habían adoptado el cuchicheo alarmado y agudo de la angustia. En lugar de subir a ver qué había sucedido, percibí que los movimientos se hacían furtivos y adiviné que también ellos habían descubierto la presencia de la policía en el exterior.
Metí el destornillador en el resquicio de la puerta y forcejeé tan silenciosamente como fui capaz. Controlé mi respiración y mi pensamiento, traté de rechazar la interferencia del miedo y el odio y hallé en alguna parte de mi pasado la convicción de que yo podía abrir aquella puerta sin mucho esfuerzo. Hice palanca y concentré todas mis fuerzas en aquel golpe, como si me propusiera partir un montón de ladrillos con la mano.
Los chinos que ahora llenaban el zaguán tenían que ser conscientes de que habían sonado disparos en el interior de aquella finca y que la policía, tarde o temprano, iría a ver qué pasaba.
Ahogué mi grito en una expulsión de aliento que surgió directamente de los pulmones y, como si la fuerza estuviese en esa bocanada de aire expulsada por mi boca, el cerrojo sonó a madera quebrada y cedió. Cargué con el hombro y la puerta se abrió a la oscuridad más absoluta.
Al mismo tiempo, ocultando el ruido que pudiera haber hecho, en el piso de arriba empezaron a sonar disparos. Una larga traca de disparos. Alguien estaba vaciando el cargador de una pistola y también consiguió vaciar de gente el vestíbulo.
Oí carreras que se alejaban por el pasillo por donde habían venido. Eso podía significar que la policía ya se dirigía hacia allí. En el primer intento de registro, iban a encontrarme. Con muchísimo dinero acabado de robar.
Me colgué la mochila del hombro e inicié el descenso a tientas, dejando la puerta entornada a mi espalda. En seguida, mi mano dio con una barandilla metálica. Avanzaba un pie con cuidado hasta encontrar el borde del siguiente peldaño y entonces lo bajaba. Uno a uno, con precaución. Escalón por escalón.