LA NOCHE DEL ROBO (1)
Domingo, 20 de mayo
El monje Chan caminaba por la orilla de un río cuando se encontró con el señor de la guerra propietario de aquellas tierras, que le dijo:
—¿Por qué vienes por este lugar que no te pertenece? ¡Vete inmediatamente a la otra orilla! ¡Te mataré si vuelvo a encontrarte en mi camino!
Dijo el monje Chan:
—Me da igual.
Y cruzó el río y se fue a la otra orilla.
Continuó su viaje por allí y se encontró con el señor de la guerra que gobernaba aquellas tierras, quien desenvainó el sable y le dijo:
—¡Estás violando unas tierras que son mías! ¡Vete en seguida al otro lado del río antes de que te corte la cabeza!
Dijo el monje Chan:
—Me da igual.
Y regresó a la otra orilla del río, donde en seguida volvió a encontrarse con su dueño.
—¡Te dije que no volvieras por aquí! —le espetó el señor de la guerra—. ¡Ahora tendré que matarte!
Dijo el monje Chan:
—Me da igual.
Y así fue como el monje Chan salvó su vida.
Hacía un par de horas que el chubasco tan anunciado en días precedentes se había desencadenado al fin con todas sus fuerzas. El Pardales me había telefoneado, eufórico:
—¿Has visto cómo llueve, Chino? ¡Los dioses están con nosotros!
Yo estaba frente a la ventana, mirando el estremecimiento de los charcos picoteados por la lluvia, y pensaba: «Me da igual» mientras enfundaba mis manos en unos guantes para ocultar el vendaje de mi mano derecha.
Me da igual, no importa, no te vincules, no te comprometas, no te enamores, no desees, no te hipoteques, no busques, porque todo ello te esclavizará. No persigas bienes materiales, pero tampoco y sobre todo bienes celestiales, porque estos te esclavizarán más que los otros. No tengas miedo. No hay futuro. La vida es una serie de instantáneos presentes que no apuntan hacia ninguna otra parte más que a tu interior. Falta una infinidad de segundos antes de llegar al momento temido, así que no te preocupes todavía. Y, cuando quieras darte cuenta, ya habrá pasado como han pasado tantos momentos en tu vida que parecían no llegar jamás y ya están olvidados; el día en que le partiste la cara a tu padre y lo tiraste por las escaleras; el día en que jugaste con los pezones de Pei Lan, que tanto se hizo esperar y ya pasó.
El cristal de la ventana era un espejo contra la negrura de la noche y de la tormenta. Mirándome en él a través de las gafas negras, me puse el pasamontañas, que debidamente doblado parecía una simple gorra de lana. Probé a tirar del borde y, al primer intento, no salió bien. Se me enganchó en las gafas, que quedaron ridículamente torcidas. Tenía que prepararlo de una manera especial, recoger los bordes tal como había ensayado durante toda la semana, y realizar el gesto con cuidado. La segunda vez, cayó el tejido cuan largo era, como una cortina que me cubrió el rostro dejando libre únicamente la nariz y las gafas negras. Un relámpago me borró del espejo para mostrarme de manera deslumbrante la calle bajo el diluvio y, cuando volvió a oscurecerse y reflejó al enmascarado, me pareció que veía a otra persona. Me dije que el señor Soong nunca me podría reconocer. «Tú vives con tu madre», había dicho. Aparté otra vez la lana, convirtiéndola en gorro sobre mi cráneo rapado, y tiré una vez más. Desaparecí de mi vista dejando en mi lugar la máscara impenetrable de una nariz y dos espejos negros.
Habíamos comentado con el Tracas y el Pardales que nos iría muy bien que lloviera y, desde entonces, durante toda la semana, a la hora del telediario, cuando aparecía el hombre del tiempo y anunciaba lluvia para el sábado y domingo, el Pardales me telefoneaba para repetírmelo entre carcajadas triunfales, «ha dicho que lloverá, ha dicho que lloverá», y yo le confirmaba que la naturaleza jugaba a nuestro favor, porque lo que íbamos a hacer no era más que un fenómeno natural. Los dioses estaban con nosotros. Todo estaba saliendo bien. En los últimos días, habíamos vigilado de lejos la tienda de Modas Soong, habíamos descubierto el portón por donde entraban y salían camiones. Vi a Cheng conduciendo un camión mucho más modesto que aquel del que siempre presumía, un Iveco de los que en el puerto llaman lonas.
Mi madre me sorprendió por la espalda, con su voz suave:
—¿Vas a salir con este tiempo?
No quería decir con ello que le pareciera mala idea que yo saliera, ni debía yo interpretar que me lo desaconsejaba, no, de ninguna manera. Su opinión o preferencia no contaba para nada. Era solo una pregunta, seguramente para recomendarme que me llevara el paraguas.
Su intervención, no obstante, hizo que me volviera hacia ella y la mirase, tan mansa y cariñosa, y acudiera una vez más a mi mente el rostro amargo del señor Soong afirmando: «Vives en Santa Coloma; tu padre es español; tu madre, china, y tú vives con tu madre», justo cuando yo acababa de pensar: «no le hables de tu madre, no le hables de tu madre», y tomé conciencia de que íbamos a enfrentarnos al señor Soong, y me habría gustado decir «Me da igual», como el monje Chan, pero no pude. Porque, si se trataba de mi madre, no me daba igual. Mi madre era mi talón de Aquiles. Ese era el aspecto que decepcionaría siempre a mi maestro. No podía despegarme de mi madre, no podía decir que me daba igual porque nunca me daría igual que pudieran hacerle daño. Eso era lo que me hacía frágil y vulnerable como el arquero que piensa en el premio cuando está tensando el arco.
Durante la semana transcurrida, me había encontrado tres veces más con Pei Lan. Las tres veces. El mundo entero había cambiado desde entonces. El domingo por la noche, con el Tracas y el Pardales habíamos ido de reconocimiento a la calle Trafalgar y, ocultos o disimulando, nos habíamos familiarizado con el terreno y la situación. Nos habíamos aprendido el mundo de memoria, lo teníamos todo bajo control, incluida la predicción de precipitaciones para el fin de semana siguiente, y así siguió el lunes en plena euforia. Pero el martes fui a buscar a Pei Lan a la universidad, porque sí, porque no me la podía quitar de la cabeza, ella y sus pezones diminutos, que había pellizcado pero no había llegado a ver. Fue el día de la explosión de besos y manoseos en un rincón de la Ciudad Universitaria donde nos parecía que nadie podía vernos, a no ser que usara prismáticos o apareciera de repente por una esquina cercana. No nos atrevimos todavía a buscar en el interior de nuestros pantalones; mis dedos chocaron otra vez contra una barrera de manos, «no, no, no, ahora no, aquí no» de niña al galope hacia la primera experiencia de su vida, y yo entendí que no, porque cuando me dicen que no, es que no, y ella ya me había susurrado el primer «te quiero, mi amor, te necesito», palabras que suenan espantosas fuera de contexto, y yo no la necesitaba ni quería necesitarla, porque dice mi maestro que, «cuando busques el amor, asegúrate de no necesitarlo, o te quedarás con el primero que encuentres por roñoso que sea».
Aquella noche, hablé con el Pardales y él me recomendó que fuese a la pensión Jaén de la ronda de San Antonio. Una señora muy amable, de cincuenta y muchos, teñida de platino, gordita y un poco ida, que decía llamarse Nené y vestía blusa con chorrera, falda plisada escocesa, calcetines blancos y pantuflas, nos acogió el miércoles y nos abrió la puerta de una habitación que olía a desinfectante de cine, dormitorio con cama antigua de cabecera de madera tallada, colcha de flores y volantes y una mancha en el empapelado donde solía tener un Sagrado Corazón que quitaba, por respeto, en ocasiones como aquella. Allí, una vez a solas, nos besamos y nos tocamos y, luego, nos desnudamos y contemplamos nuestros cuerpos y disfrutamos de la caricia de piel con piel, del abrazo integral, de las cosquillas y las risas imprescindibles. Aquellas carcajadas de placer absolutamente necesarias para mí.
Estando con otras chicas, frecuentemente me había encontrado con un mohín, algún impedimento, escrúpulo, queja, rechazo, resistencia que apagaba mi deseo de inmediato. Si me dicen que no, es que no. Tajante. No soportaba la sensación de estar forzando la voluntad de la mujer que estaba conmigo. La más mínima insinuación de un no me recordaba inevitablemente los noes chillados de mi madre durante mi infancia, y los rugidos feroces de mi padre, y el estallido de los golpes y el salpicar de la sangre, y eso me desarmaba. Si el sexo era eso, yo era incapaz. Pero con Pei Lan no hubo obstáculo alguno, todo lo contrario. Su risa, su solicitud, su entrega demostraban de forma diáfana que me deseaba. Y la risa con que respondía a las cosquillas, al enredo de nuestros miembros, a las caricias, era una manifestación de plena satisfacción y de gratitud que me endurecía más aún, una y otra vez. Empezamos a jugar con los pezones hasta que el placer fue doloroso e irresistible y entonces salimos disparados de la cama para rodar por el suelo. No sé cómo nos encaramamos a una butaca y allí le conseguí el primer orgasmo en una postura absurda. Me encogían el corazón sus gemidos, aquellos gritos que podían parecer de dolor. Yo era el imbécil que no paraba de preguntar: «¿te hago daño?» dando a entender que, de ser así, estaba dispuesto a retirarme definitivamente del juego. Pero ella me retenía, «no pares, sigue, sigue», como la canción, y en medio del torbellino, atónito volví a oírle decir «Te quiero», y no me lo esperaba, no lo podía creer, no lo quería creer, «Te adoro, amor mío». ¿Estaba segura de lo que estaba diciendo? ¿Es lícito preguntarse si está segura de algo una mujer abierta de piernas, penetrada y arrebatada por el éxtasis? Yo solo quería decirle que no la necesitaba, que no debía necesitarla, por nuestro bien. Como dijo el sabio el día de su boda: «Puedo vivir perfectamente sin ti; lo que pasa es que no quiero». Amar es esclavitud.
Luego, derrotados los dos, exhaustos sobre la cama, volví a pensar en mi madre y en las palabras del señor Soong, «Vives en Santa Coloma, vives con tu madre». Y el señor Soong era malo, muy malo. Era el padre de Pei Lan, pero yo quería creer que era malo, porque así justificaba lo que me disponía a llevar a cabo aquel fin de semana. Robaría a alguien que explotaba a los chinos modestos, los extorsionaba, prostituía y mataba sin piedad. Por eso, me empeñaba en creer en la existencia de una tríada y en que el señor Soong era su jefe supremo. Así, no tendría remordimientos. Si el otro era el malo, yo tenía que ser el bueno, por definición. Pero, si el otro era el malo, cada vez me resultaba más evidente que estaba poniendo a mi madre en peligro. Me ahogaba.
Volvimos el jueves a la pensión de la señora Nené, y lo hicimos mejor, y repetimos el viernes. El sábado ya no pudo ser, porque ella tenía obligaciones con su familia, y pasé un día angustioso por su ausencia y porque no llovía, a pesar de las previsiones de los meteorólogos de la tele, y tampoco llovió el domingo en todo el día, y el Pardales me telefoneó más de veinte veces para hacérmelo saber, «que no llueve, Chino, que no llueve» hasta que se puso el sol, y empezaron los truenos lejanos pero cada vez más cerca, y los relámpagos y, de pronto, se abrió el cielo y pareció que un mar se desplomaba sobre la tierra.
—¿Has visto cómo llueve, Chino?
—Sí lo veo, Pardales, sí lo veo.
—¡Cojonudo, ¿no?!
—Cojonudo, sí, señor.
—¡Los dioses están con nosotros!
Las doce y media.
—Acuéstate, mamá. No me esperes levantada.
Metí cuatro cosas en la mochila Quechua que me había comprado durante la semana en Decathlon, entre ellas una linterna y un destornillador enorme, de casi un palmo, recio como una palanqueta de hierro, útil en la defensa y en el ataque y no tan sospechoso como una navaja o un cuchillo de cocina. Me puse el impermeable negro y brillante que, durante la semana, había adquirido en una tienda de la calle Trafalgar, me colgué la mochila a la espalda, le di un beso a mi madre y salí.
—No me esperes levantada —repetí, con la sensación de que la dejaba en la más absoluta indefensión, atada a un árbol a merced de los dragones.
Bajé a la calle.
Dos minutos después, surcando las aguas, llegó hasta mí un Toyota Corolla de color gris. Lo conducía el Tracas y, en el asiento del copiloto, iba el Pardales con sombrero y barba postiza que lo hacían desconocido.
Ocupé el asiento de atrás.
—¿Has traído tu pistola? —le pregunté al Tracas.
—Claro.
—Dámela.
Saltó el Pardales:
—¿Cómo que dámela? ¿Para qué quieres tú la cacharra? ¿No eres cinturón negro de karate o kung-fu o no sé qué vainas? Tú los mantendrás a raya solo con cuatro posturitas, joder, es mejor eso que una pistola, que todos han visto las películas de Bruce Lee.
—Dame la pistola —repetí—. Tú en el coche no la necesitas para nada.
El Tracas me dio su pistola. Era hermosa y pequeña, de no más de veinte centímetros de largo. En el cañón tenía grabada la marca Beretta y mod 8000 patented. Quité el seguro y saqué el cargador para comprobar que estaba lleno. Lo encajé de nuevo en la culata. Accioné la corredera para insertar un cartucho en la recámara. Puse el seguro de nuevo.
Éramos un trío eufórico, excitado y ruidoso, camino del centro de la ciudad.