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EL TRACAS

Viernes, 11 de mayo. Nueve días antes del robo

Aunque fue el mismo Pardales quien determinó que fuéramos a visitar al Tracas, cualquiera podía observar la melancolía que lo abrumaba en cuanto nos pusimos en camino. En la estación de metro de Cataluña, donde nos encontramos, ya lo vi triste y ensimismado, y me dijo que no le pasaba nada, que qué coño le iba a pasar y, cuando le pregunté si quería que fuera yo solo a ver al Tracas, me miró con esa chispa insultante tan suya, como si me espetara «tú eres gilipollas o qué». Me preguntó qué me pasaba en la mano, por qué la llevaba vendada pero, cuando le contesté que nada, que era una quemadura sin importancia, ni siquiera me oyó.

El Pardales y el Tracas eran muy amigos, como hermanos. O como padre e hijo. Hacía años que el Pardales había adoptado al Tracas, cuando este era un mocoso, y se lo llevó de putas y de escarceos y merodeos, que era la expresión que le gustaba utilizar para referirse a sus robos. A cambio, la familia del Tracas había adoptado al Pardales con toda su capacidad de cariño.

Bajamos en la estación de Paral·lel, pasamos por delante de El Molino, music-hall que había sido deliciosamente decrépito perverso y ahora era gris y políticamente correcto, y emprendimos una de las calles de aquel barrio multiétnico y apacible que se encaraman a la falda de Montjuïc.

El Pardales avanzaba delante de mí, deprisa deprisa, como si quisiera ganarme la carrera, y no decía palabra, cosa rara en él si no fuera aquella su actitud habitual cuando íbamos a casa del Tracas.

—Anda, cuéntame, Pardales —le animaba yo, porque eso era lo que le decía siempre a aquella altura del camino.

—Si ya te lo he contado mil veces, Chino, joder, que pareces tonto, hostia.

La calle terminaba truncada contra una pared y unas escaleras y la casa era la última a mano derecha. Moderna, con un espejo y un ficus en el zaguán. El Pardales tocó un botón del portero automático y se anunció.

—Pardales.

En el altavoz, el grito de alegría de Guadalupe, la andaluza espléndida, madre del Tracas:

—¡Pardillo! ¡Sube, sube, que quiero verte!

Nos abrió la puerta. Subimos en el ascensor. Guadalupe nos esperaba en el rellano de la escalera, y el Tracas y su padre, Toni, enmarcados en la puerta. La familia de los ojos rojos, ciega de marihuana, con sonrisas de bobalicona felicidad.

Guadalupe era bajita, gordita, desmelenada, y solo se cubría con un quimono de seda bajo el cual se movían libres sus tetazas como con vida propia. Toda ella era una risa un poco excesiva. Prensó el rostro del Pardales entre sus manos cortas y regordetas y le dio un beso superficial en los labios, «ay, Pardillo, Pardillo, cuánto tiempo sin verte, qué guapo estás, ¿cómo está mi pardalillo?», y le acarició la bragueta con la palma de la mano, como de costumbre, como de pasada. Luego, se dedicó a mí, igual de afectuosa: «Pero si te traes al Chino, ¿qué pasa, Chino?, dieciochos los ojos, cuánto tiempo silvestre, dame un morreo», en la boca, superficial, también con la mano en la bragueta.

—¿Qué tienes en la mano? ¿La metiste donde no debías? ¿Un coño con dientes? ¿O es que has estado partiendo ladrillos en ese gimnasio donde trabajas?

—No, nada —dije—. Una quemadura sin importancia. —Pero me pareció que no me hacía caso.

Su marido, Toni, el padre de familia, era un hombretón catalán y taciturno de largos cabellos y barba despeinada, siempre tranquilo como cocodrilo al sol demostrando su inmensa felicidad a través de una sencilla relajación muscular.

—Qué pasa, Pardales. Qué pasa, Chino.

Siempre aplatanado por la maría.

El Tracas era un chaval con una interminable boa constrictora colgada del cuello que nos recibió con humildad y sin efusiones, «hola, pasad, qué tal». Tenía la melena ondulada y negra de su madre, afeitado por barbilampiño, tímido como adolescente en presencia de su ídolo. Adoraba al Pardales.

Entramos en un piso que había sido pensado para una familia burguesa y modesta pero decorado con un supuesto lujo asiático, exótico y caótico. Se notaba que en la casa entraba mucho dinero y no sabían cómo gastarlo ni en qué. Sobre una repisa del recibidor, había una colección de elefantes blancos que delataban múltiples viajes a Tailandia y, en la pared, una reproducción de aquella pintura francesa del siglo XVI donde se veía a una mujer desnuda pero muy comedida que le pellizcaba el pezón a otra mujer desnuda pero muy comedida, muy cursis las dos.

—Decidle a Saqui que os cuente la aventura del cobre quemado —se reía Guadalupe una vez cerrada la puerta y mientras nos seguía por el pasillo.

—Mamá —la riñó el Tracas, que en realidad se llamaba Isaac y en su casa le llamaban Saqui.

—Cuéntalo, cuéntalo. Que el otro día se fue con sus colegas a robar cobre.

Avanzamos hasta la sala comedor abarrotada de objetos aparatosos que dificultaban la libre circulación. Una pantera negra de cerámica, de tamaño natural, un frigorífico de doble cuerpo, un televisor de 72 pulgadas, dos sillones reclinables con reposapiés extensibles, mesa de cristal con colección de penes de todo tipo. El Tracas se volvió al Pardales y a mí como enfadado.

—Coño —empezó—, ¿sabéis a cuánto se cotiza el cobre? A casi siete euros el kilo, precio de mercado. El otro día, nos sacamos sesenta kilos en un pueblo de por ahí, y vamos al comprador y nos ofrece ciento veinte euros. ¡Ciento veinte euros por todo! ¿Cómo que ciento veinte euros? ¿A cuánto lo paga? Dice: «A dos euros». Pero ¿cómo que a dos euros, cabrón? Dice: «Sí, señor, a dos euros porque lo traéis con el plástico aislante. Sin el plástico aislante lo pago a cuatro, porque ¿tú sabes lo que cuesta quitar el plástico aislante?». Me cago en la madre que lo parió.

—Y el otro día —intervino Guadalupe a gritos—, se van a una urbanización de la costa…

—Calla, coño, mama, que lo estoy contando yo.

El viejo cocodrilo barbudo se había sentado delante del televisor tamaño cinerama, que llenaba la estancia con imágenes de mujeres chillonas de Tele5 que invadían, absorbían y vampirizaban la atmósfera. El Tracas tuvo que levantar la voz para que siguiéramos el hilo de su relato.

—Nos vamos a una urbanización de la costa, que en esta época del año está vacía, y sacamos qué sé yo, más de cien kilos de cobre del alumbrado. Pero digo: «Cuidao, nens, vamos a quitarle el plástico aislante».

—¡Y no se les ocurre otra cosa que quemarlo! —aulló Guadalupe con una carcajada.

—Coño, ¿cómo lo íbamos a quitar, si no? ¿Con alicates y a tirones? Le pegamos fuego, allí, que arda, que arda y, me cago en la mar, se levanta una humareda negra, que parecía el hongo atómico, nen, parecían señales de humo de los indios, la hostia, que al cabo de un minuto y medio ya se oía la sirena de los bomberos. Digo: «Que viene la poli, nen, fotem el camp, cago’n Déu», y tuvimos que salir por piernas, nen, la hostia, dejando allí todo, el cobre y el incendio y la madre que lo parió, qué mierda de negocio, nen.

Nos reímos. Incluso el Pardales soltó una discreta sonrisa, a gusto en medio de este ambiente familiar. El Tracas nos invitó a su dormitorio. Por el suelo, reptaban otras dos serpientes gigantescas, seguramente exasperadas por el griterío de las idiotas de la tele. Pensé que, de un momento a otro, no podrían aguantarse más y nos atacarían.

En la mesilla de noche, había un terrario de cristal donde se retorcía la negrura de dos tarántulas repugnantes y, sobre la cama, nos miraba inmóvil una iguana que se llamaba Petra.

—Tenemos una maría de coña —nos anunció el Tracas.

Aquella familia vendía de todo, pero únicamente consumía maría. Predicaban la doctrina de que la vida con maría era plena y dichosa y a las otras sustancias tóxicas, coca, jaco, tripis, cristales o pastillas, las englobaban en la categoría de mierda. «La mierda, para los gilipollas», solían decir, con notable desprecio por su clientela. Ellos, los sabios del lugar, solo le pegaban al porro.

—Trae acá ese canuto —dijo el Pardales, morrudo y rezongón—, que ya estoy hasta los huevos del tabaco del Chino, joder, que es tabaco falso que traen de allí y tiene más mierda que nicotina. —Me reí y protesté, pero ni caso—. Que he leído en el diario que le meten de todo, te lo juro, caña de azúcar, remolacha, mierda de conejo, hasta metales o no sé qué. Te lo juro, coño.

El Tracas se estaba retorciendo de risa cuando su tutor, el Pardales, se inclinó hacia él y le soltó:

—¿Todavía tienes la fusca?

Se acabó la juerga. El discípulo aplicado cambió de onda de inmediato. Y, muy serio y atento:

—No la tengo aquí, pero la consigo cuando quieras.

—Porque hay en perspectiva el palo de nuestras vidas. La tira de pasta.

El Tracas hizo el gesto del incondicional. «Lo que tú digas, Pardales». El Pardales se acodó en las rodillas y pausado, paternal y didáctico, le puso al corriente de la operación de la calle Trafalgar. Teníamos todos los datos necesarios pero el domingo siguiente por la noche, o sea, pasado mañana, nos aseguraríamos del todo echando los tres una ojeada sobre el terreno. Con mucho cuidado y de lejos porque no convenía que nos ficharan los tongs que montaban guardia.

—¿Qué te parece?

—¿Cómo que qué me parece? —El Tracas no entendía. Eso ni se preguntaba—. Eso está hecho, ¿no? Si os metéis vosotros, yo también. Cap problema.

—Tú te encargarás del coche.

—Cap problema, nen.

Durante la entrevista, entró Guadalupe, dinámica y maternal, para traernos un caldo de pollo humeante.

—Con sus verduritas. Reconstituyente. ¿Le digo a Cristinita que venga?

—No, mamá, joder, no enredes —protestó el Tracas.

Cristina era su hermana pequeña, que también vivía en la casa y deambulaba por ella enseñando las tetas y ofreciéndose para polvos y mamadas. Yo nunca acepté sus ofertas y, que se supiera, el Pardales tampoco. Suponíamos que era una broma familiar, un hablar por hablar, pero el Pardales siempre comentaba, al salir, que un día aceptaría la invitación y metería a «esa calientabraguetas» en un compromiso. Yo pensaba que no era una calientabraguetas.

Cuando nos íbamos, Guadalupe le dio al Pardales un fuerte abrazo y lo besó en la boca, y terminó soltándole la pregunta fatídica:

—¿Qué tal anda tu madre?

Normalmente, a aquellas alturas el Pardales ya se había olvidado de su madre y el recordatorio devolvía la amargura a su rostro.

—Bien, bien —murmuraba, esquivo.

A partir de aquel instante, le entraba la urgencia de salir corriendo del piso del Tracas, cabizbajo otra vez, sin mirar a nadie. Me adelanté para desplazar a mi amigo hacia atrás, hacia la puerta, hacia la salida, y me despedí procurando deslumbrar a Guadalupe, y al Tracas, y a Cristinita, que se asomaba por una puerta del pasillo, «¿ya os vais?», lasciva, y así cubrí la retirada del amigo que ya se refugiaba en el ascensor, para que no vieran sus lágrimas. En seguida compartíamos el angustioso, angosto espacio vital y quedé pendiente de su negra tristeza, de los manotazos con que se secaba los ojos y los cabezazos con que renegaba de mi presencia. La familia Requena estaba convencida de que, al Pardales, la maría le daba llorera. Y Guadalupe añadía: «Es un pedazo de pan».

No. Yo sabía que el Pardales no era un trozo de pan, era un hijoputa, y el llanto no se lo provocaba la maría sino el agradable, acogedor ambiente familiar que reinaba en aquella casa. Guadalupe era una madraza y el Pardales no guardaba buena relación con las madrazas. Yo lo sabía. Él no sabía que yo lo sabía, pero yo lo sabía. No se lo mencioné jamás, pero lo tenía muy presente en ocasiones como aquella, cuando el Pardales comprobaba cómo era una familia de verdad, cómo era la relación con una madre amantísima de veras, y recordaba el cuadro que tenía en casa. Entonces, mientras salíamos del piso del Tracas y bajábamos por la calle en cuesta hacia el Paralelo, El Molino, la boca de metro de Paral·lel, yo le invitaba a que se desahogase y él terminaba por hacerlo.

—Es que bebe, Chino, es una alcohólica, joder, que lo hago por su bien, que no la dejo salir a la calle porque, si lo hace, se compra una botella de coñac y se la bebe. Es que siempre está diciendo que se va a suicidar, que ya lo ha intentado no sé cuántas veces, que un día me dijo que se ahorcaría con su propia ropa, Chino, que no puedo ni dejar que se ponga ropa. Di que yo la quiero, Chino, que la quiero como se quiere a una madre, que lo hago por su bien, que no quiero que se emborrache, que no quiero que se mate, joder, o que se me pierda por esas calles como una fantasma, y no sería la primera vez, pero yo no puedo estar todo el santo día vigilándola, Chino, tengo que buscarme la vida, no puedo estar a su lado día y noche, vigilando que no se mate de una manera u otra. Yo la cuido, Chino, es mi manera de cuidarla. Tengo que ser duro con ella, pero es para protegerla…

Aquel día, no obstante, varió un poco el tono de sus lamentos cuando pudo añadir que aquella vez «sí, Chino, esta vez sí que saldremos de pobres y podré llevarla a un asilo, Chino, podré ponerle enfermeras que la cuiden y la vigilen, y que puedan vestirla para que esté tan guapa como la tuya».

El «comolatuya» me dolió en el corazón, porque yo también vivía, como él, solo con mi madre, y también tenía la sensación de que no la cuidaba lo suficiente. Siempre sola, siempre triste, cada noche paseando su insomnio por el piso en penumbra.

Puse una mano sobre el hombro del cabrón del Pardales y me pregunté si lo quería, si se podía querer a una persona como él, o si lo compadecía, si se podía compadecer a un tiparraco como él, o si lo odiaba, o si en el fondo me daba igual, porque la sabiduría chan me había enseñado a no vincularme a nada ni a nadie si quería tener una vida ecuánime y gozosa.

Si quería que mis flechas dieran siempre en el centro de la diana.