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EL SEÑOR SOONG

Sábado, 5 de mayo. Quince días antes del robo

Al día siguiente de mi conversación con el Pardales, sábado por la mañana, me fui a echar una ojeada a la tienda de Soong y alrededores. Junto a ella, había un local cegado por una persiana metálica cubierta de pintadas multicolores, una cara aulladora, una palmera y un enorme chupete negro. Rememorando la visita que Pei Lan había propiciado al otro lado de la puerta secreta, comprendí que el laberinto de mamparas, cubículos y pasillos donde habíamos estado jugando con nuestros pezones ocupaba el espacio de este local clausurado. Y a continuación, el portal modernista y solemne por donde yo había regresado al mundo real. Aquella era la puerta de atrás del negocio de Soong. Pero estaba seguro de que tenía que haber otra. Cheng el Simio me había comentado alguna vez que él transportaba mercancías con frecuencia desde un almacén de la Zona Franca hasta la tienda de Soong y las depositaba en los sótanos de Trafalgar. Habría podido suponer que la puerta metálica del chillido, la palmera y el chupete era el acceso a ese almacén subterráneo, pero sabía que no era así porque yo había estado al otro lado de la persiana y había podido comprobar que el almacén estaba ocupado por mamparas, pasillos y cubículos. Eso significaba que había otra entrada para camiones.

Di una vuelta y me fui fijando en los locales de la manzana, todos ellos de ropa que se anunciaba con ideogramas chinos. Vestidos de novia, ropa de trabajo, corsetería, caballero, señora y niño y, de vez en cuando, algún local cerrado que probablemente sería por donde Cheng accedía con su camión. Yo quería saber cuál de ellos era.

Entré en la tienda del señor Soong: Modas Soong, Dona, Home i Nen, Señora, Caballero y Niño, Solo al por mayor. A primer golpe de vista, localicé dos cámaras de videovigilancia en las esquinas del techo. Demasiadas para una tienda de ropa barata. Me sorprendió el propietario que surgió de repente entre percheros.

Era tan alto como yo y habría podido fundir oro con su mirada feroz. Su sonrisa parecía un añadido innecesario.

—¿Puedo ayudarte? —me dijo en mandarín.

—¿Está Pei Lan? —pregunté al mismo tiempo que pensaba que me estaba viendo, me estaba conociendo, tal vez me estaba reconociendo y se iba a quedar con mi cara.

—No, no está.

Di unos pasos hacia el interior, como si me interesara mucho la cazadora que vestía un maniquí. Pasé por delante de Soong, que me miró con lento movimiento de cabeza.

—Solo vendemos al por mayor —me advirtió.

—Ah.

Me volví hacia él y así pude echar un vistazo al resto de la tienda. Otra videocámara encima de la puerta, dirigida hacia el interior. Demasiadas cámaras de seguridad.

—Así que Pei Lan no está.

—Está en la universidad. ¿Quieres que le diga que has venido?

—Sí, claro.

Inesperadamente, a bocajarro:

—Tú eres de Santa Coloma, ¿verdad? Tienes una academia de kung-fu.

«Sé quién eres».

—No, no la tengo. No es mía. Yo solo doy clases de hsing yi chuan.

—¿Cómo te llamas?

—Liang Huan.

—¿Cantonés? —indagó.

—De Hong Kong.

—¿Hace mucho que vives en Barcelona?

—Casi quince años. Vine cuando tenía diez.

Quería irme de allí. Me habría gustado salir disparado y pegando gritos, y temía que Soong se diera cuenta de ello.

—Y vives en Santa Coloma.

—Sí. —Estuve a punto de decir «con mi madre», pero me reprimí a tiempo. No quería que Soong supiera nada de mi madre, por favor, no.

Pero él siguió:

—Tu padre es español, ¿no?

—Sí. —Nos acercábamos al abismo.

—Y tu madre china.

—Sí.

—Y tú vives con tu madre.

Tragué saliva.

—Bueno, no quiero entretenerle más. Gracias por su atención, señor Soong.

Me despidió con leve inclinación de cabeza que me pareció amenazadora. Estaba convencido de que el señor Soong había entendido perfectamente el objetivo de mi inspección.