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FINAL FELIZ

Viernes, 4 de mayo. Dieciséis días antes del robo

Cuando llegué a casa, la voz cantarina de mi madre me anunció desde la cocina que el Pardales quería verme, que había ido a cortarse el pelo y me esperaba en la peluquería.

Como las duchas del gimnasio estaban hechas una miseria y mi casa apenas distaba una travesía, yo llegaba cansado, sudoroso, con ganas de darme un baño reparador y tumbarme en el sofá para ver lo que echaban en la tele. Cualquier otro día, habría llamado al Pardales para aplazar el encuentro, pero aquel viernes llevaba todo el día pensando que tenía que hablar con él, de manera que me resigné, cerré los ojos en el recibidor, me concentré, regulé mi respiración y mi ritmo cardíaco y me dirigí a la cocina donde mi madre estaba preparando empanadillas de gambas.

La abracé y le di un beso. Me encantaba verla estupenda a sus cuarenta y pocos años, y ella siempre me recibía con aquella sonrisa ingenua y confiada. A veces, me parecía que se la ponía solo para mí, que tal vez en soledad estuviera triste y abatida y ante mí fingía bienestar porque sabía que era el motivo principal de mi existencia. Cada vez que pensaba en ello, me decía que tenía que esforzarme más, hacerle más regalos, traerle flores con más frecuencia, piropearla, darle más conversación. Supongo que me sentía obligado a compensarla por todos los sufrimientos que había pasado a lo largo de su vida. Me comí una empanadilla; ella me advirtió: «Cuidado que quema», y le notifiqué que tenía que irme. ¿Qué demonios querría el Pardales a aquellas horas? Hablábamos en cantonés. Me parecía que ella debería recriminarme que me fuese, sería lógico que lo hiciera, sola todo el día, yo no tenía derecho a privarla de mi compañía en aquellas horas nocturnas que eran el único espacio de tiempo que podíamos compartir; pero no me quedaba, no estaba nunca. «Yo estoy bien», me decía con una mirada y una sonrisa que querían convencerme de que, efectivamente, estaba muy bien. «Estoy bien así, no estoy sola, veo la tele, hablo con las vecinas cuando salgo a comprar». A veces, trataba de convencerla de que buscase trabajo por el barrio, no por traer dinero a casa, que de eso ya me encargaba yo, sino para distraerse, para tratar con gente, a lo mejor conocer a un hombre, que todavía era joven y guapa. «No, no, déjate de hombres, que ya tuve bastante con uno». Me temo que dormía demasiado durante el día, mientras yo no estaba. Luego, por las noches, la oía pasear su insomnio de un lado para otro, sacando el polvo a las cuatro de la madrugada, o remendando ropa, o cocinando a horas intempestivas.

—Volveré pronto —le dije.

Ella no me dijo «te esperaré despierta», ni «tengo ganas de estar contigo», ni nada que me obligase a regresar cuanto antes, no preguntó nada, no puso ninguna objeción porque mi padre la había acostumbrado a ello. Solo sonrió, y parpadeó de aquella manera tan suya, tan lenta, y me acarició la mejilla y yo me fui con el corazón dolorido.

Tomé el metro en la cercana estación de Fondo y viajé directamente hasta Urgell, en la misma línea. Muy cerca, en la calle Borrell, estaba la peluquería preferida del Pardales. La llevaba una buena amiga, a la que llamábamos Lady Mami, una vieja pantera al acecho que tenía a cinco muchachas de Qintiang tan menudas que cuando los Mossos d’Esquadra habían ido a cerrarles el local las tomaron por menores de edad. No lo eran, pero lo parecían, por sus dimensiones y por su cohibición. Como tampoco eran japonesas, aunque lo dijera la publicidad de las páginas guarras de La Vanguardia y los flyers que se iban repartiendo por ahí, pero también lo parecían. A los chinos les gustaba pensar que se estaban follando a una puta japonesa, como pequeña venganza por los cientos de miles de humillaciones que Japón había infligido a nuestro pueblo, y aquel era un negocio dedicado sobre todo a los chinos. Lo decía, más o menos, en la puerta de cristal del establecimiento: en castellano, se podía leer: «Masajes, 50 €», y en pictogramas chinos, en cambio, ilegible para los españoles, decía: «Masajes, 20 €». Yo no sabía si aquellas chiquitas sabrían cortar el pelo, ondularlo o teñirlo, pero el Pardales aseguraba que hacían unos servicios muy completos. Yo no usaba a las chicas. Me repelía su actitud a la vez complaciente e indiferente, esa humildad resignada que hacía pensar que habían asumido su condición de cosas. A mí, la que me gustaba era Lady Mami, que solía llevar vestidos de seda con brocados muy ajustados a su espléndido cuerpo y con cortes en la falda para enseñar pierna, como las chinas fatales de algunas películas de los años cincuenta. Como La novia de Fu-Manchú, o algo parecido. Me gustaban aquellos ojos tan pintados, tan orientales y crueles, y los labios siempre tan rojos. Pero con ella no había nada que hacer. Me saludó en mandarín.

—¿Vienes a ver a tu amigo? Está ahí dentro, haciéndose la manicura.

Pasé a la trastienda, que estaba dividida en cinco cabinas diminutas cada una de las cuales contenía un catre, una mesilla sobre la que apenas cabían un rollo de papel higiénico y un bote de vaselina, y un armario desmontable, de plástico, de esos que se cierran con cremallera, porque las muchachas vivían allí, comían y dormían en la peluquería, disponibles las veinticuatro horas.

Las cabinas no tenían puertas sino unas simples cortinas y, antes de apartar la que me permitiría ver a mi amigo, ya oí sus bufidos y jadeos. Estaba disfrutando de su final feliz y supuse que corría el riesgo de truncar sus espasmos de placer, pero eso no me detuvo. Lo encontré sentado en el camastro, frente a mí, con los pantalones bajados y una de las chicas arrodillada y afanándose entre sus piernas al tiempo que me ofrecía el espectáculo de sus nalgas decoradas con un tanga negro, que era la única prenda que llevaba encima. El Pardales tenía los ojos muy abiertos y la boca en forma de o, y emitía unos ruiditos que tendrían que darle vergüenza. Me reí. Cerró los ojos y se dejó caer para apoyar la espalda en la pared de atrás. En seguida, mientras la chica recurría al papel higiénico, mi amigo ciego de coca trató de convencerme de que no se había corrido en seguida, que ya hacía mucho rato que estaba aguantando, y agarró a la chica de las mejillas para obligarla a que me mirase, «¿a que he estado aguantando mucho rato?, anda, díselo». No me gustó que tratara así a la chica. «Déjalo, Pardales». «Díselo, coño, china, ¿a que he tardado muchísimo en correrme?». La muchacha, que probablemente no entendía nada de lo que oía, asintió sumisa e inexpresiva, y él se lo agradeció con un cachete cariñoso que, aplicado a otra persona, habría sido una contundente bofetada.

—No le hagas eso a la chica, joder.

El Pardales tenía unas manos enormes, con dedos como morcillas, y unos brazos colosales, musculosos y ajamonados, que salían de un tórax como un barril. No era muy alto, no tenía cuello y su cabeza era redonda, como un balón con cuatro pelos alborotados en lo alto y unos ojos azules de chiquillo víctima de la injusticia, desasosegado y al borde del llanto, atento a cualquier comentario o guantazo que pudiera caerle en el momento menos pensado.

—Joder, las chinas estas cómo follan, Chino —decía mientras se subía los pantalones, se abrochaba la bragueta y se ceñía el cinturón sin levantarse de la cama—, follan como huríes, ¿tú sabes lo que son las huríes? ¿Es verdad que les dais esa pastilla negra, que dice que pueden estar follando cuarenta y ocho horas seguidas sin parar? Son la hostia, tío. Dice que, cuando vinieron los Mossos a cerrar el chiringo, las niñas no podían parar de follar, tío, querían continuar follando con todo Dios, con los policías que las detenían, tío, con los maderos que les estaban poniendo las esposas, tío, porque se habían tomado la puta pastilla negra. Tienes que decirle a tu amiga Lady Mami que me dé una de esas pastillas, tío, que la tengo que usar con una que yo me sé. ¿Y tú qué pasa? ¿Que no follas? Oyes, tú eres medio amariconado, ¿no? Tan amigo como eres de Lady Mami y teniendo a estas niñas a tu disposición, me cago en diez, tío, Chino, que parece mentira que no las aproveches. Ven pacá, que he conseguido unas cositas que te van a gustar. Coño, dile a la chinita esta que se largue, joder, que tenemos que hablar de negocios.

—Págale y se largará.

Cago’n la puta, si ya le he pagado, si siempre pago por adelantado. Habla tú con Lady Mami, coño, Chino…

No le había pagado y yo no pensaba hablar con nadie, y me lo leyó en el espejo de mis gafas negras. A pagar. Tuvo que retorcerse sobre la cama para sacar del bolsillo trasero del pantalón un librillo de cuero doblado, adaptado a la forma de sus nalgas y lleno de billetes y papeles colocados al azar. Sacó un billete azul. Le digo:

—Cincuenta.

—Venga, Chino, que aquí hacen precio especial.

—Solo a los chinos.

—Bueno, pues como si te la hubiera mamado a ti.

—Cincuenta, Pardales, coño. No perdamos tiempo que yo también quiero hablarte de negocios.

Sacó un billete marrón y se lo entregó a la putita, que desapareció por arte de magia. A continuación, el Pardales se puso en pie y echó sobre el catre de sábanas revueltas cuatro piezas que parecían de oro. Una medalla de san Cristóbal, un nomeolvides, una alianza y un anillo de pedida con un brillante de tamaño notable.

—Mira a ver cuánto me das por eso.

Me arrodillé en el suelo para poder observar de cerca las cuatro piezas. Abrí el estuche que había cogido antes de salir de casa y extraje de él la balanza, la lupa de diez aumentos, la sonda térmica para detectar brillantes y la caja que contenía los ácidos y la piedra de toque para el oro.

Me dediqué primero al brillante. Lo desprendí de la montura de oro, lo contrasté con el papel blanco y confirmé con la lupa que tenía un par de puntos negros en su interior.

El Pardales se movía nervioso detrás de mí. Noté como encendía un cigarrillo y el aroma me contagió las ganas de fumar.

—¿Qué te parece el diamante? —parloteaba—. Un diamante del copón, a que sí. Un tesoro. Esto tiene que valer millones, tío, seguro que millones, no me vas a enredar. Supongo que ahora no tienes aquí varios millones de euros en efectivo, pero ya veremos cómo me los pagas, ya llegaremos a un acuerdo, la hostia, tío, de esta seguro que salimos de pobres.

—Pardales… —murmuré mientras localizaba una pequeña muesca en el filetín del diamante—. ¿Tú oíste hablar de unos moros, argelinos o iraquíes o lo que fuera, que atracaron empresas chinas hace unos años?

—No me vengas con moros, ahora. Venga, estate por la faena. ¿Qué pasa con el diamante?

—No es gran cosa —le dije, sin mirarle—. Está lleno de taras.

—No me jodas. No me vengas con taras.

Le ofrecí la lupa.

—Míralo tú mismo. Tiene puntos negros. Eso quiere decir que no es perfecto. Además, es amarillento, yo diría que muy amarillo. Y tiene una fractura en este borde.

No miró. Se le veía muy nervioso, impaciente, crispado por la coca. Poco receptivo.

Me dediqué a las piezas de oro. Estas sí que eran buenas. Tenían la marca del punzón de la cabeza de águila, lo que significaba que la víctima del Pardales era francesa y que el oro sería de dieciocho quilates, con el setenta y cinco por ciento exacto de oro.

—¿Tú sabes por qué atracaban a los chinos? —le pregunté.

—Para ya de dar la matraca con los chinos, coño, que tengo prisa, joder. Qué hijo de puta eres, qué estafador, ahora me vienes con taras y puntos y amarillentos, ya sabía yo que me ibas a estafar. Y ahora me vas a decir que eso no es oro. Qué hijo de puta. No sé cómo no te mato.

Sometí el oro a la piedra de toque y el ácido me confirmó que era bueno.

—Pues atracaban a los chinos porque los chinos no confían su dinero a los bancos occidentales. Los usan lo imprescindible, para pagar facturas, o hipotecas, o alquileres, o impuestos, o lo que sea, pero el noventa por ciento de lo que ganan se lo quedan en casa. O bien lo confían a un banco clandestino, regido por chinos de confianza.

—Joder, mira que sois raros, Chino.

—Detuvieron a la banda hace unos años. Salió en los periódicos. Leí que de una casa los ladrones habían sacado una caja fuerte que pesaba cien kilos.

—No me cuentes más batallas de chinos que es que me meo. ¿Cuánto me das por el corolao?

La sortija, la alianza, el nomeolvides y la medalla pesaban veintisiete gramos.

—Por el oro te daría diez euros el gramo, que serían doscientos setenta. Y por el brillante, mil como mucho. —Me había puesto en pie y me encaré hacia él. Saqué el paquete de tabaco, me puse un cigarrillo en la boca y lo encendí—. Te cuento todo esto de los chinos porque he descubierto una tienda donde, cada domingo por la noche, un montón de chinos van a llevar una pasta.

Pausa.

—¿Una tienda? ¿Dónde?

—Calle Trafalgar. Mucha pasta.

—¿Chinos? Pero ¿chinos cómo?

—Chinos solos. Chinos solos. Un chinito solo, en su moto, tan tranquilo, con un maletín lleno de euros.

Escrutó mis pupilas con la intención de llegar hasta el centro de mi cerebro. Acababa de entender que estaba tratando de decirle algo muy importante. Resopló y cabeceó de repente, como si temiera que estaba tratando de distraerle del negocio para estafarle.

—Bueno, déjate. ¿Mil por el diamante y doscientos setenta por el oro?

—Mil doscientos setenta, sí. Mil trescientos porque somos amigos.

—Tú te crees que yo soy gilipollas. —Pareció a punto de escupirme—. Ni de coña, ¿me has oído? Ni de coña. Tú a mí no me estafas.

—Pues ya te puedes llevar las cuatro piezas. De esta tampoco vas a salir de pobre, Pardales. Pero ¿tú me has oído a mí?

Frunció sus ojos desconsolados para convencerme de su recelo.

—Pero ¿tú de cuánto me estás hablando?

—Aún no estoy seguro. Puede ser que esos tipos lleven un porcentaje de sus ganancias, el tributo debido al patriarca protector.

El Pardales tragó saliva antes de hablar. Ya estaba captando el mensaje. Se había quedado muy quieto.

—¿Y eso cuánto sería?

—No lo sé, pero mucho. —Ahora, el Pardales había dejado de respirar. No expelía el humo del cigarrillo—. Pienso que cada domingo van a ver a este fulano chinos de toda Barcelona, de Santa Coloma, de Sants, de Les Corts, de Poble Nou. Y todos con su montoncito de dinero.

El Pardales expulsó el humo, por fin. Se permitió respirar suavemente pero no movía ni una célula de su cuerpo.

—Estás hablando de mucha pasta, ¿no?

—Dinero negro de sociedades negras. Nadie acude a la policía si le roban dinero negro.

—Eso sí que nos iba a sacar de pobres, ¿a que sí, Chino?