EL JUEGO DEL SEÑOR FU
Domingo, 29 de abril. Veintiún días antes del robo
Invité a Cheng a cenar en el Palacio Imperial para que él, a su vez, me introdujera en la timba del piso de arriba. Aunque mi padre me había inculcado a bofetadas la costumbre de comer con cubiertos, me forcé a usar palillos para demostrarle al Mono Kinkong que era tan o más chino que él. La comida era barata y vulgar, como el local, decorado con esos cuadros y detalles dorados, con dragones feroces y budas sonrientes, que deben de fabricarse en serie en alguna nave industrial siniestra desde donde se surte a casi todos los restaurantes chinos del mundo.
Desde que nos encontramos, Cheng me estaba hablando del cobre, que era su última obsesión.
—Has que dejar esas chorradas del oro y pasarte al crobe. —Cheng decía has que y crobe. El suyo era un castellano muy particular. Utilizábamos esta lengua para comunicarnos porque él, de Wenzhou, hablaba una variante del dialecto wu que yo no entendía y, después de quince años en Barcelona, dominaba más el castellano que el cantonés o el mandarín—. China nesecita crobe, Liang. Allí están construyendo millones de casas nuevos, y nuevos redes eléctricos, y teléfonos, y para todo eso se nesecita crobe. Y, desde el torremoto de Chile, que es la pincipral posencia productora, el crobe falta en todo el mundo. En China no podemos recrizarlo porque todo es demasiado nuevo. Así que hemos que buscarlo donde hay y hay muchos rumanos que lo roban. ¿Has sabido de eso? ¿No has sabido de que hay pueblos todos que se quedan sin luz o sin teléfono de la noche a la mañana porque les han robado el cable de crobe? ¿O de ese rumano chico que se murió de electrizado cuando robaba los cables de la catenaria del tren?
—Pero —le interrumpí, harto del tema y tratando de llevar el agua a mi molino— yo solo no puedo meterme en el negocio de toneladas de cobre. Para eso hay que pertenecer a una gran sociedad.
Cheng no parpadeó. Se dirigió a la señora que atendía las mesas y le pidió la cuenta. Mientras esperábamos, insistí:
—Ya sabes a qué me refiero. ¿Has hablado ya con el señor Soong?
Demoró la respuesta. Pagué y dejé una buena propina. Él se desentendió y se levantó.
—¿Vamos?
Nos encaminamos al fondo, donde el local se estrechaba en un pasillo aún más estrechado por las pilas de cajas de cerveza. Cheng iba diciendo:
—¿Si he hablado con él? ¿Qué tenía de hablar?
—Ya lo sabes. De que me admita como cuarenta y nueve.
Pasamos de largo los servicios y un teléfono de pared muy antiguo, de plástico gris y sucio, de los de disco, y atravesamos una puerta donde ponía «Privado. No pasar», al otro lado de la cual había un tipo esférico y voluminoso como un luchador de sumo, sentado a una mesa de tijera y leyendo un ejemplar atrasado y muy ajado del Chinalia Times. Resultó que yo lo conocía. Una vez le había vendido una medallita de oro para su novia. Nos miró sin mucho interés, arqueando las cejas, nos saludó, Cheng dijo «viene conmigo» con su habitual aire de suficiencia, y subimos unas escaleras que se incrustaban en un agujero rectangular del techo.
—No lo entiendo —comentó Kinkong el Simio—. ¿No dices de ser tan amigo del señor Soong y su hija? ¿Por qué no lo se pides personal?
—No me tomes el pelo. Sabes que esto no funciona así. Si yo doy a entender al señor Soong que sé que pertenece a una tríada, es capaz de matarme. Tienen que invitarme desde dentro. ¿O es que tú no puedes invitarme? ¿No será que no perteneces a la sociedad y te has estado echando un pegote?
Ya estábamos arriba, en el garito. Cheng no perdió su sonrisa porque, dijera lo que dijera, yo no valía la pena.
Era un espacio tan grande como el restaurante de abajo dividido en dos amplias estancias sin ventilación. En la primera que se nos ofrecía había mesas para jugar al póquer, al sun kuo, al paigow, a la carta más alta y tal vez incluso al mah jong. Distinguí al menos cuatro cámaras de videovigilancia en las esquinas del techo.
—¿Tú crees que todos los chinos somos mafia? —respondió Cheng, despectivo—. Eres tan blanquito que si dices «mafia china» dices todos los chinos. Si dices camorra, o Cosa Nostra, ¿dices todos los italianos?
Contraataqué:
—Tú puedes enseñarme muchas cosas, Cheng, pero no lo que es la mafia china.
Me dispuse a darle una lección.
—En el siglo XVIII, los monjes del templo de Shaolin poseían el Sello Imperial, que era de forma triangular. Era una dignidad que se habían ganado combatiendo en mil batallas. —Cheng caminaba delante y yo iba tras él como una mascota, parloteando como un loro—. Pero, un día, el emperador Yung Cheng, de la dinastía Qing, se puso chulo y se lo quiso quitar. Los monjes se rebelaron. Envió contra ellos a su ejército y los exterminó, liquidó a todos los monjes del monasterio de Shaolin. Solo cinco sobrevivieron. Cinco monjes budistas que se unieron en una sociedad secreta para luchar contra el emperador. —Tenía la sensación de que mi discurso chocaba contra su espalda—. En la clandestinidad, aprendieron el arte del boxeo chino, el kung-fu, o hsing yi chuan, que es lo que yo enseño, y eso los hizo invencibles. El mismo Bodhidharma los apoyó e iluminó. Así fue como nació la Tian Di Hui, la Sociedad del Cielo y de la Tierra, la primera tríada, la primera sociedad negra.
En la sala siguiente, había una ruleta y una mesa electrónica de mah jong. Era temprano aún para que llegase la mayoría de los jugadores, que preferían acceder al local cuando el restaurante de abajo ya se había vaciado y el dueño había echado la persiana metálica. En aquel momento, los clientes éramos pocos y destacaba la actividad de los empleados. Cuatro o cinco tipos de físico disuasorio y miradas vacuas, cargados de violencia en sus manos fuertes y sus hombros recios, iban ocupando sus puestos estratégicos para garantizar la seguridad del local. Uno de ellos colocó una pistola sobre el mostrador, al alcance de su mano.
—Aquí dentro, nunca pistola en bolsillo no pantalón —me interrumpió Cheng, indiferente a mi conferencia—. Así, si entra policía, nadie sabe de quién es el arma. «Cuando yo he venido, ya estaba aquí». —El Simio se reía como si aquello fuera el colmo del ingenio.
Pero yo insistía en hacer méritos, aunque pareciera que no me escuchaba. Al menos, le quedaría claro que yo sabía mucho más que él.
—Y, desde entonces, las tríadas siempre han estado en todas partes. Apoyaron a Shiang Kai Chek cuando fundó el Partido Nacional del Pueblo, el Kuomintang. La Banda Verde le ayudó a luchar contra los comunistas y los sindicatos a cambio del monopolio del opio y la prostitución, y a su Cabeza de Dragón, Du Yueh-shen, lo nombró director de cinco bancos y le dio un cargo importante en la Cámara de Comercio.
Los crupieres de media sonrisa rapaz preparaban en las mesas las barajas inglesas, las 32 fichas de dominó del paigow, las 144 del mah jong. Uno comprobaba el funcionamiento de la ruleta haciéndola girar, repiqueteando y rebotando la bola de un número a otro.
—… Y luego Mao Zedong también tuvo que contar con el apoyo de una tríada, la ancestral Sociedad de los Antepasados y los Antiguos. Sin ella nunca hubiera ganado.
—¡Cállate ya, coño, pelmazo, que eres un pelmazo! —exclamó Cheng en algún momento, sin mirarme.
Tras un pequeño mostrador, un camarero de cara de palo, asqueado de la vida, preparaba los vasos y platos con wun tun, pan de gambas, patatas de churrería, aceitunas y otros bocados que habían de acompañar la ingestión de bebidas alcohólicas por parte de los clientes.
—… Después de un largo período de latencia, renacieron más corruptas que nunca en los años ochenta, en el Hong Kong de los ingleses, y los ingleses las persiguieron a muerte, y las tríadas se fueron a Taiwán y a Macao, y allí también las persiguieron, y entonces corrieron a la China Popular, pensando que era tan grande que allí se podrían esconder mejor. Y, poco a poco, se han multiplicado y se han extendido por todo el mundo. La Wo On Lok, la 14K, la Sun Yee On, la Tai Huen Tsai, la Chu Luen, la Banda Verde, la Banda de Jian Zhuxing en Guangdong…
Al fondo, distinguí un ínfimo cuchitril donde el señor Fu se deleitaba con un enorme habano, tal vez pensando en las ganancias que acumularía aquella noche. Usaba gafas redondas, como de John Lennon.
Cheng me interrumpió de nuevo para decirme que tenía que ir a saludarlo. Como si ello fuera una obligación ineludible que ningún otro de los que iban llegando al local compartiera. Me preguntó, generoso, si quería que me lo presentara y le dije que no, que no hacía falta, que yo no era jugador, que nunca iba a ser un buen cliente para él, y me puse de espaldas al despacho porque lo cierto era que Fu y yo ya nos conocíamos. Le había vendido oro en más de una ocasión.
Me fui a echar una ojeada a las mesas que ya iban ocupando jugadores ansiosos que exhibían fajos de billetes de cincuenta y veinte euros como un reclamo. Todos hombres, todos fumadores, el ambiente se cargaba de una niebla que se iba espesando bajo las lámparas de pantalla verde. Algunos irrumpían en la segunda sala y se abalanzaban sobre la mesa de la ruleta sin disimular el síndrome de abstinencia. Me pedí un whisky sin intención de probarlo porque tenía la seguridad de que sería una falsificación de garrafa absolutamente tóxica. Solo quería lucir vaso con líquido ambarino y cubitos para no parecer extraño.
El noventa por ciento de los chinos que emigran de su país lo hacen con la idea fija de ganar dinero, mucho dinero, con el que regresar a su lugar de nacimiento y procurarse una vejez digna. Para ello, desde el primer día se ponen a trabajar de forma obsesiva, empleados de otros chinos que llegaron antes que ellos, veinticuatro horas al día los siete días de la semana, en cualquier cosa, bares legales o talleres clandestinos, aceptando sueldos de miseria, comiendo cada día únicamente arroz hervido y absteniéndose de cualquier gasto innecesario y de muchos de los necesarios. En cuanto pueden ahorrar lo suficiente, montan su propio negocio con la ayuda incondicional de los que tienen más, porque comparten idénticos ideales e intenciones, y contratarán a chinos recién llegados ofreciéndoles poco dinero, porque esas son las reglas del juego, y los mal alimentarán con arroz hervido, y les exigirán una dedicación de muchísimas horas, pero ellos también continuarán con su frugal dieta de arroz hervido, hasta alcanzar su anhelado objetivo de ahorrar esa buena cantidad de dinero con que regresar a su añorada China.
El juego forma parte de este proceso obsesivo. Es la manera idealizada de aumentar su exiguo capital, de acelerar la llegada a la meta. Por eso tantos se juegan sus dineros con entrega mística y supersticiosa, con la seriedad trascendental que reina en el garito en estos momentos, tan espesa como el humo que satura las dos salas. No se comunican entre sí, no bromean ni festejan sus triunfos, porque para ellos cualquiera de estos juegos no es una alegre frivolidad sino uno de los caminos para conseguir que sus sueños se vuelvan realidad.
Y luego hay algunos chinos que deciden aprovecharse de esa entrega ciega de sus compatriotas, de esa ansia de triunfo tan angustiosa y son los que se enriquecen a fuerza de explotarlos, quienes los prostituyen, los que rigen estos garitos de juego ilegal, los que extorsionan a los que ya están en camino de alcanzar su objetivo, los que exigen un pago imposible a cambio de haberles traído clandestinamente a la Tierra de Promisión. Yo aún no sabía si a esos había que llamarlos tríadas o simplemente hijos de puta, pero tenía claro que desde el primer día habían aprendido que harían bien limitando su abuso a los ciudadanos chinos y portándose bien con los ciudadanos blancos teniendo contentas a las autoridades, tanto del barrio como del consulado.
No conseguí entender a los que disfrutaban con el juego de la carta más alta. Era un combate rápido y fulminante, casi doloroso incluso para el simple mirón. Se daban dos cartas a cada jugador, llovían las apuestas con una premura febril, la banca mostraba su juego y arramblaba con los billetes de cincuenta y veinte euros que había sobre la mesa, algún jugador recibía lo que había ganado y vuelta a empezar sin tomarse un respiro. Era evidente que la banca tenía las de ganar. Al crupier se le amontonaban los billetes.
Siempre deambulando entre los presentes con el vaso en la mano, como si estuviera pensando a qué juego apuntarme, seguí la pista de los billetes. Uno de los gigantones encargados de la seguridad iba de mesa en mesa recogiendo el dinero de la banca y lo llevaba hasta el despacho del fondo. En el abrirse y cerrarse de la puerta, pude ver que el señor Fu, con el puro en la boca y aquellas gafas redondas de Lennon estaba jugando con el dinero, haciendo montones con los billetes, contándolos, ordenándolos con afán usurero. Allí iban a parar las ganancias y de allí salían los refuerzos si alguna mesa los necesitaba. Imaginé que al final de la noche aquellos dineros se dividirían para pagar al numeroso personal que llevaba el negocio, los crupiers, el camarero, los gorilas de seguridad. Yo sabía que en las timbas clandestinas de blancos, donde se jugaba a la señora, se reservaban algunos puntos para sobornar a los policías que conocían la existencia del casino y no actuaban. Aquella clase de locales, como los burdeles, eran muy útiles para la pasma porque atraían a los delincuentes que acababan de hacer un buen negocio y era fácil controlarles allí y seguirles la pista. Esa era la excusa de la policía para permitir el unte y no cerrarlos. Pero no me imaginaba que el pretexto sirviera para un tugurio chino como aquel. Allí, la policía blanca no podía infiltrarse. Todos los hombres que estaba viendo en aquel momento eran chinos, y los chinos no contaban a la policía lo que la policía no debía saber. Me sentía incómodo al pensar en ello, y me cabreé, porque era como tener que reconocer que no era un chino de verdad, que había que ser muy renegado y muy traidor para hacer lo que yo hacía cada vez que me reunía con Cañas, aunque no le contara todo lo que sabía, aunque me justificara diciendo que solo pretendía acabar con los hijoputas que se aprovechaban de los chinos de buena voluntad.
Se abrió otra vez la puerta del despacho, de donde no había apartado la mirada, y vi de nuevo al señor Fu ordenando billetes, reuniéndolos en fajos sujetos con gomitas como un filatélico entregado a su aburrido entretenimiento. Fue entonces cuando me fijé en la cartera de cuero marrón, gastada y deformada por los años, que Fu tenía a un lado de la mesa. Casi no me di cuenta de que del reducto había salido Cheng el Mono Kinkong, y me sobresalté cuando me pareció que se me echaba encima y me espetaba por sorpresa:
—¿No juegas? —Negué con la cabeza—. Entonces, ¿por qué venías?
—Quería hablar contigo y este me ha parecido buen sitio.
—Ah, sí. El edurito de tríadas. —Cheng dijo edurito, y yo no le corregí.
—Sí, edurito. Estoy perfectamente preparado para entrar en la tríada. No te haré quedar mal. —Traté de ponerme ante él para inmovilizarlo y obligarle a prestarme atención, pero me esquivó y se dirigió a la barra y tuve que seguirle—. Sé perfectamente lo que es el guanxi: hace años que lo practico contigo. Yo te doy, tú me das. Nos ayudamos mutuamente. Eso es el guanxi, base de la filosofía de la sociedad. Hasta ahora, yo te he dado mucho, Cheng, y no recuerdo que tú me hayas dado nada a cambio. —Se acodó en la barra. Le pidió un gin-tonic al camarero cara de palo. Yo me puse a su lado, con el vaso de whisky intacto—. ¿Por qué te crees que te doy tanto? Para que me des. Para que me ayudes a entrar ahí. ¿O es que no puedes hacerlo?
Él dejó que se evaporase su sonrisa bobalicona.
—Porque dime tú, dime, tú tan edurito —dijo—, ¿qué habrías que hacer para entrar en la Hei She Hui?
Yo estaba prácticamente convencido de que él no lo sabía y eso significaba que no había pasado por el rito de iniciación y, por lo tanto, que no pertenecía a ninguna tríada porque la historia de la tríada de Barcelona era una patraña que se había inventado para darse importancia. Lo puse a prueba:
—En la puerta de la casa donde se celebrase el ritual, brillarían dos lámparas azules que anunciarían que estaba muriendo un desgraciado y a punto de nacer un soldado. Tú me presentarías ante el Maestro del Incienso, y serías mi Dai-lo, mi hermano mayor, y yo sería tu Sai-Lo, tu hermano menor. Yo, descalzo y desnudo de cintura para arriba, presentaría una tira de bambú con mi solicitud escrita con el rojo de mi sangre y recitaría el sagrado juramento en voz alta. Cruzaría la primera puerta, de las Espadas Cruzadas, y la segunda puerta, de la Fidelidad y Rectitud. Allí, un rótulo indicaría que, a partir de este momento, todos los hombres son iguales. Entregaría mi cuota de iniciación metida en un sobre rojo y traspasaría la última puerta, la del Cielo y la Tierra, porque «a través del Círculo de la Tierra y el Cielo han nacido los héroes Hung». Por fin, renacería al pasar a través del aro de bambú y me convertiría en un cuarenta y nueve, un soldado.
Me escuchaba encandilado como un niño que oye su cuento preferido por enésima vez. No había podido disimular que desconocía cada uno de los pasos que yo describía. Quedaba claro que yo estaba más cerca de pertenecer a una tríada que él. Terminé:
—¿Es así o no es así?
Tardó casi un segundo en reaccionar.
—Sí, sí. Exactamente. Tú navegas mucho por Internet.
—Esto no se aprende en Internet, y tú lo sabes, Cheng. —Y yo entonces habría podido enviar a Cheng a la mierda perdiendo así para siempre una fuente de información, o podía recuperar mi habitual humildad. Elegí la segunda opción—. ¿Hablarás con el señor Soong?
—Claro —dijo por puro reflejo. Estaba contrariado por su propia ignorancia, temeroso de que yo lo abatiera de su pedestal, y replicó provocador—: Pero ¿cuándo? ¿Vienes ahora mismo conmigo a tienda del señor Soong para hablar con él?
—Ahora mismo, no. —No me atraparás—. Hoy es domingo, y los domingos por la noche el señor Soong está ocupado.
Se quedó sin palabras.
—Ah, ¿sí? —gruñó con desdén, acorralado.
—Sí, Cheng. ¿Sabes lo que hace el señor Soong las noches de los domingos?
No lo sabía, pero no iba a reconocerlo.
—No tienes puta idea. Déjame ya, tío Fantasías, que me tienes aburrido.
Huyó de mí para refugiarse en una mesa de pai gow en la que había quedado una silla vacía y donde los jugadores profesionales lo recibieron con tanta alegría como la bruja cuando abría la puerta de su casita de chocolate a Hansel y Gretel.
En aquel momento, al desviar la mirada hacia ese lado, vi que el señor Fu salía de su despacho y cerraba con llave. Se dirigió a uno de los garantes de la seguridad e intercambió unas palabras con él mientras buscaba detrás del mostrador y sacaba un casco de moto pequeño y deteriorado, como de segunda mano. En la otra mano llevaba el viejo y gastado maletín de piel marrón. Caminó decidido hacia las escaleras que conducían al restaurante de abajo y desapareció por el foso.
Me acerqué a Cheng y le hablé por encima de su hombro.
—Me voy.
Le daba igual. Me despidió con un manotazo desabrido y me fui echando una última ojeada a los guardias robustos y a las pistolas a la vista que no pertenecían a nadie, al borracho que gimoteaba sentado en el suelo, al camarero cara de palo, a los crupieres rapaces. Volví a preguntarme si era posible que la policía no conociera la existencia de aquel tugurio. Bajé las escaleras con prudencia, asegurándome de que el señor Fu no estuviese allí. Protegido por la oscuridad que reinaba en el restaurante, a través del cristal de la puerta y por debajo de la persiana metálica medio bajada, distinguí las piernas del señor Fu junto a un modesto ciclomotor de 75 centímetros cúbicos. Imaginé cómo se ponía el casco, vi como colocaba el maletín de cuero marrón en el portaequipajes. Montó en el sillín, pateó para poner la moto en marcha con un ruido excesivo e hizo mutis por la acera, supongo que en busca del vado que le permitiera bajar a la calzada.
Salí de inmediato y, después de unos minutos de impaciencia, vi la luz verde que anunciaba un taxi libre. Lo paré. Di la dirección de la calle Trafalgar.
Entramos por la plaza de Urquinaona y, cuando llegamos a la tienda de Soong, descubrí en la acera la presencia de tres o cuatro jóvenes chinos que no parecía que tuvieran nada que hacer. Le pedí al taxista que pasara de largo. Me apeé en el Arco de Triunfo y, desde allí, regresé a pie por una calle paralela, tal vez Ausiàs March, hasta una esquina desde donde podía espiar la tienda coronada por el rótulo de «Modas Soong, Dona, Home i Nen, Señora, Caballero y Niño, Solo al por mayor». En seguida reparé en el ciclomotor modesto del señor Fu estacionado sobre la acera.
Me quedé a la espera, confundido con las sombras del escaparate de otro negocio textil chino, como había cientos en aquella zona de la ciudad. Me cargué de paciencia. Me convencí de que no tenía sueño, de que después dormiría mucho mejor. Asistí al perezoso ir y venir de los jóvenes chinos frente a la tienda del señor Soong. Algunos de ellos me resultaron familiares. Solían estar por los alrededores de la estación de metro de Fondo, en Santa Coloma, mi barrio, siempre dinámicos, como poseídos por algún tipo de música electrizante; cabellos en cresta a fuerza de gomina, cazadoras, vaqueros ajustados, estética rocker, muy norteamericana. Se hacían llamar tongs, como las bandas chinas de San Francisco o Los Ángeles. Bandas callejeras que no se dedicaban a pelearse entre ellos como los sudamericanos sino que se ponían al servicio de sus mayores, por si había que intimidar o extorsionar a alguien. Fui espectador de lo que Cañas había definido como «gente que va a ver al señor Soong». Una especie de peregrinación. Ahora llegaba un chino con una bolsa de viaje, los jóvenes tongs lo acompañaban hasta la puerta de la tienda, entraba. En seguida salía otro chino. Era el discreto señor Fu, con su maletín de cuero marrón y gastado, con el casco pequeño y estropeado, como de segunda mano, que le daba un aire ridículo. Montó en su ciclomotor y bajó a la calzada probablemente para regresar al casino secreto de su Palacio Imperial.
Era un chino humilde, con gafas redondas como las de John Lennon, que volvía a casa después de una interminable jornada de trabajo.