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MARERO

Miércoles, 23 de mayo. Tres días después del robo

—Qué coño queréis.

—No. Qué quieres tú. Si has querido verme es porque tienes algo que decirme. La poli pregunta y tú contestas.

—Yo no contesto una mierda porque no tengo nada que decir.

—Sí tienes.

—Bueno. Me voy.

—Unos mareros, unos homis tuyos, se han vuelto locos, y tú lo sabes, y estás tan preocupado como yo. Porque, de momento, ya sabemos que son colegas vuestros y vamos por vosotros. Vamos a investigar cada segundo de vuestra vida, y me parece que eso no os conviene. ¿Por culpa de dos gilipollas vais a pringar todos? Tú sabrás.

—Si tienes algo contra mí, me detienes. Y, si no, vete a tomar por culo.

—No, haré una cosa mejor, Rico. Ahora mismo iremos a la cárcel de Can Brians, donde está Milton, y le diremos todo lo que sabemos. Que son dos, que llevan tatuajes visibles, cuáles son esos tatuajes… Y le diremos que nos lo has dicho tú.

—No sabéis una mierda.

—Vamonos, Montse.

Rico Muelas abandona el columpio donde se ha estado balanceando y resulta ser más alto de lo que parecía con su acné y aquella ropa que le va grande, y dirige un puñetazo a la cara de Víctor que roza el hombro derecho del policía. El golpe que finalmente lo derriba es con el codo que seguía al puño, casi sin querer, choque confuso entre los dos cuerpos. El que da de lleno es el puño izquierdo que sube en forma de gancho contra el estómago sin avisar. Víctor Gasparó se dobla e hinca una rodilla en la tierra. En ese mismo instante, los dos agentes abren las puertas del coche y salen corriendo, y Montse aparta a un lado a su perplejo compañero y embiste con la recia tenacidad que la caracteriza.

El kubotán es un pequeño cilindro de plástico, de unos quince centímetros y terminado en una punta no más afilada que la de un rotulador. No produce heridas ni deja señales. Basta con saberlo aplicar en uno de los llamados puntos de dolor del cuerpo humano. No es un arma autorizada porque, una vez, los Mossos lo utilizaron con unos okupas que se quejaron de ello a los medios de comunicación y el conseller del Interior decidió hacerles caso y lo prohibió, pero resulta sumamente eficaz en situaciones como esta.

La fulgurante reacción de Montse pilla desprevenido a Rico Muelas, que se encuentra golpeando el aire, pierde el equilibrio y, en seguida, gira sobre sí mismo como una peonza al mismo tiempo que el kubotán, aplicado por debajo de las costillas, le produce una punzada penetrante, como si lo atravesara una espada de fuego. Grita y queda paralizado las décimas de segundo necesarias para que la policía lo derribe hasta hacerlo caer de bruces y le una las manos a la espalda con unas esposas. Víctor todavía no se ha incorporado y los dos patrulleros no han llegado aún hasta ellos cuando el marero ya está inmovilizado.

—Vale —dice Víctor sin aliento, maravillado por la actuación de Montse—. Llevadlo al roda. —Que es como llaman los Mossos a sus coches—. Vamos, Montse. Muy bien, Montse.

«De buena gana le daría un beso».

Rico Muelas chilla y patalea en el trayecto hasta el vehículo. Tienen que levantarlo en volandas y avanzan a trompicones, esquivando sus pataleos y sus escupitajos. Gruñe, les muestra los dientes con ansias antropófagas, los insulta, se caga en todo, en Dios, en ellos y en todos y cada uno de los miembros de sus familias. Es un trabajo hercúleo trasladarlo hasta el coche patrulla e introducirlo en la parte de atrás.

—Móntate con él, Montse —ordena Víctor—. Por ese lado.

Montse no comprende la orden. Pensaba que seguirían al roda hasta el ABP en el Opel Insignia. No lo van a dejar aquí, estorbando en el paso de peatones. Pero obedece sin chistar.

Víctor sube al coche por el lado opuesto y el marero queda comprimido entre los dos policías de paisano. Los de uniforme se ponen delante.

—Vamos a dar una vuelta —dice Víctor, dirigiendo la operación.

—¿Al ABP?

—He dicho a dar una vuelta.

Montse lo mira sin comprender nada.

El roda se pone en movimiento. Doblan la primera esquina.

—¿Qué me has hecho? —pregunta Rico a Montse con una especie de chillido.

Ella sonríe, inofensiva, casi coqueta, se encoge de hombros y muestra sus manos. No hay ningún kubotán en ellas.

—Artes marciales —se limita a responder.

Víctor suelta una carcajada. En ese momento, se da cuenta de que está irreversiblemente enamorado de Montse Gelabert.

—Bueno, va —cambia de tono el chico, deseando acabar cuanto antes—. Dadme fuerte. Hacedme sangre. —En el segundo siguiente—: ¡Dadme fuerte y hacedme sangre, joder, que si no me van a matar!

—Calma —le corta Víctor—. No nos vamos a jugar nuestra carrera por ti.

—Si no me cascáis, me matarán.

—Dime lo que tengas que decir y luego veremos qué hacemos.

—No tengo nada que decir.

—¡No me hagas perder más tiempo, coño!

—Si no me partís la cara, me matarán. Lo han visto todo. Han visto como me pillabais.

—Ya lo sé. Y no han intervenido, o sea, que ya teníais pactado que te íbamos a pillar, por eso nos has atacado. Venga. Tú larga. Y luego te das unos cuantos cabezazos contra la pared hasta hacerte sangre, tú sólito, que eres hombre para eso y mucho más.

—Me cago en la madre que te parió.

—Di. Ahora ya sé que es toda la clica la que quiere cantar, tú solo eres su representante. Venga, qué queréis decirnos.

El muchacho resopla para expulsar parte del odio que le ahoga y calmarse un poco.

—Hay dos mareros, dos salvadoreños recién llegados a Barcelona. Muy malos. Muy malos. Se han escapado de una prisión de allí, Zacatecoluca, a la que llaman Zacatraz. Han matado a mucha gente. Vinieron directamente a vernos como quien se come el mundo. Quieren tomar el mando, echar a nuestros placas, sacarnos el dinero y hacerse cargo de nuestros locales. Dicen que quieren organizar la mara de Barcelona como si fuera una de Tegucigalpa o de Los Ángeles. Se compraron unas catanas nada más llegar y nos amenazaron con ellas. Dicen que estamos amariconados y que impondrán su ley. Se creen que aquí es como allí. Quisimos decirles que no, pero no escuchan. Están locos.

—Vale —suelta Víctor, satisfecho—. Y os los queréis quitar de encima antes de que empiecen a cortaros la cabeza. ¿No podrías haberme contado esto sin tanto jaleo? Habríamos acabado antes.

—¿Y que los Latin o los Ñetas se enteren de que colaboramos con la policía? ¿Te crees que estoy loco?

Víctor chasca la lengua.

—¿Cómo se llaman?

Montse saca la libreta y el bolígrafo.

—No lo sé. No lo sabemos. Se hacen llamar Sambo y Chueco. Me parece que uno llamó al otro Aníbal, pero no sé más.

—¿Dónde viven?

—No lo sé.

—No me jodas.

—No lo sé, de verdad, lo juro. Van con mucho cuidado. Solo hablan ellos.

—¿Cómo os encontraron? ¿Cómo conocían vuestros locales?

—Un homi de aquí que se volvió a San Salvador les dio una dirección.

—¿Entonces?

—Espera. La última vez que vinieron iban en un Audi A6 negro matrícula 2821 RFA.

Mientras Montse anota los datos del coche, siempre tan aplicada, con su pulcra letra de colegio de monjas, Víctor emite un silbido de sorpresa.

—Coño. Un Audi A6. ¿Tanta pasta tienen?

—Nos sacaron pasta, pero me parece que nuestro abogado les dio un poco más para que se quedaran quietos.

—¿Vuestro abogado?

—El placa lo envió a un abogado para que les contara cómo son las leyes aquí, para que vieran que las cosas son distintas que en El Salvador o en México.

—¿Quién es ese abogado?

—Yo solo puedo contar lo que puedo contar.

—Sí que os veo un poco amariconados —comenta el policía, burlón.

—Ya lo verás, cuando te demos por el culo, cabrón —salta la serpiente venenosa que se oculta detrás de las gafas negras—. Con un hierro al rojo.

—Correcto. ¿Y ahora qué hacemos? ¿Te soltamos aquí o quieres conocer al juez, mañana, por agresión a la autoridad?

—Quiero conocer al juez.

—Menudo disgusto les vas a dar a tus padres —comenta Montse. Víctor mira a su compañera y suspira.