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FAMILIA REQUENA

Martes, 22 de mayo. Dos días después del robo

Los agentes que se han encontrado con el desaguisado del Poble Sec son conscientes de que han llegado en los minutos siguientes al crimen, probablemente se habrán cruzado con los asesinos y en seguida piensan en los dos tipos vestidos de negro, con gorras, que montaban en un Audi mal aparcado.

De momento, parecen haber sido solo una visión fugaz cuando los dos patrulleros acudían en su Seat Altea, con luces y sirena, al lugar desde el cual los acababan de llamar y donde, según ha dicho la voz femenina del teléfono, «estaban matando a alguien».

Calle Salva, número 100. Se entra por el Paralelo, tomando una vía estrecha sin salida que trepa por la ladera de Montjuïc y que termina en unas escaleras que la separan del paseo de la Exposición. Un edificio relativamente nuevo, de cinco plantas con tres pisos en cada una, ladrillo a la vista, pensado para familias modestas porque sería estúpido construir lujo de cinco estrellas en este barrio. Portero automático, «abran a la policía», vestíbulo con espejo y frondoso ficus de plástico.

En el ascensor, dos pares de botas con las suelas manchadas de barro y de sangre.

—No toques nada —dice uno de los agentes.

Los espera la vecina del segundo primera, frenética. Los vecinos del segundo segunda, «los narcotraficantes», y ella sabía que sucedería algo así un día u otro, que tenía que pasar, «que son ya demasiados años aguantando aquel calvario, por el amor de Dios».

En el rellano, diez pisadas de barro y sangre van desde la puerta del segundo segunda hasta la puerta del ascensor.

—Pero ¿qué cree que ha pasado?

—Chillidos, he oído chillidos de las mujeres, como si las matasen, que yo creo que las han matado. Y he visto a dos hombres que salían. Dos hombres con tatuajes.

Los agentes llaman a la base. Se sienten autorizados a llamar a la puerta del segundo segunda y, luego de esperar un rato ante un silencio sepulcral, se animan a forzar la puerta.

El primer cadáver está ya en el vestíbulo, en pijama, destripado y empapado en el charco de sangre que cubre el suelo. Un hombre de largos cabellos y barba.

La vecina les informa de que en aquel piso vive (vivía) la familia Requena, compuesta por el padre, la madre y dos hijos, chico y chica. Los buzones de abajo les ayudan a dar con los nombres exactos, Antoni Requena, Guadalupe Romiño, Isaac Requena y Cristina Requena. Todos narcotraficantes, según la vecina, y que en aquella casa nunca acababan de entrar y salir tipos raros, que tenían aterrorizado al personal, que por eso no habían denunciado nunca nada a la policía, «porque es sabido que entran por una puerta y salen por la otra y, al día siguiente, van a venir con la navaja para preguntar quién se ha chivado, que mientras que no se me metan en mi casa que se droguen tanto como quieran, pero que dar miedo dan un miedo que te cagas».

Más tarde, en la habitación de matrimonio, los Mossos encontrarán una buena cantidad de coca y marihuana distribuidas en dosis individuales para la venta, una bolsa de plástico llena de píldoras de ketamina, metanfetamina y otras porquerías, una balanza, sustancias que seguramente servían para cortar la coca o la heroína, si alguna vez la hubo, y hasta jeringuillas en su envase esterilizado.

No es difícil reconstruir lo sucedido.

Los asesinos (más de uno, seguramente dos) han llamado al portero automático y habrán dado alguna contraseña o habrán anunciado que iban de parte de alguien lo bastante solvente como para que Toni Requena les atendiera. En cuanto ha abierto la puerta, le han atravesado el vientre con un machete, sable o catana, ha muerto al instante, y ha caído en medio del recibidor. Los asaltantes han seguido por el estrecho pasillo que conduce a la salita interior flanqueado por el baño y la cocina a la izquierda y dos dormitorios a la derecha. De uno de esos dormitorios, el más cercano a la sala, ha salido el joven Isaac Requena, a quien probablemente su padre habrá avisado antes de abrir, por si acaso. El chico ha forcejeado con los tipos en el pasillo, que ya se ha ensuciado un poco con su sangre, y ha conseguido llegar a la cocina donde había una buena colección de cuchillos. Todos ellos, el del pan, el jamonero, el cebollero, el deshuesador, la puntilla, el hacha, el trinchante y hasta las tijeras, todos están clavados en el cuerpo del muchacho que yace contra el frigorífico descoyuntado como si hubiera muerto retorciéndose.

Ese habría sido el momento en que han empezado a chillar las mujeres de la casa. Y los agresores debían de saber que no pasarían más de cinco minutos entre una llamada al 112 y la llegada de la policía porque no han perdido tiempo con ellas. La madre está al fondo de la sala, junto a la puerta de su habitación, y le han cortado la cabeza limpiamente, de un solo tajo que ha terminado hincándose en el marco de madera. Para llegar hasta ella, abriéndose paso precipitadamente por la abigarrada estancia, el asesino ha destrozado la figura de porcelana que representaba a una pantera negra de tamaño natural en reposo y ha derribado el televisor de 72 pulgadas de su mesita de ruedas. La chica, Cristina, no ha tenido oportunidad de abandonar la cama. Ha quedado allí, sobre las sábanas, prácticamente partida en dos.

En la urgencia de la fuga, sobre la sangre del vestíbulo han dejado pisadas muy claras pertenecientes a las botas militares del ascensor. Cabe suponer que, una vez allí, se habrán dado cuenta del rastro que iban dejando y se las han quitado para continuar descalzos su escapada. Más tarde, los de la Científica establecerán que el barro de esas botas procede del descampado de Santa Coloma donde han encontrado el cuerpo de Venancio Fernández.

Cuando han salido del piso de la matanza, la vecina que ha llamado a la policía, aún con el móvil pegado a la oreja, los estaba observando a través de la mirilla. Los ha visto salir, feísimos y feroces, grandotes, brutales, «no eran de aquí, eran como sudamericanos, indios o algo parecido».

—Y uno de ellos llevaba un tatuaje muy grande aquí, en el cuello. Me ha parecido que era el símbolo de María Auxiliadora, que Dios me perdone.

—¿María Auxiliadora?

—Sí. Una eme y una a, muy grandes, con letras muy historiadas, góticas o algo así.

En cuanto se presentan los de Investigación, los dos agentes hablan del coche Audi que estaba mal aparcado un poco más abajo en el momento en que ellos llegaban. Se han fijado en él porque obstaculizaba un poco el paso y ellos iban con prisa. La vecina había dicho «me parece que están matando a alguien». Un Audi de gama alta, negro, muy brillante, y dos tipos corpulentos vestidos de negro y con gorras que estaban montándose en él en ese preciso instante.

Ahora, el Audi y los tipos han desaparecido, claro está.

Un comisario, uno de los jefazos de mayor graduación que nunca se había dirigido a ellos, les habla con severidad:

—De esto, ni una sola palabra a nadie. Ni a vuestras familias. Si mañana los periódicos dedican aunque sea dos líneas a este incidente, vosotros seréis los responsables. ¿Entendido?

El médico forense certifica la defunción de las cuatro personas, el juez ordena el levantamiento de los cadáveres y, cuando los de la Científica disponen de vía libre para buscar pistas en medio de aquel caos, al abrir la puerta de la cuarta habitación, la más cercana al recibidor, se encuentran con dos boas constrictoras y una pitón enormes. Junto a la cabecera de la cama de Isaac hay dos arañas enormes, probablemente venenosas, y en el cuarto de la pequeña Cristina, les espera una iguana terrible y exótica, como un dinosaurio en miniatura.