VENANCIO
Martes, 22 de mayo. Dos días después del robo
Esa misma noche del martes 22, Venancio Fernández, estibador del puerto, conocido alcohólico de Santa Coloma, narra a voces sus aventuras por los Mares del Sur en el bar de un tal Perea. Venancio estuvo trabajando en un mercante llamado Emperor (dice él, así, como suena, pronunciándolo tal cual), que significa «Emperador», y que fue abordado por piratas malayos. «Como te lo cuento». Y vio como ejecutaban a tres marineros delante de sus ojos, tres elegidos al azar, y como sodomizaban a otro.
Alguno de sus oyentes, tan alcoholizados como él, aventura que seguramente el sodomizado era él, Venancio, «anda, a que sí, confiésalo, Venancio, a que te gustó que te dieran por saco». Venancio celebra la ocurrencia con una carcajada. Se le ve feliz. El dueño del bar ha observado que lleva mucho dinero encima, un buen puñado de billetes de cincuenta euros y supone que de ahí deriva su euforia y se pregunta de dónde debe de haberlos sacado.
Llega el momento en que Perea ofrece un trago más y Venancio lo rehúsa, «que no, que me conozco, que si me tomo una más no llegaré a casa andando, y mañana tengo que ir a currar». Saca el puñado de billetes y paga lo que ha tomado. Recupera su paraguas plegable del cubo donde lo tenía enredado con otros paraguas. Afortunadamente, hace rato ya que ha dejado de llover porque este artilugio se ve destrozado, con varillas que salen disparadas en todas direcciones y la tela colgante, como el ala de un pájaro moribundo.
No volverán a verlo vivo.
Para llegar a la chabola donde tiene su domicilio, debe pasar por un callejón oscuro y sin asfaltar, próximo a la calle Washington, entre Wilson y Cristóbal Colón. Esta noche es un barrizal salpicado de charcos profundos. Allí lo atraparán. Al menos dos personas calzadas con botas militares. Le atraviesan el tórax con lo que debe de ser un machete o tal vez una catana y, cuando ya está tumbado en el suelo, le cortan las manos y la cabeza. No le encontrarán encima ni un euro, lo que haría pensar que el único móvil del crimen habría sido el robo, de no ser por el insólito ensañamiento.
Encuentra el cuerpo, hundido casi por completo en el barro, un joven que regresa de juerga a las cuatro de la madrugada y tiene la idea de aparcar en el descampado. No ve las vallas metálicas que el ayuntamiento ha colocado en la bocacalle para impedir el estacionamiento de coches en este terreno y se lleva una por delante con la consiguiente catástrofe. Cuando se apea para valorar los estragos de la colisión, los faros bizcos del vehículo le permiten ver el cuerpo caído unos veinte metros más allá.
Telefonea al 112 y en seguida se llena la zona de coches patrulla de los Mossos, la delimitación de la zona con las cintas de plástico, linternas arriba y abajo, destellos azules, voces, agentes de la Científica con aquellos monos y gorros y máscaras blancas que los asemejan a astronautas, y luego, el juez y su comitiva. Ellos son los que traen la noticia de que, en la otra punta de la ciudad, en el Poble Sec, cerca del Paralelo, hace apenas una hora que han aparecido cuatro cadáveres más. Ahora viene de allí la comitiva judicial; qué cantidad de trabajo y de sangre en una noche, por Dios.
El médico forense, que acaba de establecer que los asesinatos del Poble Sec se han cometido aproximadamente a las dos de la madrugada, dictamina que el viejo Venancio Fernández ha sido agredido antes, sobre la una.