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UN ABOGADO VESTIDO DE AZUL

Lunes, 21 de mayo. Un día después del robo

El inspector jefe Diego Cañas ha cogido ya la chaqueta de un zarpazo y se dispone a ir a comer y a casa, cuando el comisario jefe de su unidad le reclama a su despacho.

No ha dormido en toda la noche, no se ha repuesto aún de que lo hayan tiroteado, ha desayunado únicamente dos donuts, siete cafés y dos cafés con leche, y su esposa Pilar no deja de telefonearlo a cada hora porque la noche anterior su hija Lorena dijo que se iba a dormir fuera, y él la amenazó «como salgas de aquí, no hace falta que vuelvas», y ella dijo «pues no vuelvo», y él «pues no vuelvas», ella se fue con un portazo y todavía no ha dado señales de vida.

Al inspector jefe le duele la cabeza, tiene la boca seca y barnizada con un regusto amargo, los ojos inyectados en sangre, y la derrota le deja un zumbido insoportable en los oídos. No está en condiciones de enfrentarse al comisario.

Se detiene un instante para echar una ojeada a la bruñida placa de latón que hay junto a la puerta, «Isidro Mora-Mogán, comisario jefe UCRID», llama con los nudillos y entra.

Le sorprende la presencia aparatosa del abogado vestido de azul, camisa impecable, un nudo de corbata que Cañas jamás conseguirá, bien dormido, bien alimentado, peinado con raya a la izquierda y gomina, panzudo, con papada y una expresión burlona e insultante de superioridad. El comisario Mora Mogán sin guión está parapetado tras su escritorio, como siempre, tratando de ver los toros desde la barrera.

—¿Conoces al señor Briviescas?

Sí, se han visto un par de veces, en el juzgado y en la Fiesta de la Policía el día del Ángel Custodio. Dirige un bufete de abogados especializado en extranjería y normalmente envía a sus monaguillos para que traten con la purria. Ahora le tiende la mano con la condescendencia de quien saluda al niño de la casa. «Hola, guapo, qué alto estás».

—El señor Briviescas —continúa el comisario jefe— es el representante legal del señor Soong…

—Soong —le corrige el otro con un cierto reproche, aunque Cañas sería incapaz de diferenciar las dos pronunciaciones.

—¿Nos sentamos y comentamos lo que sucedió anoche?

Se acomoda el comisario en su trono majestuoso, giratorio y reclinable y el inspector jefe y el abogado ocupan los sillones de enfrente, demasiado mullidos. Briviescas apoya con autoridad sus manos regordetas sobre el puño del paraguas, como si este fuera un bastón aristocrático.

—No hace falta que me cuente nada —dice Briviescas—. Ya he hablado con el señor Soong y he leído todo lo que tenía que leer. Mis representados fueron objeto de una agresión y usted —acusa a Cañas sin perder su odiosa sonrisa— los trató como si fueran ellos los agresores.

—Nos dispararon. Con una pistola del nueve largo. Todo el cargador.

—¿Quién les disparó?

—Nos dispararon desde el piso del señor Soong.

—Sí, pero ¿quién les disparó? Ya ha quedado establecido que una persona desconocida entró en el piso por la fuerza y golpeó al señor Soong Chew, primo hermano del propietario de la casa. Luego, parece que se descolgó por una ventana de la parte posterior. Y usted le dijo al señor Soong Chew que debía considerarse detenido…

—Yo no le dije eso.

—Usted o uno de sus hombres.

—Ni yo ni ninguno de mis hombres. A ese señor lo llevamos al Clínico porque tenía una brecha en la cabeza.

—Lo llevaron contra su voluntad.

—Consideré que era mi obligación llevarlo para que lo curaran porque me pareció que estaba muy afectado.

—Y a la señora Ye Zhuo, que estaba en el establecimiento del señor Soong, también la trajeron a Jefatura contra su voluntad…

—En ningún momento se opuso. —La resistencia ya es blanda y derrotista, lastrada por el agotamiento y la experiencia que le dicen que no hay nada que hacer. La vida ha enseñado a Diego Cañas que es inútil tratar de razonar con un abogado.

—Le mostrasteis las esposas.

—Pero no se las pusimos. Teníamos que traerla aquí para tomarle declaración.

—¿Por qué? ¿Porque estaba leyendo tranquilamente en el interior de una tienda, a cien metros del lugar desde donde os habían disparado? —Cañas ya se vuelve hacia el comisario, que tuerce el gesto suplicando resignación, y luego desvía la vista hacia cualquier rincón donde no pueda toparse con la cara fofa, arrogante y burlona de Briviescas—. ¿No es cierto que dio la orden a sus hombres de que entraran en la tienda de modas y detuvieran a todo el que encontrasen?

—Sí —afirmó con un suspiro de fatiga definitiva—. Acababan de dispararnos. Dije lo primero que se me pasó por la cabeza.

—No sé si se da cuenta, inspector, de que su asalto de anoche tiene unos serios tintes racistas y que, si esto sale de aquí, podrían encontrarse con un escándalo de tres pares de cojones. —El comisario jefe mantiene la vista baja, muy compungido. Cañas no puede esperar ninguna ayuda de su parte. Y el abogado, triunfal, continúa machacando—: No sé si se da cuenta de que el señor Soong es una persona muy importante entre la comunidad china, presidente de una asociación de pequeña y mediana empresa y accionista de la terminal de contenedores de Frank & Ming, en el muelle de El Prat, lo que significa más de trescientas hectáreas del puerto de Barcelona.

—Sí, me doy cuenta —interrumpe Cañas, irritado—. Me doy cuenta.

Pero es muy difícil hacer callar a un abogado.

—No sé si se da cuenta de que hay muchos intereses económicos en juego. Barcelona es una ciudad hermanada con Shanghái; el puerto de Barcelona se va a convertir en el más importante del Mediterráneo. Hemos —dijo «hemos»— hecho una inversión de seiscientos millones de euros, poca broma, para recibir a todos los barcos que lleguen al Mediterráneo procedentes del Lejano Oriente a través del canal de Suez. Veintiuna mil personas trabajan en el puerto de Barcelona para conseguir ese objetivo. Treinta mil camiones van y vienen cada día por este puerto que es el tercero del mundo en acogida de pasajeros, el cuarto del mundo en recepción de coches. Dos millones de contenedores nos llegan desde China al año; más de cinco mil al día, y todo eso gracias al gobierno chino. Menuda responsabilidad enviarlo todo a tomar por culo por una precipitación absurda, ¿no? El cónsul está que trina y exige explicaciones, y yo no veo cómo puede usted justificar la actuación policial solo basándose en los datos que se reflejan en los atestados.

Cañas no sabe qué decir. Evidentemente, el comisario y el abogado ya se lo han pasteleado todo antes de que entrara él y, aparte de recibir el chaparrón y entregar su placa y su pistola, no se le ocurre qué más puede hacer. En su casa le espera Pilar, desesperada por la ausencia de Lorena. Y como está permitiendo que se imponga un silencio espeso e incómodo para los tres, el comisario jefe se ve en la obligación de intervenir:

—Está bien, señor Briviescas. El inspector jefe Cañas ya lo ha entendido. Daremos por terminada la operación que habíamos iniciado y ya puede decir a sus representados que se queden tranquilos.

Diego Cañas recibirá cinco bofetadas antes de hartarse del todo y agarrar su pistola secreta y decidirse a matar, y esta es la primera. Un guantazo humillante que de pronto le arrebata uno de los pocos trabajos serios que ha podido emprender en su carrera de policía. La vergüenza de verse arrastrado por su jefe, antiguo compañero, veterano y a veces hasta admirado, a una sumisión denigrante, definitivamente denigrante.

Desde el fondo de su cansancio experimenta un sobresalto, pero se contiene. No piensa echarle un pulso al gordo, ni darle la oportunidad de que lo derrote de nuevo.

—Bien.

Las palabras del comisario jefe parecen satisfacer al abogado, que amplía su sonrisa odiosa y se pone en pie como el ogro gigantesco de los cuentos antes de arremeter contra los niños. Agarra con la mano izquierda el paraguas como los reyes deben de aferrar su cetro después de dictar unas cuantas sentencias de muerte y tiende la derecha para estrechar la del comisario jefe, también para hacerlo con la de Cañas pese a todo y, después de redondear la despedida con una discreta reverencia o cabezazo, se dirige a la puerta, la abre y sale muy orgulloso de sí mismo.

Cañas se vuelve hacia su jefe. Ve cerrarse una etapa de su vida. Si abandonan ahora, ya nunca más investigarán a los chinos, carecerán de sentido todos los esfuerzos realizados hasta el momento.

—¿Das por concluida la operación Jackie Chan? ¿En serio? —exclama, casi gime.

Isidro Mora Mogán hace el gesto del dominus vobiscum para dar a entender que no le queda más remedio.

—No tenemos nada, Cañas. Te dije que necesitaba algo en un mes. Eso era a mediados de abril, después de Semana Santa. Estamos a 21 de mayo. Has tenido tiempo más que suficiente, y nada.

—Pero es que hay algo —se resiste el inspector jefe.

—¿Qué hay? —dice como dando la última oportunidad.

—Un banco secreto. El dinero negro que generan las timbas, las extorsiones, la prostitución y demás va a parar a la casa de modas de Soong que vigilamos. —Mora Mogán cabecea agobiado. Vuelven a chocar con el señor Soong. Hay que darle algo más—. Y tengo una intuición. Han robado esa banca secreta. Alguien se ha atrevido a robar el dinero de las tríadas.

El comisario jefe frunce el ceño y suelta un «¿Qué?». Cañas entrevé la posibilidad de convencerlo para que recupere la operación Jackie Chan.

—Estoy casi seguro. Metí a un confidente en casa de Soong, y descubrió la gran cantidad de dinero que se centralizaba allí…

—¿Cómo se llama ese confidente?

—Liang. No lo conoces. Es chino. No es un ladrón pero tiene tratos con un chorizo con antecedentes que le vende el oro que roba, y Liang se lo vende a los chinos, así que está bien metido en su ambiente, confían en él. Me juego lo que sea a que han sido esos dos los que han robado a Soong. Ellos dos y uno al que llaman Tracas, que es amigo del chorizo, me juego lo que sea. —Cada vez más apasionado—: Han sacudido el avispero. Ahora la tríada se pondrá nerviosa, dará un paso en falso, y tendremos la oportunidad de aprovechar ese paso en falso.

Mora Mogán lo mira directamente a las pupilas, como si quisiera hacerle daño por telepatía, y mantiene durante unos segundos una inexpresividad congelada que, poco a poco, va enfriando y desinflando la carga del inspector jefe.

—Pues va a ser que no —suelta al fin, recurriendo a una de esas frases hechas que se imponen por temporadas.

—¿Cómo que va a ser que no?

—Mira, Cañas —«que no sé cómo decírtelo, que pareces tonto»—: Creo que no te has dado cuenta del revuelo que tenemos armado. No es solo el cónsul chino quien está cabreado. El cónsul ha llamado al embajador de Madrid, el embajador ha hablado con el ministro de Asuntos Exteriores y el ministro ha hablado con nuestro director general, que fue quien puso en marcha la operación Jackie Chan. Me ha llamado esta mañana y me ha preguntado: «¿Qué habéis sacado en claro?». Le digo: «Todavía nada». Me dice: «Pues déjalo». Dice: «A tomar por culo los chinos». —Cañas inclina el cuerpo hacia delante, se acoda en las rodillas, se frota los ojos en actitud de rendición incondicional. Y Mora Mogán varía el tono para contarle lo que ya debería haberse aprendido—: El Gobierno chino ha comprado la deuda externa de España. ¿Lo sabes? ¿Lo has oído? ¿Te has enterado? Cinco mil y pico de millones de euros. ¿Sabes lo que eso significa? Pues que se han comprado España, ni más ni menos, y por tanto ellos son los que mandan. ¿Vamos a escupir en la mano que nos salva y nos da de comer?

Cañas levanta los ojos rojos con esa expresión de niño perdido y no hallado en ninguna parte.

—¿Y dejamos que sigan con lo suyo?

—Pero ¿qué es lo suyo? —El otro se encoge de hombros, como si se tratara de una bobada—. ¿Qué tenemos ahora que no tuviéramos hace dos meses?

—¿Cómo que qué es lo suyo? Lo que me dijiste tú. La tríada que se traslada a Barcelona para distribuir heroína del Triángulo de Oro y todo lo demás. —Mora Mogán menea la cabeza con desdén, «total, nada»—. Las timbas clandestinas, los grupos de extorsión, la prostitución…

—Total, nada. Nada y entre ellos, que se explotan entre sí, como siempre. ¿Heroína? No ha llegado, que nosotros sepamos. Y cuando llegue, ya se preocuparán los Mossos, que es cosa suya. Estamos poniendo la venda antes de la herida. —Cañas abre la boca para resistirse un poco más, y el comisario jefe le bloquea el paso definitivamente—: Son órdenes del ministro, Cañas. Déjalo ya.

Entonces, se le escapa a Cañas, al veterano Cañas:

—Pero eso significa…

Automáticamente se siente ingenuo y ridículo. ¿Treinta años en la policía y ahora le sale ese papel del panoli idealista? ¿Aún no se ha enterado de lo que es la vida? Se maldice por haber pronunciado las palabras «Pero eso significa», se indigna, se arrepiente, se humilla, se cabrea, se daría de hostias. «Pero eso significa», gilipollas. Y el comisario jefe —Isidro Mora-Mogán, con guión— continúa diciéndole, silabeando para que no se pierda detalle, lo que ya tendría que saber.

—Cañas… —Asquerosamente paternal—. Estamos en una crisis terrible que está a punto de enviar este país a la mierda. Si podemos salir de ella —«podemos», imprudente primera persona del plural— mediante sobornos, comisiones, recalificaciones, chanchullos y mangoneo, ¿crees que no van a hacerlo? —Corrección con «van», tercera persona del plural—. Si el tráfico de armas o de drogas o de mujeres y niños o de lo que sea puede aportar dinero líquido a los bancos, ¿a ti te parece que estos dirán «no, por favor, nosotros solo queremos dinero limpio e inmaculado»? ¿En qué coño de mundo vives?

Lo más humillante es esto: «¿En qué coño de mundo vives?».

Esta es la primera bofetada.