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EL JUEGO DE PEI LAN

Un mes antes del robo

Cuando salimos del gimnasio, en Santa Coloma, Pei Lan me dijo que se iba a la tienda de su padre, en la calle Trafalgar. Yo ya lo suponía pero fingí que no y le dije que la acompañaba, que quería que me la enseñase por dentro para el día que la heredásemos. Era una broma y ella lo entendió y lo celebró con risas. Hazla reír.

Sabía que tenía las piernas lo bastante hermosas para permitirse minifaldas o pantalones muy ajustados. Aquel día tocaba la minifalda satinada que destacaba los movimientos armoniosos y provocadores de sus glúteos. Blusa roja y brillante y cabellos negros.

—¿Y el cabello azul?

—Me pareció que no te gustaba.

Cheng Kinkong, el Hombre Mono, me habló un día de la tienda del señor Soong. Me tomaba por tonto y yo me dejaba tomar el pelo como si lo fuera. Se daba importancia y se empeñaba en demostrar que yo nunca me enteraba de nada. No se cansaba de hablar de su camión Volvo con teletac, con el que entraba y salía del puerto de Barcelona como si fuera el dueño, siempre cargado de mercancía prohibida y peligrosa, droga, coches de lujo, cadáveres de chinos que iban a ser enterrados en China. Nunca nadie revisaba el contenido de su carga, nunca nadie le paraba, nunca le habían hecho pasar por el control de escáner. Yo a veces le regalaba chucherías de oro de las que me daba el Pardales y le llevaba a follar con las chicas de la peluquería de Lady Mami, y le servía vino, o whisky, y le hacía pocas preguntas. Era un buen sistema para sacarle secretos. Él aseguraba que pertenecía a la tríada de Barcelona y yo le suplicaba que me recomendase para entrar en ella. Como no lo hacía, yo le decía que no creía que existiera esa tríada y mucho menos que lo hubieran aceptado en ella y, entonces, para convencerme, soltaba algo así como: «El señor Soong, ahí donde lo ves, es alguien muy importante en esa sociedad». Yo le decía que ya lo sabía. «Tú qué coño vas a saber. ¿Tú has estado en la tienda del señor Soong?». Y yo: «Claro que he estado». Me respondía con mueca desdeñosa: «Qué va, tú no tienes ni puta idea». «Que sí», insistía yo, como el tonto que se resiste a ser ninguneado.

—Ah, ¿sí? —preguntaba burlón—. Ah, ¿sí? ¿Tú sabes de lo que estás hablando, mamón? ¿Tú has visto la puerta secreta?

—¿La puerta secreta?

—¿Lo ves? ¡Anda, anda!

Aquel día, a la salida del gimnasio, durante el viaje en metro, acorralé a Pei Lan contra el rincón de las bragas y me atreví a decirle al oído: «¿Es verdad que en la tienda de tu padre hay una puerta secreta?». Ella se apartó y entrecerró uno de sus ojos de pantera.

—¿Quién te ha dicho eso?

—Un bocazas que trabaja para tu padre y siempre me quiere demostrar que lo sabe todo. Pero, si lo sabe él, debe de saberlo todo el mundo, ¿cierto?

No apartó sus ojos suspicaces y amenazadores de los míos.

—¿Quién es ese bocazas?

—Bah, no importa, un desgraciado.

Ella soltó una carcajada por sorpresa, porque estábamos muy cerca y porque todo lo que yo decía la hacía reír, y se colgó de mi cuello para poner sus labios suculentos y grapados tan cerca de mi oreja que su aliento me hacía cosquillas en el tímpano. «Quiero jugar con tus pezones. ¿A ti te gustaría que jugara con tus pezones?». Entonces, me pareció que ya era inevitable, que sería un gilipollas profundo si no lo intentaba. Había estado pensando en los días pasados y había llegado a la conclusión de que, si me daba pie por segunda vez, tendría que reconsiderar la teoría del desapego. Si insistes en ignorar a una chica que se empeña en ponerte las bragas en la mano, terminas por ofenderla gravemente. Es una cuestión de educación. Debería constar en todos los manuales de urbanidad: «Nunca huyas de una muchacha que te pone por segunda vez sus bragas en la mano». Y me pareció que la proposición de jugar con los pezones era equivalente a la insinuación de la ropa interior, así que le puse el dedo índice bajo la barbilla y busqué el beso, y ella no me lo esquivó. Me comí aquellos labios dulces y mi lengua jugueteó con la pieza metálica que los adornaba, y mis manos quisieron buscar sus pezones bajo la blusa roja de seda, pero se contuvieron porque estábamos en el metro. Su boca me arrastró a otro mundo del que resultaba doloroso regresar.

Estábamos subiendo las escaleras hacia la plaza de Cataluña, cuando le solté como por casualidad:

—¿Tu padre trabaja con un señor que se llama Wo Yim?

Se volvió hacia mí y frunció su naricilla. Me pareció que aquel era un momento muy importante, pero no estaba seguro.

—¿Quién? No.

—¿Y con uno que se llama Chen Wei?

Tardó en responder dos segundos de mirada intensa que demostraron que el momento era importantísimo. Conocía el nombre de Chen Wei, igual que conocía el nombre de Wo Yim. Al menos, los había oído alguna vez.

Me dijo: «No, no los conozco de nada», pero sí los conocía, sí los conocía y yo la estaba perdiendo para siempre.

—¿Quién te ha dado esos nombres? ¿El mismo bocazas de antes? —preguntó rebozada de amenazas, «lo mataré»—. Como se entere mi padre, ese bocazas pronto dejará de trabajar para él.

—No, no —murmuré—. Debo de estar confundido. He leído esos nombres en alguna parte. No sé por qué pensaba que erais parientes o algo así.

Y ella no preguntó por qué había creído yo que eran familia, dónde lo había leído, por qué hacía preguntas tan raras. No quiso prolongar la conversación. Me hubiera gustado tranquilizarla convenciéndola de que no iba a contárselo a nadie, ni siquiera al inspector Cañas. No podía decírselo, claro, pero era verdad que no se lo diría. La policía no tiene por qué saberlo todo siempre.

—Y al otro lado de esa puerta secreta, ¿no habrá algún sitio donde podamos ir a jugar tú y yo?

Lo que seducía a Pei Lan era mi atrevimiento, la perspectiva de transgresión, la excitación del peligro. Recuperó la risa y la chispa en las pupilas. Eso sí que sería estupendo.

La tienda del señor Soong, Modas Soong, Dona, Home i Nen, Señora, Caballero y Niño, Solo al por mayor, estaba en un chaflán de la calle Trafalgar, y eso hacía que su planta fuera romboidal, estrafalaria, con ángulos agudos en algún rincón. Cien metros cuadrados con las paredes cubiertas de cajas de cartón, con el estorbo de maniquíes antipáticos, de rostros blancos y descascarillados, todos iguales en su actitud abotagada, y percheros múltiples de donde colgaban infinidad de vestidos. Unas escalerillas subían a un altillo de techo bajo donde montaba guardia otra patrulla de monigotes indiferentes a todo.

Al fondo estaba el señor Soong negociando con un gitano que necesitaba género para el puesto ambulante con el que recorría mercadillos de pueblo. No parecía el chino favorable al regateo ni a las zalemas del otro. Él no me conocía, pero yo a él sí. Aunque vestía una camisa y un pantalón baratos y unas sandalias un tanto prematuras para la época del año, tenía un porte distinguido y feroz con profundas arrugas verticales que le curvaban la boca hacia abajo en una mueca que siempre parecía propensa al ladrido. Sonreía poco, tal vez porque ya había sonreído todo lo que sabía y debía en sus épocas de humillación, hasta llegar donde estaba ahora. El pelo largo y recogido atrás en una especie de moño discreto le daba un aire especial, no muy masculino, que solo en los chinos despertaría alguna clase de respeto. Al verlo, uno se convencía de que debía de resultar muy difícil someterlo a una extorsión.

—Espera aquí —me dijo Pei Lan.

Esperé semioculto a los ojos del hombre ajetreado que negociaba con el gitano tras el mostrador. Me mantuve casi agazapado en el estrecho pasillo que había entre la hilera de maniquíes y una larga serie de perchas con delicada ropita infantil envuelta en plásticos polvorientos y siniestros como sudarios. Pei Lan hablaba con su padre en castellano, él la reñía por llegar tarde, ella le daba explicaciones vacuas. Él salió a la calle con el cliente y ella corrió en mi busca y me hizo señas, «ven», excitada y ansiosa.

Cruzamos una cortina estampada de flores que daba a una trastienda sorprendentemente grande, con más estanterías, una mesa con flexo, y una silla, y un gran espejo a mano izquierda. Al fondo, junto a una pared de ladrillo a la vista, había un par de hombres trajinando cajas de cartón muy pesadas y era evidente que Pei Lan no quería que la vieran. Sobre una repisa diminuta de formica, sujeto a la pared con una cadena, había un pequeño mando semejante a los que se usan para abrir las puertas de los garajes desde los coches. Pei Lan lo agarró, lo orientó hacia los espejos, lo pulsó, se oyó un chasquido y, con un leve empujón, el espejo resultó ser una puerta que se abría hacia el interior. Traspasamos el umbral y nos encontramos en un reducido distribuidor construido con provisionales mamparas de conglomerado gris. A la izquierda, un pasillo angosto como una madriguera; enfrente, dos puertas cerradas; a la derecha, una puerta abierta a un despacho con un escritorio sepultado bajo montones de papeles en desorden sobre los cuales trabajaba un chino con gafas que preguntó, severo, en español, «¿dónde vais?». Pei Lan balbuceó «ahí, un momento», y me arrastró hacia el pasillo tenebroso. Había puertas frágiles y precarias a la derecha y Pei Lan abrió una y me empujó al interior. No encendió la luz. Las mamparas que cerraban el diminuto recinto no llegaban hasta el techo y la claridad procedente de una bombilla remota daba lugar a una penumbra insuficiente donde había que desahogarse a tientas.

Nos besamos y jugamos con las lenguas porque esa era la necesidad primera, la oral, la más elemental, pero también solté las manos para que jugasen con sus pezones, ya que ese era el deseo expreso de mi compañera. Busqué debajo de su blusa de seda roja y me emocioné tanto al descubrir que no usaba sujetador que se me instaló una especie de sollozo en la garganta. Debería haberlo notado antes. Tal vez tuviera los pezones muy pequeños y poco prominentes. La borrachera del sexo me aflojó las rodillas cuando fue ella quien pasó al ataque, me sacó del pantalón los faldones de la camisa, los levantó hasta el cuello, y se lanzó de cabeza sobre mi pecho velludo, con una especie de ronquido ahogado. Entonces, me pellizcó las tetillas procurándome un placer cuya existencia yo ignoraba. Nuestro forcejeo se volvió brusco y torpe, yo perdí el control de la mano que ya andaba hurgando bajo la minifalda e, inesperadamente, fue aprisionada por la pinza de unos muslos musculosos que le impedían el paso. Pei Lan se apartó de mí.

—No, no —susurró—. Hoy, no. Aquí, no.

Yo tartamudeé «peroperopero» mientras ella se distanciaba levantando entre los dos barricadas de manos, brazos y sopapos.

—Pero, pero, pero…

—Aquí, no. Hoy, no.

Tenía miedo de su padre, y del hombre de las gafas que nos había visto desde el despacho, y me lo contagió.

—Vete, vete, vete.

—Pero, pero, pero…

Abrió la puerta del cubículo y se asomó al pasillo maldito, «ven, sal, por aquí», «pero, pero, pero…». Me provocó un sobresalto cuando gritó, inesperadamente: «¡Ya voy, papá!», como respondiendo a una llamada que yo no había oído. Me atropello por el corredor en dirección opuesta a la puerta secreta por donde habíamos entrado, me estaba echando de su vida sin una promesa, ni un te quiero, sin un número de teléfono, llámame, ya nos veremos, tal día a tal hora en tal sitio, nada, sal de aquí, a la puta calle. Desembocamos en uno de esos zaguanes majestuosos que, en esta zona de la ciudad, todavía conservan una dignidad de anticuario. Unas escaleras que conducían al piso principal y al ascensor, y el pesado portal de madera noble, cristales y hierro forjado al otro lado del cual la ciudad continuaba con su vida monótona.

Salí al sol y parpadeé, aturdido, exhausto, descamisado, sin entender nada de lo que veía, como si me acabaran de parir.

Poco a poco, me resigné y recuperé la capacidad de integrarme al ritmo de los peatones, los coches, las motos, los autobuses y los semáforos. Me puse en movimiento. Me fui a casa.

Qué remedio.