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LIANG

Un mes antes del robo

Ahí está el confidente, disfrazado de confidente. Gafas negras, la cabeza rapada, sudadera Nike con capucha, vaqueros, zapatillas de deporte «por si hay problemas salir volao». Fumando con ostentación adolescente, con el cigarrillo a la altura de los ojos y escupiendo chorros de humo como una chimenea. Y un té para demostrar que es chino. Liang Huan.

Siempre busca fechas y lugares extravagantes para sus citas conspiratorias. El día de Sant Jordi, en una Barcelona enloquecida por los libros y las rosas, las calles repletas de paseantes felices, donde no hay manera de circular en coche. Cañas ha tenido que ir en metro a la estación de María Cristina y cubrir andando el resto del trayecto hasta el bar de la Facultad de Farmacia, junto al tanatorio de Les Corts, cerca del campo del Barça, «que aquí nadie podrá vernos juntos, joder, muchas novelas de John Le Carré has leído tú». Demasiado que lee, el confidente, que no sabe hablar sin pronunciar conferencias. Este es un país donde, si a las doce del mediodía no has dado una conferencia, te la dan, y Liang lo aprendió al poco que pisó tierra española. Él es quien instruye al inspector jefe Cañas sobre los secretos de la comunidad china de la ciudad.

En realidad, no se llama Liang Huan. Es Juan Fernández Liang, hijo de español y china, nacido en 1987 en Hong Kong, donde vivió hasta los diez años. Su padre es una piltrafa alcoholizada, marino mercante que tuvo que quedarse en un puerto de China debido a quién sabe qué enfermedad y allí conoció a Liang Jie, y se casaron. Venancio Fernández nunca ha querido a los chinos ni quiso que su hijo fuera chino y, por eso, en cuanto pudo, llevó a su hijo a un colegio católico donde curas españoles le enseñaron en castellano y, en cuanto la familia de su mujer se hartó de sus sablazos, se trasladó a Barcelona, donde ejerce de estibador enfermizo y perezoso, y coge la baja cada dos por tres. Liang lo desprecia. Le gusta contar que echó a su padre de casa a hostias cuando se vio más fuerte que él. Da clases de kung-fu en un gimnasio de Santa Coloma, además de trapichear con oro robado que le compra a un chorizo de medio pelo llamado Pardales (Joaquín Pardales Carrión, treinta y nueve años, siete veces condenado por robo con violencia e intimidación, agresión, tenencia ilícita de armas, hurto, apropiación indebida y cosas por el estilo). Cuando este pájaro pilla algo de oro y joyas, se lo vende a Liang que, a su vez, se lo vende a sus amigos chinos. Luego, se hace perdonar contando los secretos de su entorno al inspector jefe Cañas. Todos los conocimientos que este policía posee de los chinos de Barcelona se los debe a este bocazas.

Se lo presentó, hace un par de años, el inspector Larraya, que lo había conocido cuando trabajaba en la comisaría del CNP de Santa Coloma. Al ser trasladado a Extranjería, el chino confidente se empeñó en conocer a su jefe. «Yo trataré con tu jefe o no trataré con nadie», insistía. Si hay algo peor que un chivato, es un chivato que se cree importante y salvador del mundo. Ese es Liang Huan.

El bar de Farmacia se encuentra en una especie de patio trasero, ante un muro de ladrillo blanco que transmite tanta paz como aburrimiento. Doce o quince mesas con sus correspondientes sillas de metal que brillan cegadoras bajo el sol mediterráneo, ocupadas por una multitud de estudiantes multicolores y bulliciosos en este día de jolgorio, libros y rosas.

Té caliente bajo el sol. Cañas piensa que estarían mejor en el interior del local, con aire acondicionado, pero no dice nada porque así podrán fumar. Se quita la chaqueta, excesivamente abrigada.

—Hola, Juanito.

Se sienta.

—No me llames Juanito, coño. Me llamo Liang.

—Te llamas Juan Fernández.

—No me jodas.

A Cañas le gusta mucho hacerle rabiar.

Se notaba que era policía por ese aplomo de cabeza desafiante que no le tenía miedo a nada. Era alto y llevaba el cabello blanco cortado al cepillo, tenía la mandíbula de acero y ojos de Ray-Ban marrón, vestía un traje gris oscuro de boda, que parecía cortado a la medida, sobre una canallesca camiseta negra decorada con la marca del carmín de unos labios femeninos y el rótulo PEEK-A-BOO CABARET JOHNSON CITY TENNESSEE. Su aspecto era atlético y vigoroso y resultaba evidente que había entrado ya en esa patética fase de la vida en que debía presumir de ello, «toca, toca, todo músculo», «mira, ni un gramo de grasa», porque era su última oportunidad de hacerlo.

Caminó hasta mí con la mirada fija en otra parte, como oteando la proximidad del enemigo.

Se quitó la chaqueta como si estuviéramos en comisaría y se dispusiera a darme de hostias.

—Hola, Juanito.

Se sentó a mi mesa con el fastidio de quien, de vez en cuando, se ve obligado a limpiar la pocilga.

—No me llames Juanito, coño. Me llamo Liang.

—Te llamas Juan Fernández.

Me cago en la madre que lo parió.

—Un deportista como tú no debería fumar.

—¿Te crees que los deportistas antiguos no fumaban? —replica el chino en correcto castellano, casi sin acento—. Aquellos Ramallets, Kubala, Puskas, Gento, ¿te crees que no fumaban? Hace cincuenta años fumaba todo el mundo. Y no se moría tanta gente de cáncer. Hoy se muere muchísima gente de cáncer, pero no es solo por el tabaco. Es por la mierda de comida que nos dan, los colorantes, los aditivos, las grasas añadidas, los transgénicos y toda esa mierda. Y por el humo venenoso que sale del tubo de escape de los coches. Eso es lo que provoca la mayoría de los cánceres, pero como la industria alimentaria es muy poderosa, y aunque nos convencieran de que comiéramos sano, no podríamos hacerlo, y como no nos vamos a quedar sin comer ni dejamos de conducir nuestros cochecitos contaminantes, se empeñan en centrarlo todo en el tabaco. No me jodas tú también con esa mierda.

Se les acerca un camarero.

—Una caña —pide el policía.

—Cañas pide una caña —comenta Liang—. Eso es una redundancia.

—Redundancia. ¿Ya has llegado a la letra erre del diccionario?

—Me estoy preparando a fondo, Cañas, en serio. En la próxima convocatoria, me presento a mosso d’esquadra.

—Ah, ¿sí?

—Pagan de puta madre, y necesitan gente que hable y lea chino.

—Tú lees cantonés, porque eres de Hong Kong.

—Yo estudié mandarín hasta los diez años. No me tocará patrulla ni un día. A los que dominan el chino, el árabe, o el ruso, o alguna lengua rara, los ponen en seguida de paisano y en un despacho de la hostia, con pagas dobles. Como intérpretes. Y, además, yo soy cinturón negro de hsing yi chuan. Y tú me harás una recomendación.

—Me cuesta creer que sepas hablar chino de verdad, hablando tan bien el español.

—Estudié en el Institute of Languages de Hong Kong. Me daba clases un sacerdote español, de La Salle.

—Institut of Languaches. También hablas inglés, qué huevos. ¿Y qué más hablas?

—També parlo català.

—Coño, cuantas lenguas. Tú eres un lenguado.

—No tiene ningún mérito. Si no aprendes el idioma del lugar donde vives es por pura pereza mental. ¿Tú qué hablas, Cañas?

—Tu padre no quería que fueras chino, ¿verdad? Te metió a aprender español a la fuerza.

—Cada uno es lo que es, aunque tu padre no quiera.

El camarero se presenta con la caña. El policía le dice: «espera» y le paga, la cerveza y el té caliente. Liang mira al frente, abstraído, parapetado tras las gafas que lo vuelven ciego.

Se va el camarero.

—¿Qué quieres saber?

—Lo que sepas. ¿Alguna novedad?

—Ninguna. Lo de siempre. Las timbas aquí y allá, los grupos de extorsión. Hay una nueva banda de chavalillos, en la estación de Fondo. Se hacen llamar el Tong. Y el señor Fu, el del Palacio Imperial, ha ampliado el negocio.

—¿Otra timba?

—No. Un local de chicas. Cerca de la avenida de Sarrià, medio lujoso.

Cañas se bebe la mitad del vaso de cerveza. Está frío y se agradece. Está haciendo demasiado calor. Recurre al tono que utilizó el comisario jefe y, antes que él, el director general en Madrid.

—¿Drogas? —Liang le mira de reojo y arquea una ceja—. He oído hablar de un fumadero de opio en Santa Coloma.

—Pues yo no —responde el chino, muy seguro—. ¿Opio? No, opio no. Los chinos odian el opio. Los ingleses introdujeron el opio en China para hundir al Imperio. Provocaron dos guerras del opio. No, opio no.

—Heroína.

—Tampoco.

—Del Triángulo de Oro, de la Media Luna de Oro…

—No.

—Que atacan las tríadas.

Liang sonríe.

Dos chicas muy jóvenes, sin duda estudiantes, ocupan la mesa de al lado. Escotes y piernas largas y risas y cabellos que brillan al sol primaveral. Una le está contando a la otra algo sobre un cargador de móvil olvidado sobre una mesita de noche. Es muy gracioso. Una vez, Cañas comentó que la primavera es esa época en que las chicas se ponen las tetas, y los dos dedican unos segundos a ese recuerdo. Una de las chicas lleva una rosa en la mano, y la otra no.

—Tríadas —con un suspiro—. Las tres fuerzas primarias. El Cielo, la Tierra y el Hombre. Tien-Ti-Jen. No te atacan a ti. Las tríadas atacan a los chinos. Joden a los chinos, se aprovechan de los chinos, explotan a los chinos, corrompen a los chinos y, si vendieran drogas, se las venderían a los chinos. No a ti, Cañas. No a los blanquitos.

—Y los chinos se dejan.

—No se dejan, Cañas. Allí también las persiguen. Igual que en Italia persiguen a la mafia y no consiguen librarse de ella. Hay grandes redadas policiales, y periodistas que luchan contra la corrupción. Las tríadas han puesto precio a la cabeza de uno llamado Wang Keqin, ofrecen unos quinientos mil euros por él, vivo o muerto, porque denunció un tema de vacunas defectuosas que mataron a miles de niños. Niños chinos, Cañas. Niños chinos.

El camarero habla con las chicas de la mesa de al lado. Quieren un agua sin gas y una tónica. Y se ríen. Coquetean.

—La policía holandesa —recupera la palabra Cañas—, que sabe mucho de eso, dice que se nos viene encima una tríada. De eso estamos hablando.

Liang permanece unos segundos sin moverse. Una de las chicas, al lado, comenta entre risas que estuvo a punto de tirar el móvil por la ventana, y la otra se retuerce en la silla, en pleno ataque de hilaridad.

—Puede ser —acepta el chino al fin, con un suspiro—. Con la globalización, todas las mafias se están expandiendo como cualquier otra multinacional.

Cañas ha sacado un sobre del bolsillo interior de la chaqueta y, del sobre, extrae dos fotos que pone sobre la mesa. Los bustos de dos chinos. Uno posando afable, con un hombro más adelantado que otro, sonrisa de galán que quiere seducir a la cámara. El otro más serio y sombrío, como si posara para la foto de un documento. Ambos deben de tener alrededor de cuarenta años pero parecen más jóvenes, como suele suceder con los orientales.

—¿Te suenan dos tipos llamados Wo Yim y Chen Wei?

El confidente mira la foto con indiferencia y su expresión no varía.

—Quédate las fotos y pregunta —le ordena el policía—. ¿Y una nueva tríada llamada Hei She Hui?

El camarero trae el agua y la tónica a las chicas de la mesa de al lado, que ahora cuchichean con entusiasmo.

—¿Cómo se escribe?

Cañas le muestra el papel donde tiene escritos los tres nombres. Es muy difícil entenderse con un chino cuando las palabras están escritas con caracteres latinos. La pronunciación y los acentos son esenciales.

—Hei She Hui —dice Liang, pronunciándolo de una manera que Cañas jamás habría identificado—. Ese no es el nombre de una tríada. Significa Sociedad Negra, que es como se llama a las tríadas en general. Hei She Hui. Sociedad Negra. Los nombres de los tipos no me suenan de nada. Ya preguntaré.

Mete las fotos en el sobre, que desaparece entre sus ropas.

—¿Y no puede haber una tríada que haya decidido llamarse así? Como la Madre de Todas las Tríadas.

Liang se encoge de hombros, entre el tal vez y el qué más da. Cañas da un sorbo desganado a la cerveza tibia.

—Y si vienen aquí, ¿a quién crees que irán a visitar?

El chino se levanta las gafas hacia la frente para mirarlo por debajo de ellas con ojos rasgados y socarrones.

—Dímelo tú.

Cañas se aventura:

—¿Al señor Soong?

—Hace tiempo que te dije que el señor Soong puede llegar a tener malos pensamientos.

Cañas se interesó tiempo atrás por el señor Soong Xiao Chew, porque averiguó que era uno de los pocos chinos con negocios prósperos que no recibían la visita de los extorsionadores, y para el policía, eso podía significar que era él quien los enviaba. Si abandonaron las pesquisas fue porque Soong es amigo personal del cónsul, del jefe superior, de los Mossos y de un montón de gente que responde por él.

—Claro —se reafirmó Liang entonces—. La mejor cobertura. Búscate buenas influencias y la poli te dejará en paz. —Ahora, mira a Cañas a través de las gafas negras y el policía se ve reflejado en ellas como en un espejo mágico. Liang se acoda en las rodillas para hablarle de más cerca—. Escucha una cosa, Cañas. Soong Xiao Chew usa cabello largo pero nunca le verás con cola trenzada. —Pausa. Hasta que se hace evidente que el policía está a punto de pedirle una explicación a gritos—. La trenza era el distintivo de la dinastía Qing y las tríadas nacieron contra los Qing. Nunca verás a un miembro de una tríada que lleve coleta.

—Ah, ¿sí? —Casi se diría que Cañas se está burlando de su confidente. Apura la cerveza amarga. Liang no toca el té. Solo está atento—. ¿Y qué? ¿Qué reunión se celebra los domingos por la noche en la tienda de ropa que Soong tiene en la calle Trafalgar? —Liang niega con la cabeza. No lo sabe—. Ya que sabes tanto del señor Soong, me gustaría que me lo dijeras. Gente que le va a ver… —Más negación e indiferencia—. Cada domingo, por la noche. Entre las doce y la una o las dos.

—¿Visitas de cortesía? —bromea Liang—. ¿Conoces a alguno de los que van?

—El señor Fu, del Palacio Imperial. Todos los domingos, sobre las doce de la noche, visita al señor Soong.

—¿Qué te imaginas?

—Asambleas de la tríada en torno a su jefe supremo, capo di tutti capi o como se diga en chino. Rituales sectarios.

Se lo acepta con leve escepticismo. Lo que tú digas.

—Si tengo que ir a la timba del Palacio Imperial —prueba—, necesitaré dinero.

—No hay dinero. Hay crisis. Pídeselo a tu amigo Pardales.

—Tú déjate del Pardales.

En realidad, se conocieron gracias al Pardales. Liang había estado insistiendo en que Larraya le presentase a su jefe, pero el policía se negaba porque los confites no se comparten, hasta que atraparon al Pardales por robo. Liang exigió que lo soltaran si querían continuar contando con sus confidencias, y a Larraya no le quedó más remedio que hablar con Cañas, que era el único del grupo que podía convencer al señor juez. Así que Liang y Cañas se conocieron y, desde entonces, el chino se niega a tratar con un simple inspector pudiendo hacerlo con un superior. Lo que de verdad le gustaría sería relacionarse con un comisario.

—¿Todavía andas enredado con el Pardales?

—Tú quieto, que el día que trinques al Pardales te quedarás sin mí. Y ahora me necesitas más que nunca.

—¿Qué harás?

—Ya veré. —Ausente—. La hija de Soong viene al gimnasio para aprender kung-fu. Y conozco a uno que conduce camiones para el señor Soong. Pero, si han venido las tríadas, no me lo van a decir.

Cañas se acoda en la mesa de metal refulgente.

—Necesitamos que den un paso en falso. Que tengan que salir de su escondite. Hurgar en la madriguera.

—Sacudir un avispero puede ser muy peligroso.

—Que salgan. Los estaremos esperando.

Un mes después, Cañas se entera de que ha aparecido una mujer con la cabeza cortada y en seguida recuerda sus propias palabras pronunciadas la mañana de Sant Jordi. «Que salgan. Los estaremos esperando».

Ya han salido y resulta que agitar un avispero era mucho más peligroso de lo que él había imaginado.