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RUMORES

Miércoles, 23 de mayo. Tres días después del robo

En una escuela pública de Sants, próxima al lugar donde se encontró la cabeza de la señora Esperanza, a primera hora del miércoles 23 de mayo, un niño magrebí entra diciendo que el crimen es cosa de los chinos. Un alumno de rasgos orientales, tal vez chino, protesta que no es verdad, y el primero insiste en que sí, porque su padre conoce a un chino que se lo dijo. Terminan peleándose y la maestra tiene que intervenir. Todos los niños de la clase, a la hora de comer, se van a casa convencidos de que el asesino de doña Esperanza era chino, y lo cuentan a sus familias.

Ese mismo día, a la hora del bocadillo, en un bar del Ensanche, un funcionario de prisiones que ha entrado a tomar una cerveza le asegura al camarero que los autores de la decapitación de Sants son chinos. «Unos tipos quisieron robar a la mafia china, y la mafia china se está vengando». Y el camarero se lo dice a otro cliente, «de buena tinta, porque a mí me llegó por un funcionario de prisiones y se ve que allí dentro se comenta», y al otro que viene a hacer el aperitivo, y al que va a tomar su cafelito y su copa, y al que toma un bocata rápido para cenar.

Santa Coloma es un ciudad anexa a Barcelona, de 125 000 habitantes, 24 000 de los cuales son extranjeros, de 124 nacionalidades diferentes, la mayoría de ellos chinos. En varias ocasiones, la comunidad china ha pedido permiso para construir una puerta como las que existen en los Chinatown de Nueva York, Londres o San Francisco, pero el ayuntamiento se lo ha denegado. En sus calles aparecen unas pintadas que dicen: «Los chinos no se tocan», «Ladrones de chinos = muerte».

En el supermercado de los paquistaníes de la calle de la Cera, la señora a quien todos llaman la China, aunque ella se empeña en decir que es coreana, asegura que los asesinos de doña Esperanza son chinos y «que esto no termina aquí».

Un taxista uruguayo ha estado informando a sus clientes durante todo el día, y seguirá haciéndolo en los días siguientes, de que el horrible asesinato ritual de Sants es cosa de los chinos. «Es la venganza del chinito», dice. Y, a continuación, cuenta el chiste de la venganza del chinito.

El rumor llega hasta el inspector jefe Diego Cañas, del Cuerpo Nacional de Policía (CNP), ese mismo día, en el bar Fuentes de la calle Amargos, próximo a Jefatura, donde suelen reunirse policías y simpatizantes y satélites con toda clase de chismes.

—Dicen que esos crímenes son cosa de los chinos.

En cuanto lo oye, Cañas sabe que es verdad. Una convicción profunda y sólida que casi le corta el aliento. Se queda paralizado y aturdido, acodado en la barra, frente a su café con leche, como si acabaran de pegarle un puñetazo en el estómago.

Vuelve en sí cuando el camarero le pregunta: «¿Y tú qué dices, Cañas? ¿Qué sabes tú de eso?», y él exclama: «¿Quién? ¿Yo? No, nada, nada».

Paga y corre a su despacho de Jefatura donde hace unas cuantas comprobaciones y, a continuación, tres llamadas. La primera, a Liang, que tiene el teléfono apagado o fuera de cobertura. La segunda, a su amigo el comisario Cendrós, de los Mossos d’Esquadra.

—Son los chinos.

—Tú y los chinos. —No le presta atención.

Así que se pone en comunicación con el juez que lleva el caso. Crespo. Se conocen desde hace años.

—¿Señoría?

—Cañas. ¿Qué tal, veterano?

—Llevas eso de la cabeza cortada, ¿verdad?

—Sí.

—Han sido los chinos.

—¿Qué?

—No hagas caso de lo que te digan. Han sido los chinos. La mafia china. Las tríadas.

—¿Seguro?