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ÁREA DE INVESTIGACIÓN

Martes, 22 de mayo. Dos días después del robo

Reunión de urgencia en el área de investigación del Complejo Central que la Policía Autonómica de Cataluña, los Mossos d’Esquadra, tiene en Sabadell. Pasillos grises y asépticos, todos iguales, como los de un laberinto, puertas que solo se abren cuando las personas autorizadas acercan su carnet al aparato de control. Una sala de reuniones amplia, con muebles funcionales, un televisor de cuarenta pulgadas con reproductor de DVD, gran ventanal a paisaje casi rural.

Siete personas de paisano van ocupando sus asientos en torno a una mesa alargada. Tres especializados en homicidios, uno en grupos juveniles, otro en sectas y asociaciones marginales, el jefe del Área de Investigación Eliseu Romero, el comisario Cruz de la Científica y dos comisarios de las alturas, Novell, jefe de la Unitat Territorial, y Moliné, los más veteranos. Entre los seis hombres destaca una mujer de uniforme, alta y rígida, de mandíbulas apretadas y ceño fruncido. Predomina el joven atlético de mirada limpia y apuntes bajo el brazo. Se diría que se trata de una reunión de universitarios preparando una tesis.

Al otro lado del ventanal, el aguacero ha ido perdiendo intensidad y se amansa, convirtiéndose en una llovizna turbia que limpia los verdes de la naturaleza y los hace más brillantes.

—¿Qué tenemos? —abre la sesión Novell, con autoridad.

—A toda la prensa en pie de guerra, eso es lo que tenemos —responde el otro comisario, Moliné, más rezongón y pesimista.

—Tenemos la identidad de la víctima —notifica Eliseu Romero, jefe de investigación—. Y declaraciones de vecinos. Marcas de dedos en la pared y la huella de una bota militar. De momento, nada más. No hay testigos y, sobre todo, no tenemos ni idea de cuál pudo ser el móvil.

—Empecemos por la identidad de la víctima.

Más de veinte agentes han estado —y están aún— por los alrededores de las calles Joan Güell y Galileu, puerta por puerta, mostrando una fotografía de la cabeza cortada e interrogando a los vecinos. Una de las tareas policiales más pesadas y desalentadoras. «¿Conoce usted a esta persona?». «No». «¿Conoce usted a esta persona?». «No». «¿Conoce usted a esta persona?». «¡Uy, por Dios, qué asco!».

A los agentes les ha alarmado que la cerradura del portal número 4 del pasaje de Ramallets estuviera rota y, al subir al primer piso, han comprobado que habían dado con lo que buscaban. Sangre por doquier. Pestilencia e inmundicia. Dedos manchados de sangre que han arañado el papel pintado.

—Estamos comprobando si las huellas dactilares corresponden al cuerpo decapitado —apunta Cruz, de la Científica—, aunque suponemos que sí. Consta que en este piso viven Esperanza Carrión Andariego, de setenta y dos años, y su hijo, Joaquín Pardales Carrión, de treinta y nueve, siete veces condenado por robo con violencia e intimidación, agresión, tenencia ilícita de armas, hurto, apropiación indebida y demás.

—Buscad al hijo —indica el comisario Novell.

—Estamos en ello. Pero no me conformo con eso —apunta Romero—. No creo que sea cosa suya. Sobre todo porque han roto los dos cerrojos, el de la calle y el del piso. Claro que puede ser un montaje para disimular. Se lo preguntaremos cuando lo encontremos. Pero hay más. Joaquín Pardales tiene una pistola.

—¿Una pistola?

Los de la Científica han entrado en el piso con mil precauciones, han tomado muestras de sangre, fotografiado y comprobado la existencia de posibles pistas en el charco de sangre que hay en medio del pasillo antes de colocar encima unos plásticos que les permitieran avanzar hacia el interior. Se trata de un piso pobre, descuidado, sucio de años de desidia y abandono. La habitación de Joaquín Pardales se halla detrás de una puerta que décadas atrás fue blanca y ahora está amarillenta de nicotina y con marcas negras de manazas pringosas. Dentro, las paredes están empapeladas con fotos de revistas pornográficas, una colección de griegos y franceses, de tetas de silicona y de primeros planos de clase de anatomía. Colillas de porros por el suelo, una bolsita de coca en un cajón; nada, cuatro tonterías. Un televisor, un reproductor de deuvedés, una colección completa de películas porno e incluso alguna que no lo es, y una cama de matrimonio con las sábanas y las mantas revueltas y pegajosas. Y en el mismo cajón de la coca, un trapo manchado.

—En lo que debe de ser su cuarto —explica Cruz, de la Científica—, encontramos un paño con manchas de grasa y óxido, que parece evidente que contenía una pistola. Una cacharra vieja pero que debe de funcionar, si la tenía tan bien cuidada y engrasada. Trataremos de hacer como con el Santo Sudario de Turín, y a lo mejor sacamos de ahí la marca y el calibre. No sé.

—¿Para qué liarse a hachazos —reflexiona Romero—, si disponía de pistola?

—¿Hachazos?

—O lo que sea. Ya veremos qué dice el forense cuando haga la autopsia; tendríamos que meterle prisa. Otra cosa, hablando de forenses: la mujer tenía heridas en las muñecas, como si la hubieran atado. Pero no la ató su asesino, sino que eran cicatrices antiguas, como si hubiera vivido atada de forma habitual en los últimos tiempos. De hecho es así, porque en su cuarto había cadenas alrededor de los barrotes de la cama y parece que fueron cortadas de un hachazo o lo que sea.

El cuarto más alejado de la puerta, el último al que se asoman los Mossos, es la fuente de sangre, el origen de los litros y litros que inundan el piso. Allí comenzó todo. Después de la sala de estar, llena de maletas, bolsos, carteras, bolsas, productos de infinidad de robos, con kilos y kilos de ropa ajena amontonada para alimento de cucarachas, se accede al pequeño reducto sin ventanas, el último rincón, el culo del mundo en el que apenas cabe una cama con cabezal y pies de latón y una cómoda con un televisor excesivo. Allí, un grupo de profesionales inmunes al asco ha reparado en el detalle de la cadena atada a los barrotes del lecho y seccionada por un golpe poderoso que de paso hendió el latón, y han buscado pistas entre las sábanas hediondas donde se produjo el inicio de la gran mutilación. Han fotografiado y grabado en vídeo las marcas dejadas en la pared por el chorro intenso de la carótida y, luego, han reconstruido con su imaginación el recorrido de los despojos humanos a través de todo el piso hasta el recibidor, donde cabe suponer que los envolvieron en una manta para sacarlos al exterior.

En el vestíbulo, junto a la puerta, han encontrado la marca de la suela de un calzado probablemente militar. El asesino tuvo mucho cuidado al principio, precediendo siempre al cuerpo chorreante, pero en el último momento se descuidó. Un poco, solo un poco, porque la huella era casi imperceptible.

Desde el piso, los investigadores han ido siguiendo el trayecto que debió de recorrer el asesino, o, mejor, los asesinos, porque debían de ser más de uno, cargados con el cadáver hasta el lugar donde estaba aparcado el camión de reparto debajo del cual metieron el cuerpo. A continuación, los de la Científica se han preguntado desde qué ventanas podrían haber visto a los transportadores de los dos bultos siniestros, y trazarán un mapa con la intención de volver a visitar, a preguntar y a obtener testigos que puedan habérseles pasado por alto.

De los vecinos del número 4 del pasaje de Ramallets, otros agentes han obtenido más datos que les han permitido perfilar aún mejor a los inquilinos del primero. Recuerdan remotamente a la señora Esperanza, porque hacía mucho tiempo que no salía de casa. Cuando vivía su marido, tres o cuatro años atrás, se la veía por la calle arrastrando el carrito de la compra, encorvada y paciente, siempre callada, como resignada. Todos sabían que el marido la maltrataba, oían sus gritos desde los otros pisos, los portazos, los cacharros que se rompían contra el suelo. En aquella época, Quimet, el hijo, iba poco por allí. Empezó a frecuentar la vivienda después de la muerte de su padre y, entonces, durante los primeros meses, continuaron los gritos, los portazos y el estrépito de cacharros, de donde cabe suponer que la pobre señora Esperanza fue maltratada también por el hijo. No obstante, en el último año, aquello parecía haber terminado, reinaba la paz en el primero y no habían vuelto a ver a Esperanza. A alguien se le ha escapado que incluso llegaron a pensar si Quimet no la habría matado, a pesar de lo cual a nadie se le había ocurrido llamar a la policía, y no consta que haya habido denuncia alguna a propósito de aquella familia en los años anteriores. «¿Avisar a la policía? ¿Quién? ¿Yo? No, no, oiga, si se matan es cosa de ellos, yo no tengo nada que ver, yo no quiero líos».

—Bueno —concluye Cruz—, no, no la había matado. La tenía atada a la cama delante del televisor y con el mando a distancia en la mano todo el santo día.

—Qué horror. Solo falta que la obligara a ver Telecinco.

Eliseu Romero, sus hombres de homicidios y Cruz, de la Científica, coinciden en que no parece probable que semejante desaguisado lo haya organizado Quimet Pardales. Les parece más bien un crimen ritual.

—La pusieron en el escaparate —dice la cabo Montse Gelabert—. La arrastraron hasta la calle y organizaron una puesta en escena. Para que todo el mundo se enterase de lo que había sucedido.

—¿Se enterase de qué?

—No lo sé, pero que se enterase.

—¿Para que se enterase su hijo, quizá? —supone Romero, por decir algo—. ¿A lo mejor querían castigar al hijo?

—A lo mejor.

—Buscad al hijo —repite el jefe.

Eliseu Romero se dirige a dos de los presentes que todavía no han intervenido.

—He pedido la colaboración de Conrad Mestre, de Sectas, y Víctor Gasparó, de bandas latinas, para que nos asesoren, porque me parece que la cosa va por ahí.

—Sin duda —aprueba Montse, un poco inoportuna.

—Grupos juveniles —corrige Víctor Gasparó—. No se puede decir bandas latinas, porque se considera una expresión racista. Son Nuevos Grupos Juveniles Organizados y Violentos, ene, ge, jota, o, uve. —Lo dice con retranca. Todos sonríen o asienten con fastidio.

—No creo que haya ninguna secta, grupúsculo, religión, club, asamblea, oratorio ni superstición en Barcelona capaz de hacer esto —interviene Conrad Mestre—. A no ser que acabe de formarse y yo todavía no tenga noticia. Los satánicos sacrifican pollos y se untan de sangre, y a veces se clavan cosas, pero los conozco y son más gamberros que fanáticos. No se me ocurre por qué lo habrían hecho. Además, me dicen que en casa de la señora Esperanza no había ningún signo satánico, ni símbolo religioso ni cristiano ni anticristiano, ni nada que haga pensar que la mujer o su hijo tuvieran algo que ver con ellos.

—En cambio, si hablamos de bandas la… —Romero se corrige a tiempo—: grupos juveniles… —Y cede la palabra a Víctor para que aporte lo que ambos ya han hablado previamente.

—A mí me hace pensar en las maras —afirma el experto. Eso son palabras mayores. Las siete personas que hay alrededor de la mesa se ponen alerta, en guardia. Y Víctor Gasparó continúa—: La Mara Salvatrucha. Hace tiempo que los tenemos por aquí y se nos están encabritando. Las palizas callejeras son cada vez más frecuentes, han matado ya a más de media docena de personas. Y, si se caracterizan por algo, es por la gratuidad de sus acciones y por su afán de provocar escándalo y generar noticias. Que se hable de ellos. Tan mal como sea posible. Ese es su orgullo.

El comisario Novell se acoda en la mesa, interesado.

—A ver, cuenta un poco más. ¿Las maras? —No pregunta: interroga. Hablar con él siempre equivale a pasar un examen.

Pero Víctor viene bien preparado.

—De momento, vivimos tranquilos, porque parecería que solo ejercen la violencia contra sí mismos, en sus ritos de iniciación. Tienen que aguantar palizas de más de trece segundos, o alguna clase de heridas, quemaduras o mutilaciones. Y luego se desahogan contra otros grupos juveniles, contra los Latin Kings, o los Ñetas, o los Bloods, los Trinitarios o los Black Panthers, otros grupos juveniles que conocen las reglas del juego y las aceptan aunque les cueste la vida. Pero también tienen que delinquir, eso sobre todo, y eso ya hace que sean peligrosos para ciudadanos que no conocen ni aceptan las mismas reglas del juego. De momento, se han limitado a tirones y pequeños atracos a mano armada, pero su objetivo final es mucho más ambicioso. La destrucción por la destrucción. Aquí, todavía no han dado el gran paso. —Pausa dramática—: O, a lo mejor, acaban de hacerlo.

—Pero ¿por qué atacarían a esta señora, en su piso?… Ella, que estaba retirada del mundo…

Víctor se encoge de hombros.

—Demarcación de territorio. Los perros mean; los mareros, matan. En 2004, en un barrio de San Salvador, aparecieron los cuerpos de tres o cuatro colegialas decapitadas en mitad de la calle, alumnas de un instituto muy conocido allí, el INFRAME, Instituto Francisco Menéndez. Cuatro colegialas de casa bien, con su uniforme planchado. ¿Por qué lo hicieron? Para darse a conocer, para provocar miedo en la población, para que todo el mundo supiera lo que se jugaba si se metía con ellos. En otro barrio, dejaron a la vista unas bolsas de plástico con cabezas cortadas. Ese mismo año, en Honduras, el gobierno propuso el restablecimiento de la pena de muerte. Para protestar contra eso, los mareros detuvieron un autobús en pleno campo y exterminaron a veintiocho pasajeros, la mayoría mujeres y niños. Fue una ejecución metódica, con tiro en la nuca, uno por uno. —Sale al paso de la estupefacción de sus colegas presentes—: Son malos. Malos, malos. De una crueldad extrema. Asquerosamente despiadados. Les gusta ser malos, quieren ser malos. En San Francisco, California, había un problema de tráfico: un tipo que estaba aparcando no dejaba pasar al todoterreno que venía detrás. El conductor, que era un marero, se cansó de esperar, se apeó de su todoterreno y disparó contra él y contra sus dos hijos, que iban en el asiento trasero. Esto no está pasando todavía en Barcelona, pero el modelo que siguen los mareros de aquí es justo ese. El de los mareros de allá. Es lo que quieren ser cuando sean mayores. Y digo yo que a lo peor ya les parece que son mayores.

Hay unos cuantos bufidos entre la audiencia. Víctor, el experto, insiste, despiadado:

—En El Salvador controlan todos los autobuses públicos. Esperan en la parada, montan en el autobús y se llevan la recaudación, o parte de la recaudación. Los informes que nos llegan de allí dicen que se sacan doscientos mil pesos a la semana, solo del transporte público. Viven en el terror y proyectan terror. Se matan entre ellos, sin ningún problema. Está todo documentado. Uno se niega a asistir a una fiesta que da el otro y lo matan, así, porque sí. «Porque me ofendió». Incluso matan a sus propios jefes si no responden a las expectativas de la clica, que es, como llaman al grupo pequeño, la banda dentro de la mara.

Interviene el comisario Moliné, frivolizando con sonrisa tranquilizadora:

—Pero tú los tienes bien controlados, ¿verdad, Víctor? —Todos sueltan una risa de alivio, liberadora de tensión—. Bueno, contamos contigo para que nos ayudes. Hay que hablar con sus representantes, si eso es posible. Tendrás contactos.

—Quizá no con sus jefes, que están en la sombra, pero sí con sus cabezas visibles, que andan por algunos parques y plazas de L’Hospitalet.

—¿Cuándo?

—Hoy muevo mis piezas y a ver si mañana podemos tener una entrevista.

—Pues lo dicho. —El comisario Novell se levanta y con él, la sesión—. Buscad a ese Joaquín Pardales. Descubrid en qué está metido, qué enemigos se ha buscado y qué amigos tiene. Averiguad también si se esconde. Y continuad hablando con el vecindario para ver qué más podéis sacar.

No se sabe cómo trasciende el nombre pero, en los titulares de los periódicos del día siguiente ya se hablará de la cabeza de la señora Esperanza.