Capítulo XI

Los sacerdotes habían estado preparando una plataforma. Se erguía bien a la vista de todo el mundo, bajo el alto andamiaje de madera. Con gestos corteses, algunos de los sacerdotes animaron a los cautivos a que subieran a ella, y éstos así lo hicieron. Un murmullo de expectación brotó de los cavernícolas apiñados.

Constanza se situó cerca de Kordan y le sujetó el brazo. Su rostro estaba pálido.

—Nos harán un homenaje o nos ejecutarán —dijo.

—No se alarme, Rubyna Constanza. Estos salvajes han reconocido nuestras cualidades y esperan algo de nosotros. Apóyeme.

Al mirar hacia arriba, los seis pudieron comprobar que la abertura del techo de la caverna estaba justo sobre ellos. La silla litera ajustable estaba cerca. Sygiek dedujo que el andamiaje era quizás una burda imitación de algún olvidado artefacto que los capitalistas habían utilizado para aterrizar con sus cohetes. No podía verse ninguna estrella a través de la abertura del techo, pero había extraños destellos de luz cuyo origen ella era incapaz de adivinar. Probablemente se gestaba una tormenta.

El líder de los cavernícolas inició otra oración y levantó los brazos. Su voz resonó con fuerza, creando ecos a través del espacio. La masa de gente avanzó en una oleada, con los hijos delante, hasta que se detuvo en la escalinata del templo. Los rostros expresaban anhelo.

La plataforma empezó a moverse. Ascendió uno o dos centímetros del suelo. Debajo de ellos empezaron a estallar cohetes.

—Comprenden que somos de otro mundo —dijo Kordan—. Nos están utilizando como un ejemplo práctico. Estén tranquilos. No vamos a sufrir ningún daño. ¡Permanezcan firmes!

—¡No entra en mis planes el ser un ejemplo para ninguna pandilla de salvajes! —exclamó Dulcifer.

La plataforma se alzó lentamente, mientras los cohetes seguían estallando debajo de ella. La alzaban mediante unas cuerdas atadas a los extremos. A un lado, ocultos de la concurrencia, ocho sacerdotes manejaban vigorosamente un manubrio.

La plataforma se detuvo a un metro o más del suelo y la gente gritó. Dulcifer saltó de la plataforma y se colgó del andamiaje de madera. El líder de los cavernícolas, que había estado conduciendo la ascensión como si fuera un director de orquesta, lanzó un grito de ira y saltó hacia delante blandiendo una espada.

Entonces corrió hacia el andamiaje, alzando ojos y voz hacia Dulcifer. Los sacerdotes, consternados, soltaron el manubrio y la plataforma se estrelló contra el suelo, por donde quedaron desparramados los cinco pasajeros. Dulcifer extrajo una pistola de su bolsillo y disparó hacia abajo.

Kordan se puso en pie, el rostro lívido.

—¡Baje, Dulcifer! ¡Me robó la pistola mientras yo estaba durmiendo la otra noche, desviacionista! Pensé que Sygiek la había recuperado. ¡No dispare!

—¡Es usted inútil sin el Sistema, Kordan, vuelva a él! —Dulcifer efectuó otro disparo y luego empezó a trepar rápidamente.

—¡Siga adelante, camarada! —gritó Takeido.

El líder de la tribu se tambaleó y cayó en brazos de Kordan. Sygiek corrió para ayudarle, y entre los dos mantuvieron al líder de pie mientras éste vacilaba y sus brazos se agitaban descontroladamente. El dolor le retorcía el rostro, la sangre manaba a borbotones de sus labios y, después de dar un fuerte grito, murió.

Toda la multitud se levantó y empezó a avanzar por las escalinatas del templo hacia los utopistas.

* * *

Dulcifer dirigió una última mirada a la confusa escena de abajo. Había alcanzado la cima del andamiaje, donde se bamboleaba peligrosamente de un lado a otro. Mientras se balanceaba en los últimos travesaños, con las piernas abiertas, su cabeza penetró en la poco profunda chimenea de roca que conducía al mundo de arriba. La chimenea tendría poco más de metro y medio de ancho por dos de profundidad. Al otro lado, las nubes oscuras escudaban un oscuro cielo.

Así que puso músculos y nervios en tensión y saltó. Toda la feroz energía de su cuerpo estaba dirigida a aferrarse a la roca. Piedras y gravilla se desprendieron bajo sus manos, pero con los brazos extendidos consiguió encajarse en la chimenea. Uno de sus pies halló un hueco a un lado. El aire escapó en un estallido de sus pulmones, el sudor le cubrió el rostro y, con esfuerzo, subió por la chimenea.

Tras un intervalo eterno, su cabeza alcanzó el aire libre, seguida por los hombros. Con un jadeo de alivio, Dulcifer sacó sus brazos y se echó sobre un suelo en pendiente, donde permaneció tendido un minuto, sujetando sus manos ensangrentadas en las axilas. Luego se levantó, tambaleándose ligeramente, y miró alrededor.

Estaba libre.

El agujero del cual había emergido estaba protegido por enormes piedras. En la oscuridad, podía distinguir muy poca cosa del entorno, pero aun así la brisa que sopló en sus mejillas, el fresco aroma del aire, el sonido lejano de una corriente de agua, la fría impresión en sus sienes, incluso la sensación del suelo pedregoso bajo sus pies, todas aquellas cosas le causaban un aprecio inmediato y regocijante, del planeta, de la misma manera en que un hombre puede, en un instante, rememorar un amor perdido. Entonces levantó sus brazos y extendió los dedos engarfiados hacia los cielos, y a duras penas pudo contenerse para no lanzar un fuerte grito de alegría. Gruñendo, aspiró el aire nocturno.

Bajó los puños y empezó a descender por la ladera.

Apenas hubo rebasado el círculo de piedras, unas luces hirieron sus ojos. Se detuvo, confuso. Dos proyectores entrecruzaban sus haces oscilantes ante él.

—Eh, ¿quién hay ahí? —llamó—. ¿Amigo o enemigo?

Unos segundos más tarde, una nave rastreadora eratobática cruzaba el cielo a toda velocidad hacia él. Se detuvo, suspendida a pocos centímetros del suelo, y dos oficiales del EMU, con el símbolo de la Unidad Mundial en sus capas, saltaron a tierra y palmearon su hombro. Intercambiaron rápidamente nombres y explicaciones y ayudaron a Dulcifer a subir a bordo y acomodarse en uno de los asientos anatómicos que se hallaban al descubierto. Dos soldados del EMU y un hombre con el siniestro uniforme negro de la PRU estaban ya a bordo.

—Pensábamos que nunca nos encontrarían —dijo Dulcifer—. ¿Todavía sigue la huelga?

Fue el oficial de la PRU el que habló.

—No hay ninguna huelga, utopista Dulcifer; que esto quede claro. Hubo sólo un pequeño problema técnico, que ya ha sido resuelto. Por lo demás, hemos acudido de manera rápida y eficiente. No debería ponerlo en duda.

Dulcifer se echó a reír.

—¡Usted debería probar lo que se siente al ser capturado por caníbales durante algún tiempo!

—Hemos tenido que rastrear una amplia zona —dijo uno de los oficiales del EMU—. Mientras ustedes permanecían bajo tierra, nuestros instrumentos no pudieron localizarles —le pasó un frasco a Dulcifer, y palmeó su hombro—. Estamos contentos de llegar a tiempo, Vul Dulcifer.

—Quizá no lleguen a tiempo, por lo que se refiere a los demás. Bajen hasta el río e intentaré mostrarles el camino a través de los riscos. ¿Podemos penetrar hasta el fondo en esta nave rastreadora?

—Puede apostar a que sí. No hay ningún problema.

—Estupendo —bebió un trago profundo y satisfactorio del fuerte líquido del frasco—. Vamos allá. Cada segundo cuenta.

Uno de los soldados estaba transmitiendo información a las otras dos naves rastreadoras que estaban en las inmediaciones. Todas ellas convergieron en las tierras bajas. Al otro lado del río aguardaba un vehículo-oruga terrestre. Siguiendo el curso del río, la nave rastreadora ganó velocidad en el aire, mientras su reflector proyectaba luz sobre la pared del risco. Las otras naves la siguieron.

La pared del risco estaba acribillada de agujeros, todos iguales. No había señales de vida. El área parecía deshabitada.

—Retiran las escaleras por la noche —dijo Dulcifer, y empezó a sudar. Ansioso, se golpeó las rodillas con los puños.

Entonces vio el puente, que se distinguía como una plancha que cruzaba el tenue relumbrar del agua debajo.

—Ése debe de ser nuestro puente. Gire aquí y busque el túnel a unos diez metros de altura en la pared.

La nave aplanada giró a la izquierda en un ángulo cerrado y apuntó directamente al risco. El piloto pulsó algunos botones y la montaña se los tragó. Frenando con brusquedad, la nave exploradora penetró en un túnel y se detuvo. Dulcifer, alarmado, se echó hacia atrás y se cubrió la cabeza.

Un chorro de luz casi circular les precedió mientras avanzaban de nuevo. El camino parecía prometedor. Había allí centinelas de la tribu, que echaron a correr presas del pánico o se apretaron contra las paredes, gritando aterrorizados, ocultando los ojos.

—¡Más animales! —dijo riendo uno de los oficiales—. Estamos en el buen camino. —Extrajo un arma y empezó a disparar. Un centinela se derrumbó y se perdió detrás, en la oscuridad. Los soldados lanzaron vítores.

Dulcifer sujetó el brazo del oficial.

—No dispare contra ellos. No son animales.

El túnel giró, se bifurcó, se curvó a la izquierda. Una barricada avanzó hacia ellos. Una llamarada de luz anaranjada surgió de la parte frontal del vehículo que los llevaba y las maderas se volvieron humo. Se deslizaron a través de un remolino de cenizas en el aire y llegaron a la caverna principal, donde brillaban las luces.

Multitud de cavernícolas se aferraban a sus hijos y corrían en todas direcciones, los gritos resonaban y los oficiales sacaron de nuevo sus armas.

—¡No disparen! —gritó Dulcifer.

La nave exploradora se detuvo a pocos centímetros del suelo. Oficiales, soldados y Dulcifer saltaron fuera.

En el templo se hallaban Sygiek, Kordan, Constanza, Burek y Takeido, momentáneamente paralizados como en un cuadro. El líder de la tribu yacía muerto a sus pies. Cerca se hallaban inclinados la escolta del líder y varios sacerdotes, en actitud de adoración. El resto de la congregación también había estado arrodillado, pero en ese momento huía a la carretera para salvar sus vidas.

—¿Están todos bien? ¿Hemos llegado a tiempo? —inquirió Dulcifer con preocupación, corriendo presuroso hacia sus amigos—. ¡Mi querida Millia Sygiek… está usted sana y salva!

Sygiek se había acercado a Kordan, que apretaba su mano. Y aguardaba en tensión, observando con sus ojos grises a Dulcifer, que se acercaba. Su rostro se mantenía inexpresivo. Dignatarios y sacerdotes abrieron camino ante él, pero ella no se movió.

—Es usted un perro rabioso, utopista Dulcifer. Ha infringido la ley con su uso de armas de fuego —dijo Kordan, señalándole con la mano—. Eso y todos sus otros delitos no pasarán impunes, puede estar seguro de ello.

Dulcifer no le hizo caso. Miraba intensamente a Sygiek.

—¡Millia, hábleme! Su terrible experiencia ha terminado.

—Cayeron de rodillas ante nosotros. Nos adoraron. Nos aceptaron como dioses —dijo ella, como sorprendida—. Qué poco comprenden… Y qué poco comprendemos nosotros acerca de nosotros mismos…

—Déjela sola, Dulcifer —intervino Kordan—. Cuando mató al líder, ¿fue para detenerlos y dejarnos aislados en venganza? ¡Se preocupó mucho! Por fortuna, estábamos tan bien colocados en el papel de dioses en su ceremonia que aceptaron el asesinato como justo, como un sacrificio, y no nos hicieron daño. Podríamos estar todos muertos ahora.

Dulcifer le palmeó burlonamente el pecho.

—Ha hecho usted muy poco para salvar su propia piel, Kordan. Considérese afortunado de que haya en este universo alguien lo suficientemente estúpido como para confundirlo con un dios —se volvió hacia Sygiek y la abrazó, manteniéndola apretada contra su desmañado cuerpo, acariciando su pelo.

—Nos perdonaron —prosiguió ella, con la misma voz aturdida de antes—. Necesitaban un poder al que adorar y nos vieron a nosotros como omnipotentes. ¿Por qué otro motivo nos perdonarían?

—Es una ley universal, adorar al poder —respondió Dulcifer—. Pero yo me preocuparía por usted, Millia Sygiek, únicamente en el caso en que las leyes del universo fallaran por una vez. Afortunadamente existe la piedad.

—Piedad… —Sygiek salió de su aturdimiento y lo sujetó enérgicamente—. Sí, incluso yo he oído hablar de piedad, Vul. Deseo hablar con usted, hablar como es debido. Cuando regresemos a casa. Atrevámonos a hablarnos.

Él la apretó contra sí, sin hablar.

Los ojos de ella resplandecían en los de él.

Mientras los ocupantes de las cavernas se escabullían, llegaron las otras dos naves rastreadoras. Los soldados saltaron al suelo con las armas preparadas y se formaron en torno a los seis turistas, que se abrazaban y felicitaban unos a otros por sobrevivir. Se oyó la risa atronadora de Burek. Y oficiales y soldados lanzaban vítores.

Pero Rubyna Constanza se soltó del abrazo de Ian Takeido con una exclamación colérica y bajó las escalinatas del templo hacia el oficial de la PRU. Takeido hizo un ademán de seguirla, luego se detuvo. El nombre de la mujer brotó de sus labios:

—¡Rubyna Constanza!

Ella, con el rostro pálido, no miró hacia atrás.

Los otros turistas se volvieron, contagiados de una repentina frialdad en el aire. Los soldados guardaron silencio.

El oficial de la PRU, con sus botas resplandecientes, avanzó para reunirse con Constanza. Su arrugada cara se plegó en una sonrisa, sus manos se tendieron.

—¡Felicidades! Habrá mucho alivio oficial cuando se sepa que usted sigue viva y a salvo, oficial Rubyna Constanza —dijo—. La hemos buscado incesantemente desde que logramos rescatar a los demás del grupo del autobús accidentado ayer.

Constanza tocó sus manos. Cuadró sus hombros y habló con una voz que los demás apenas reconocieron:

—Han tardado demasiado. Hemos sido humillados, oficial Gunnar Gastovich, humillados. Alguien deberá asumir la responsabilidad de esto.

—Mis excusas, camarada oficial. Mis más profundas excusas. La huelga dificultó nuestros propósitos… Los responsables deberán hacerse cargo de ello, se lo aseguro. Les transportaremos inmediatamente a Ciudad de la Paz.

Restando importancia a esta última observación, Constanza tiró de su uniforme y se volvió para enfrentar a los turistas.

—Oficial Gunnar Gastovich, le ordeno que arreste a estos cinco turistas: Ian Takeido, Che Burek, Vul Dulcifer, Jerezy Kordan y la mujer Millia Sygiek. Póngalos bajo custodia desde este mismo momento. Redactaré un informe completo cuando regresemos a Ciudad de la Paz. He descubierto una conspiración contra nuestro bienamado Sistema.

Gastovich chasqueó los dedos, y los soldados empezaron a moverse.

—¡Esto es demencial! —gritó Kordan—. Nadie es más leal que yo al Sistema. Soy académico, un honrado y respetado académico del IEPU. No pueden arrestarme. Será castigada por esto, camarada Rubyna Constanza, cuando yo regrese a la Tierra. Exijo que se nos informe de los cargos.

Takeido lloraba, llamándola por su nombre.

—Cálmese, Ian Takeido —dijo Constanza con severidad—. Está usted dando muestras de culpabilidad, como se puede apreciar con claridad. Los otros deberán testificar acerca de sus largas diatribas contra el Estado, que serán castigadas con la pena máxima. En cuanto a los demás… —levantó su dedo para señalar sucesivamente a Sygiek, Kordan y Dulcifer—. Estas tres personas han acudido a este planeta con propósitos subversivos. Son miembros de una célula y comparten la posesión ilegal de un arma, como será testificado.

Burek agitó su puño.

—¡No se olvide de mí en su exhibición, maldita bruja! Apoyo a mis camaradas. Odio a la PRU tanto como ellos, y quiero ser castigado con ellos.

—¡Silencio! —estalló Gastovich.

—Los cargos contra estos criminales… —dijo Constanza, su voz se volvió vacilante en la continuación—. Los cargos contra estos criminales incluyen conspiración, sedición, lógica hostil, procesos de pensamiento deformados, aplicación errónea de la historia, libre discusión de materias clasificadas, traición al partido, pesimismo, confabulación con traidores e intento de conspirar con capitalistas degenerados con la pretensión de tomar el control de este planeta. Los cinco son enemigos del Sistema… ¡Manténgalos estrictamente vigilados!

Se tambaleaba mientras hablaba. Gastovich la sujetó. Ella hizo un gesto irritado hacia los oficiales del EMU, que vacilaban. También los soldados se habían detenido delante de los cinco acusados, apiñados en el último escalón del acceso al templo.

—¿Qué esperan? ¡Arresten a esta escoria!

En ese momento Dulcifer tenía entre sus manos la pistola. Apartó a Sygiek y extendió su brazo con el arma firmemente sujeta, apuntando al negro atuendo del oficial de la Policía de la Razón.

—Quédense todos donde están, o ese pedazo de mierda morirá. Oficiales del EMU, ustedes son hombres honorables, les pregunto…

Sonó un disparo. Un oficial de la tercera nave rastreadora había hecho fuego desde su cadera. Dulcifer se derrumbó en brazos de Millia Sygiek, soltando el arma para aferrarse a su hombro. Los soldados corrieron hacia ellos.

Indiferente a las voces y los gritos, Gastovich hizo una inclinación hacia Constanza. Señaló con un gesto hacia su vehículo.

—Los prisioneros pueden viajar en una de las otras naves. Acompáñeme usted, por favor. Ha hecho un buen trabajo, y será recompensada por él. Ahora, cuanto antes regresemos a la civilización, mejor.

Los cinco prisioneros fueron empujados o arrastrados hacia los otros aparatos. Los motores se pusieron en marcha, los vehículos giraron en perfecta formación, abandonaron la caverna, atravesaron los túneles y penetraron en la noche de Lysenka II.