Capítulo X

Permanecieron solos durante el resto del día, excepto cuando la anciana bruja les trajo unos tazones individuales de sopa aguada con sabor a menta. Las horas pasaban con lentitud, los bancos eran duros. Aunque podían mirar por encima de las puertas de la celda y de las paredes bajas que los separaban, las horas se arrastraban con una inercia terrible. Especularon acerca del rescate, pues sabían que por aquel entonces les echarían ya de menos en el Hotel de la Unidad y en Ciudad de la Paz, pero mantener un optimismo voluntario se hizo particularmente difícil durante la larga tarde.

El orden en que estaban sentados en sus celdas era Burek, Kordan, Constanza, Takeido, Dulcifer y Sygiek.

—Les diré todo lo que siento y pienso —exclamó de pronto Takeido, cuando hacía un buen rato que el silencio se había adueñado de ellos—. Sé que hacerlo es reprobable, de mal gusto o incluso a menudo susceptible de castigo, pero es obvio que, después de todo, quizá nunca regresemos al Sistema. En primer lugar desearía estar acostado junto al río, con Rubyna Constanza en mis brazos, haciendo el amor con nuestros cuerpos desnudos muy juntos. Perdóneme, Rubyna, pero tal es mi sincero deseo.

Constanza no dijo nada. Se mordisqueó el dedo meñique y bajó la mirada.

—«Cuando un lobo aúlla —citó Burek riéndose—, aúlla toda la manada».

Tras otro silencio, Takeido dijo:

—Ya basta de mis deseos, pasemos ahora a mi intelecto, aunque esto puede ser desagradable para ustedes. Poseo cierto conocimiento científico más allá de mi propia disciplina de exobotánico, pero he especulado más de lo que he llegado a divulgar. Lo que digo, aunque ahora me baso en nuevas experiencias, se funda en meditaciones antiguas.

»De acuerdo. Nuestro encumbrado camarada, el académico Jerezy Kordan, es un historiador oficial, pero no dudo que todos nosotros hemos adquirido una cierta noción propia de la historia, pese a diversas prohibiciones. Después de todo, la élite sabe cómo esquivar sus propias reglas mejor que nadie, ¿cierto? Bien. Tal como lo entiendo, el homo sapiens del cual procedemos estaba obsesionado por muchos fantasmas, todos ellos relacionados con las imperfecciones heredadas de su sistema de gobierno. Quiero decir que en términos evolutivos se vinculaban entre sí, que añadían nuevos sistemas de control a los viejos. Así pues, un cierto conflicto era inherente a ellos. El homo sapiens intentó dar cuenta de esto de varias maneras a través de su historia. Y para ello inventó una serie de injerencias, la mayor parte de ellas externas al hombre; proyecciones de adentro hacia afuera, podríamos decir, para mayor comodidad del incómodo sapiens. Dioses, fantasmas, azares, demonios, duendes, hadas, espíritus, gólems; todos eran injerencias. Los grandes sistemas religiosos y filosóficos fueron edificados a fin de dar cuenta de incomodidades fisiológicas, muchas de las cuales habían dominado las mentes de los hombres durante cientos de años. Las proyecciones resultaban más perdurables que la breve individualidad de cada homo sapiens.

»A medida que fue pasando el tiempo, el sapiens ganó más control sobre la naturaleza, pero no sobre sí mismo. Consiguió esclavizar a los elementos, pero siguió siendo, él mismo, un esclavo.

»Durante este período, los sectores más avanzados de la sociedad del sapiens cambiaron sus proyecciones y establecieron nuevos modelos que se conformaban a una perspectiva más sofisticada del mundo. Dieron forma a sus inquietudes en nuevos monstruos metafísicos, incluso en planetas poblados por completo de tales monstruos. Por lo que sabemos ahora, esas cosas no pueden existir, pero la imaginación de aquellos hombres estaba poseída por sus inquietudes. Soñaban también con máquinas perfectas, cosas de metal que no pudieran sufrir de las mismas incapacidades internas que ellos: “robots”, lo que nosotros llamamos radniks. Los robots tenían tan sólo circuitos electrónicos; no tenían sueños ni confusiones internas. Debo explicar que los sueños eran cortocircuitos producidos por la acumulación excesiva de energía nerviosa ocasionada por el desagradable conflicto de los sistemas internos, exceso que conturbaba el descanso del sapiens y era casi igual de importante.

»Toda su ciencia, según los pocos que se dieron cuenta de ello, era de hecho mágica y estaba dirigida a exorcizar demonios internos, como los ritos que observamos anoche. Por supuesto, primero tenía que llegar el prototipo de un sistema político perfecto, o de otro modo los gobiernos, enloquecidos por el poder, habrían prohibido tales experimentos.

»El sapiens halló finalmente un camino para desarrollar hombres y mujeres sin aflicciones ni limitaciones fisiológicas propias de la especie a través de la ingeniería genética y de lo que ahora denominamos tecnoeugenesia. Esto es lo que estábamos diciendo ayer.

»Nos desarrollaron a nosotros.

»Con ello, generaron también su propia caída. El uniformis tuvo que hacerse cargo de su mundo caótico.

»Bien, camaradas, ya saben lo que ocurrió a continuación, o lo que no ocurrió. Hemos avanzado lentamente desde que fuimos inventados, no dejamos de avanzar ni un momento, generación tras generación. El viejo mundo murió lentamente bajo nuestro toque. Conservamos algunos animales y, creo, unos pocos ejemplares de homo sapiens en zoos. Somos lógicos, y mediante lógica podemos controlarlo todo, desde nosotros mismos hasta la totalidad del Sistema Solar. Sin embargo, ¿qué hemos hecho aparte de abolir tantas características de la vida del sapiens como el nacimiento desde las entrañas, su organización familiar, el arte y la religión? Nada. No hemos hecho nada. En un millón de años, realmente hemos logrado menos de lo que logró el sapiens en un siglo, más o menos.

—Todo eso son disparates —dijo Sygiek—. La comida le está haciendo sufrir un envenenamiento.

—Puede usted pensar así, naturalmente… Si lo desea, será mejor que haga su propio discurso más tarde, utopista Sygiek —replicó Takeido sin alzar la voz—. He escuchado a los malditos radniks de su clase declamar sus discursos durante toda mi vida. Ahora me estoy tomando mi turno. Sólo quiero expresar otro planteamiento que en el Sistema nunca llegará a ser planteado. No hay forma de hacerlo. ¿Entienden lo que quiero decir, camaradas? Si hablas en voz alta, eres un enemigo del Sistema. ¿Es tan insegura nuestra forma de vida? ¿Puede una objeción hacer que nuestros principios se derrumben totalmente?

»Puede pensarse que sí cuando uno contempla lo poco que hemos conseguido. Es cierto que podemos viajar a través del abismo, algo que el sapiens nunca habría podido lograr puesto que el cratocálculo necesario para ello es una rama de las matemáticas que está más allá de su mentalidad… Y más allá de la mía, debo añadir. Por lo mismo, el sapiens se habría aventurado a estas alturas mucho más lejos de lo que, comparativamente, lo hemos hecho nosotros. Un millón de años de Biocom, ¡y todo lo que hemos hecho es atrincherarnos en el Sistema como garrapatas en un perro viejo!

Con una voz fríamente controlada, Kordan dijo:

—Utopista, desde luego su mente está ofuscada y deberá someterse a tratamiento si logramos salir vivos de aquí, ¡un rito tan deplorable como el que presenciamos anoche puede provocar un fermento así de subversivo!

—¡No! ¡No! ¡Sí, sí, mi mente está ofuscada, apestoso cerdo intelectual, porque el Sistema nos obliga a todos a permanecer separados los unos de los otros en nombre de la maldita Unidad! —Takeido estaba arrodillado sobre su banco, tan erguido como se lo permitían sus grilletes, y vociferaba por encima de la celda de Constanza a Kordan, que lo contemplaba pálido. Constanza permanecía acurrucada y se tapaba los oídos—. No podemos confiar los unos en los otros debido al constante temor a la traición… Lo que el Estado llama conciencia no es más que un repugnante esquema de traición. No podemos confiar en los demás… Ahora me atrevo a hablar sólo porque confianza y traición son irrelevantes en estas circunstancias. Pero tiene razón, sí, esa ceremonia de la pasada noche puso un fermento en mi pecho.

Se sofocaba con la emoción y se golpeaba el pecho, haciendo sonar sus cadenas.

—Pienso en la resistencia de esta gente, en cómo cuidan ellos mismos de sus jóvenes, por ejemplo, en lugar de criarlos como animales de laboratorio de la manera en que lo hacemos nosotros. Sobreviven en condiciones imposibles. Les diré… Les diré a todos ustedes, utopistas atontados, que si ahora mismo abandonaran unos pocos centenares de nosotros en un lugar desierto de Lysenka, nos sentaríamos sobre nuestros traseros y hablaríamos y discutiríamos y mentiríamos y exageraríamos hasta morir. Esta sería nuestra lógica. Somos poco más que robots, radniks.

—Nuestra habla es superior a su discurso ritual —comentó Burek—. Siéntese, Takeido, siéntese y cállese. El suyo es un razonamiento inmaduro. Nadie lo comparte.

Takeido estalló de nuevo.

—Ja, no quiere usted apoyarme, ¿verdad, utopista Burek? Es sólo un individuo aislado que adopta una postura individualista para mantener un mínimo de dignidad. Pero usted no puede dar ni recibir ayuda… ¡Es sólo una marioneta como las que desea el Sistema! —se volvió hacia el otro lado y le gritó a Dulcifer—: ¿Y qué hay de usted, Vul Dulcifer? ¿Me apoyará? ¡De tanto en tanto dice usted algunas cosas atrevidas! En nuestros corazones, lo sabemos… ¡Sí, lo sabemos! ¡Es usted un agente provocador, un miembro de la podrida y hedionda PRU! No importa que lo niegue. No tengo miedo de decir lo que todo el mundo supone.

—Si es así supone mal —dijo Dulcifer—. Siéntese, camarada… Ya tenemos suficientes problemas sin que usted añada unos cuantos más.

—Sí, por favor, siéntese, Ian —añadió Constanza.

—Me sentaré —dijo Takeido—. Me sentaré porque Rubyna me lo pide, y ella es la única persona decente aquí. Me sentaré, pero antes les contaré mi gran idea. Es una manera de quebrar la opresión imposible que ejerce el Biocom sobre todos los miembros del Sistema, tanto da si me apoyan o no.

»Debemos olvidar los prejuicios que con tanto cuidado hemos aprendido y comprender que estos salvajes son dignos de admiración. ¡Sí, admiración! No deben ser eliminados. Debemos cuidar de preservarlos o, aún mejor, habría que llevarlos de vuelta, incluyendo al último hombre, mujer y niño, y deberían establecerse en una amplia reserva en la Tierra o en Marte. No me refiero a todas las formas animales que han degenerado en Lysenka; simplemente a esta tribu y a cualquier otra que hayan conseguido retener su humanidad a lo largo de más de un millón de años de circunstancias imposibles. Creo que los necesitamos. Después de un millón de años de embrutecedora Unión Mundial, creo que necesitamos al sapiens tanto como en su tiempo él nos necesitó a nosotros. Eso es todo.

—Es más que suficiente —dijo Constanza con sequedad—. Está proclamando herejías. Siéntese.

El tono de su voz deshinchó a Takeido, que se desplomó hacia atrás en su banco y no dijo nada más.

—Uno podría decir muchas cosas —dijo Kordan, pero su voz se apagó sin decir cuáles.

Nadie más habló durante un buen rato. La mayoría se amodorró. Sólo Sygiek permanecía sentada y erguida, casi sin moverse, mirando al frente, a la penumbra de la caverna.

Fue ella quien vio el inicio del final del día. Las nubes cubrieron el cielo sobre sus cabezas, la luz se disolvió en un color perlino, y los cavernícolas empezaron a regresar a sus madrigueras. Trajeron más animales muertos. Los niños empezaron a correr de un lado a otro. Los sacerdotes avanzaron hacia el templo, se encendieron las antorchas y los hombres iban de aquí para allá con ellas; sonaban voces, gritos. Se avivaron los fuegos, y un aroma de cocina llenó el aire.

Sygiek se volvió y despertó a Dulcifer. Uno tras otro, los demás se desperezaron y se sentaron, gruñendo con incomodidad. Dulcifer miró por encima de la pared de su celda a Takeido.

—Utopista Takeido, pese a sus insultos y exageraciones, me ha interesado lo que ha dicho usted acerca de la falta de adecuación del Sistema y nuestra necesidad del homo sapiens.

—Olvídelo. Sé que su interés es sincero —Takeido no levantó la vista.

—Su juventud hace que usted piense así, el Sistema ha ido moldeando lentamente la razón sobre fundamentos erróneos. Cuando usted alcance la madurez completa, sus creencias derivarán en la misma inversión de valores en que lo hicieron las mías; llegará a comprender que el desarrollo descontrolado del sapiens es síntoma de algo erróneo. Me atrevería a decir, como usted afirma, que el sapiens habría infectado a estas alturas la mitad de la galaxia. ¡Pero recuerde qué confusión ocasionaron a la Tierra! No sea tan sentimental respecto a ellos. Piense en la confusión que hubieran podido traer a la galaxia. No, nuestro prudente modo de actuar es mejor, pero no puedo esperar persuadirlo a usted de mi punto de vista más de lo que usted puede persuadirme del suyo; no son los argumentos lo que cambia nuestro modo de pensar en tales materias, sino el tiempo.

Takeido inclinó la cabeza y miró sus manos esposadas. En voz baja, dijo:

—Supongo que usted es igualmente incapaz de aceptar el argumento de que estamos en peligro de convertirnos exactamente en la clase de robots que los sapiens imaginaron.

Pasaron unos segundos y Dulcifer no respondió, por lo que Kordan añadió:

—Salgamos vivos o no de esta caverna, ello no es razón para que tengamos que tolerar discusiones sediciosas. Los robots están viviendo aquí, y actúan día y noche a través de sus conjuros.

»No dudo de que usted, Takeido, encontraría excitante una vida de cazador, puesto que es joven. Pero hay más desafíos en la forma de vida que nuestro Sistema ha levantado. Nuestro desafío es existencial. No se puede curar temporalmente con un estómago lleno o una cópula. Hemos suprimido nuestro «yo» y hemos renunciado a nuestra identidad para mayor beneficio de la sociedad y el Estado. Somos conscientes del coste de hacerlo así, somos conscientes también de que la condición de la vida es trágica. Pero éste es el camino que hemos elegido y debemos seguirlo durante toda la vida, sin compasión por nuestras propias debilidades ni por las debilidades de los demás.

—Como la mía —dijo Takeido.

—Como la suya —asintió Kordan—. Si regresamos al Sistema, nos veremos de nuevo cuando usted sea enjuiciado. Estaré entre los testigos.

Con aire burlón, Takeido alzó un dedo hacia él.

Hubo un nuevo silencio, y contemplaron fútilmente la entrada de más figuras en la caverna. El retazo de cielo nublado sobre sus cabezas se iba tornando oscuro. Los cavernícolas iban penetrando con sus antorchas en la parte delantera del templo, deteniéndose en círculo solemne a saludar a los sacerdotes.

—¡La monotonía de la vida! —exclamó Sygiek—. Parece que lleváramos varios años aquí como prisioneros. Si la huelga ha terminado, la región debe de estar siendo vigilada por satélites y por aeronaves de Ciudad de la Paz… Si tan sólo uno de nosotros pudiera salir…

—Veamos lo que ocurre durante la ceremonia de esta noche —dijo Dulcifer—. Tengo la sensación de que están preparando algo para utilizarnos. Tal vez entonces podamos aprovechar alguna oportunidad. No desespere nunca, Millia, no desespere nunca.

Como la noche anterior, fueron entrando grupos familiares; había mujeres entre ellos, con bebés en sus brazos, y niños pequeños que permanecían en silencio. Se sucedieron las complicadas gesticulaciones, carentes de sentido para los observadores. Luego la gente se reunió en un grupo que ascendió las escalinatas y penetró en el templo.

Una vez allí, inclinaron ligeramente las cabezas y empezaron a frotar las palmas de las manos contra las dos sólidas masas de maquinaria que estaban situadas debajo del andamiaje central de madera.

—¿Es posible que esas cosas de metal sean los motores de la nave colonial? —preguntó Constanza.

—Después de todo este tiempo, los motores originales deben estar reducidos a herrumbre —respondió Burek—. Eso deben ser réplicas, imagino que se trata de una especie de pantomima acerca de reparar las máquinas. ¿No lo cree así, Dulcifer? Usted es ingeniero, además de filósofo a ratos.

—Soy ingeniero, pero no sé lo que ocurre en las cabezas despreciables de estos salvajes. Puedo ver lo que ocurre en sus cuerpos: son un lamentable grupo de gente desnutrida.

Tuvieron todo el tiempo que desearon para observar pantorrillas esqueléticas, protuberancias, huesos y piernas ulceradas antes de que la ceremonia terminara y la compañía se retirase. Las familias empezaron a reunirse alrededor de los fuegos centrales y de nuevo la mujer de cabello blanco y ropas flotantes apareció y procedió a relatar una larga historia.

—¿Será la misma historia? —preguntó Sygiek—. No creo que la soporten cada noche. Debe ser distinta.

—Adoctrinamiento —dijo Takeido de forma sucinta. Era la primera palabra que pronunciaba después de un largo rato.

Finalmente llegó la comida que, como antes, servían las mujeres con mandiles. El hombre con la bolsa atada a su estómago apareció y recolectó piezas de todos.

—¡Sí, vean…! ¡Capitalismo! —exclamó Constanza—. ¡Tienen que… que pagar moneda por todo! ¡Ése es su dios!

Trajeron comida para los prisioneros, que estaban exentos de pago. Aquella noche había un bol para cada uno. Comieron sin hacer ningún comentario, evitando las miradas de los otros. Incluso Constanza comió.

La velada se prolongó. Tras la comida vino otro acto circense, protagonizado por dos criaturas de largo cuello que gritaban y corrían de un lado a otro antes de que las sacrificaran. Cuando iba a comenzar la parte siguiente de la ceremonia, apareció el líder con su séquito. Todo el mundo se puso en pie. Sonó un gong y el líder levantó una mano imperiosa a manera de saludo.

Luego caminó con paso majestuoso de un extremo a otro del templo y se detuvo frente a las celdas que albergaban a los seis prisioneros. Adoptando una postura especial, se dirigió a ellos en voz alta, de modo que todos los presentes pudieran oír. Luego hizo un gesto a sus hombres para que los soltasen, y entonces fueron liberados de sus grilletes.

De inmediato, Takeido rodeó con sus brazos a Rubyna Constanza.

—¡Queridísima Rubyna, cuánto he anhelado tenerla entre mis brazos! Dígame que comprende lo que dije cuando solté esos discursos locos.

—No soy una estúpida. Comprendo, Ian Takeido. Usted odia todo lo que nosotros creemos fundamental.

—¿No me censura por ello? —Se apartó de la mujer.

—Cuando expresamos nuestras propias opiniones, se hace inevitable sufrir por ellas. Esa no es mi ley, es la ley —y eso fue todo lo que dijo, luego se apartó de él y alisó su arrugado uniforme rojo.

—No utilice esa horrible palabra: «inevitable». Es una palabra de Kordan —eso fue todo lo que dijo él antes de avanzar hacia ella.

Los guardias los separaron.

Sin exaltarse, Sygiek dijo a Kordan:

—Es preciso que confiemos en los demás, Jerezy Kordan. Apruebo la correcta elocuencia con que le ha hablado a Takeido. Si planea alguna acción positiva, por supuesto que le apoyaré.

—Esto es un cambio de actitud en usted, Millia Sygiek. —La miró con severidad y frunció los labios—. Me ha proporcionado muy poco apoyo…, por ejemplo en cuanto a ceder la pistola.

—Entonces siéntase orgulloso de haberse hecho cargo de ese asunto —ella tocó su brazo—. Usted y yo somos gente orgullosa, y no enteramente incompatible, tal como determinó la computadora. Nuestras incompatibilidades pueden ser materia para una discusión posterior.

Él la miró a los ojos con dureza.

—Veremos si lo que dice se convierte en una promesa o en una amenaza. Mientras tanto, su deber es dar un apoyo incondicional a mi liderazgo.

Ella suspiró.

—Como usted afirma correctamente, suprimimos nuestras identidades para el bien común. Eso es lo que debemos hacer ahora.

Los guardias los separaron también a ellos.

Dulcifer dijo a Burek:

—Si tengo la oportunidad de realizar algún movimiento repentino, confío en usted para que me secunde, Che Burek.

—Todos saben que pueden confiar en mí por completo —respondió Burek—. Así es como he sobrevivido tanto tiempo. Ya vio cómo me tragué mi ira ante los insultos de Takeido. «Un elefante no repara en un mosquito».

—Le estoy pidiendo que sea usted un hombre, no un maldito elefante.

Los guardias también los separaron.

Se les condujo a todos juntos hacia adelante.