Atrapados bajo la epidermis de un planeta alienígena, rodeados de una especie salvaje cuyo rasgo más terrible era su parecido con los hombres, amenazados por todo tipo de destinos, los seis utopistas, agotados, gozaban del lujo del Biocom: controlaban sus pensamientos y permitían que sus sistemas nerviosos unificados los calmaran. La jaula estaba seca y había suficiente sitio para que todos se sentaran. Así que se secaron, descansaron y aguardaron acontecimientos.
A medida que sus ojos se fueron acostumbrando al resplandor, consiguieron una impresión más clara de la caverna a la cual se les había conducido. Estaba iluminada por unos cuantos hachones que surgían de la roca a intervalos, y por un fuego que ardía sobre una piedra en medio del enorme espacio. Había otras dos fuentes de luz, mucho más débiles.
En la parte más alejada de la caverna destacaba un agujero en el techo que permitía atisbar el cielo. En la confusión general de sombras y estructuras que llenaba el área, aquel agujero no era evidente de inmediato. Pero cuando pudieron advertirlo, los prisioneros se dieron cuenta con desánimo de que el mundo exterior estaba casi tan oscuro como el interior, y que Lysenka II entraba en su larga noche.
En segundo lugar destacaba, en la parte más alejada de la caverna, un edificio amplio. Sobre las escalinatas de aquel edificio brillaba un gran número de antorchas, arrojando las sombras de sus columnas hacia el interior. El edificio tenía una fachada circular y carecía de techo. Su elegancia representaba un cambio respecto a la rudeza general que lo rodeaba. Entre sus columnatas se podía ver una sombría masa de metal, y algo que parecía una estructura en forma de escalera que apuntaba hacia el agujero del techo. Perplejos como se encontraban, los prisioneros no podían dilucidar cuál era la función de aquel edificio, pese a que, a medida que iba pasando el tiempo, un cierto número de salvajes tomaba antorchas de las escalinatas, penetraba en el interior y allí se formaba en círculo.
Cuando el pequeño retazo de cielo estuvo completamente oscuro, muchos más salvajes entraron en la a caverna. Avanzaban tranquilamente, formando pequeños grupos. Todos iban vestidos de forma tosca. Había bebés y niños pequeños entre ellos, ninguno de los cuales emitía el menor sonido. Los cavernícolas se acercaban desde varias entradas. En la parte opuesta a la jaula se hallaba la boca de un túnel, iluminada por las antorchas cuya luz se podía divisar antes de que sus portadores alcanzaran la cámara central. Los recién llegados realizaban un lento paseo por la caverna y cada grupo se detenía al llegar a la jaula para contemplar a sus extraños ocupantes.
Instintivamente, los utopistas se pusieron en pie y devolvieron las miradas. Los visitantes de la caverna parecían tener una actitud reservada e incluso respetuosa, pero sus oscuros rostros eran inexpresivos. Luego se alejaban, haciendo gesticulaciones complicadas entre ellos, como si estuvieran representando una función muy elocuente; el significado de aquella función se perdía para los observadores.
Después de todos aquellos gestos se produjo una entrada en masa en el edificio más alejado. Se podía ver a los cavernícolas entre los pilares, rozando con sus manos la compleja estructura de metal. Se oyeron sonidos de gong y trompeta.
Después de aquella ceremonia, la atmósfera se distendió. Algunos grupos familiares se reunieron en torno al fuego central. Una mujer mayor con una vestimenta muy holgada emergió de las sombras y relató, con gestos ampulosos, lo que parecía una historia larga e insulsa.
—El padre y la madre realizan el acto sexual, tras lo cual el niño nace del interior del cuerpo de la madre —dijo Burek, como despertando de una ensoñación—. Vi la reconstrucción del hecho en un holograma, y debía ser algo tremendamente doloroso, aunque, tal como dice el proverbio: «Las vacas no esperan otra cosa que lo que les ocurre a las vacas». Observen que estos primitivos incluso conservan a sus hijos junto a ellos, porque a diferencia de nosotros no poseen expertos que les enseñen a crecer de manera adecuada hasta convertirse en adultos. La ciencia de la adolesquemática ni siquiera ha sido inventada en lo que a esos desdichados se refiere.
—Algunos están comiendo ahora —dijo Constanza—. Al menos no figuramos en su menú de esta noche. El rescate debería llegar por la mañana. ¿Por qué las patrullas se están demorando tanto?
De un túnel lateral salían mujeres con mandil que llevaban bandejas de comida humeante. Iban acompañadas por un hombre que llevaba una gran bolsa colgando de la barriga y que tomaba piezas de algún tipo de cada uno de los seres que aceptaba comida. Los observadores eran incapaces de entender el significado de aquello.
Takeido olisqueó el aire.
—Los alimentos huelen bien. ¿Recibiremos algo?
—Deben de estar comiendo animal o tal vez a alguno de sus compañeros —dijo Kordan—. Una dieta así nos sentaría mal.
—Me gustaría probarla —dijo Takeido—. El terror le hace a uno sentir hambre. Tengo que comer, o caeré al suelo y empezaré a gritar.
—Yo he comido animal —comentó Dulcifer—, y no me ha ocurrido nada —y, en voz baja, añadió al oído de Sygiek—: e imagino que usted también lo habrá hecho como parte de su entrenamiento en la PRU.
Ella le hizo callar colocando sus dedos sobre la boca del hombre.
Cuando los restos de comida fueron retirados, la entrada de unos animales cabrioleantes rompió la relativa quietud de la caverna.
Dos de ellos se precipitaron dentro, seguidos por cavernícolas armados de látigos que hacían sonar vigorosamente. Aquellos animales se reconocían de inmediato como carnívoros, ya que la forma de sus cráneos no la determinaba el desarrollo cortical, sino la robusta mandíbula inferior, a la cual parecía estar subordinado todo el resto de la cabeza. Cuando las criaturas les gruñían a sus torturadores, dejaban ver sus enormes colmillos. Sus cuerpos eran flacos y la mayor parte de la musculatura y del peso se concentraba en los hombros y en las patas delanteras y traseras. A pesar de su animalidad y su piel moteada, la forma básica humana era en ellos evidente, más aún cuando se erguían sobre las patas traseras. Los torturadores les habían atado unos adornos alrededor del cuello y la cabeza, incrementando así el efecto de parodia cruel.
Los domadores condujeron a los animales, que parecían leopardos, en fila cerrada. Los espectadores, sentados con las piernas cruzadas junto a sus hijos, palmoteaban y cantaban con monotonía. El canto aumentó gradualmente de volumen. De nuevo se oyeron sonidos de gong. Con extraños gestos que parecían automáticos, los torturadores dejaron caer sus látigos, sacaron sus largas espadas y se arrojaron sobre los animales que, con chillidos lastimeros, intentaban escapar, pero sus patas traseras estaban trabadas. Tras una o dos estocadas se derrumbaron en un estremecimiento y los captores recogieron sus cuerpos y los levantaron muy en alto. La sangre chorreaba y se oyeron más cánticos.
Todos se pusieron en pie. Los asesinos encabezaron una procesión alrededor de toda la caverna y luego dentro del edificio de la columnata. Y luego se produjo un silencio.
Un hombre alto, vestido con lo que aspiraba a ser un uniforme, con guantes, largas botas y un casco transparente sobre la cabeza, apareció procedente de la oscuridad de la parte trasera del templo. Se detuvo en silencio mientras las bestias muertas eran depositadas sobre las piedras delante de él. Sumergió las manos en su sangre y luego avanzó a grandes zancadas hacia los sombríos bloques de metal, donde aguardaban algunos asistentes, también vestidos con restos de uniformes. Todos empezaron a frotar y agitar un conjunto de varillas y piezas metálicas cubiertas y la concurrencia inició un canto pausado.
El hombre alto anduvo hasta una silla situada al lado del conjunto metálico. Empezaron a resonar profundos tambores hasta hacerse ensordecedores. El hombre tiró de una palanca; los tambores sonaron más deprisa. La silla basculó hacia atrás convirtiéndose en una litera. Los tambores tronaron, la asamblea gritó con toda la potencia de sus pulmones. La litera se inclinó hacia atrás, su ocupante extendió un brazo hacia arriba. El ruido se fue convirtiendo en un susurro, el fantasma de un susurro. El dedo al extremo del brazo apuntaba hacia arriba, hacia la oscuridad, hacia el retazo de cielo. Las nubes se habían alejado.
Una estrella brilló en aquel retazo de cielo.
La ceremonia terminó de manera abrupta; la magia ya se había producido. El hombre alto saltó de su litera y los niños empezaron a gritar y corretear entre la multitud, que empezaba a volver a casa.
—Nunca pensé llegar a ver un… rito —exclamó Kordan—. Era un rito primitivo… Formas de conducta fijadas y repetidas en las que el cumplimiento del esquema fortalece el modo de vida.
—Puede que esté en lo cierto —dijo Dulcifer—. He podido observar a los rastreadores del desierto venusino realizar los mismos actos carentes de sentido una y otra vez. Presumiblemente refuercen así la imagen que tienen de sí mismos como rastreadores del desierto.
—¿Por qué habrán realizado una representación como ésta para nosotros? —preguntó Sygiek.
—Ahora demuestra usted la falta de imaginación de la que hablé antes de que entráramos aquí —dijo Takeido, exaltado—. Lo han hecho para ellos mismos, nosotros no somos parte de él, todavía no. Creo que Kordan está sustancialmente en lo cierto. Había olvidado la palabra correcta: rito. Realizar los mismos actos una y otra vez, reforzar la imagen. Es probable que los antepasados remotos del hombre en la Tierra, los monos, llevaran a cabo semejantes actos sin sentido a lo largo de innumerables generaciones antes de convertirse en humanos.
—Pero éstos no son actos sin significado, Ian Takeido —adujo Kordan—. Para nosotros quizá sí, pero seguro que para ellos no. Ahora le pido que ejercite su imaginación. Imagine esa nave capitalista, hace más de un millón de años, imagine cómo sus sobrevivientes se vieron obligados a encajar en varios nichos ecológicos para sobrevivir y perdieron así el lenguaje y la identidad humana. ¿Cuántas criaturas han crecido y se han multiplicado por todo Lysenka y han tenido que sobrevivir en un devónico empobrecido? ¿Varios millones? No lo sé. Pero tenemos ante nosotros la evidencia de que uno de esos grupos infortunados, tal vez uno pequeño porque no parecen ser más de un par de cientos de individuos, ha conseguido mantener su humanidad más o menos intacta, utilizando un sistema jerárquico y ritual para distinguirse mejor de las criaturas que deben convertir en sus presas.
—Habla casi con compasión, Jerezy Kordan —dijo Burek.
—No es bueno mostrarse compasivo hacia esos monstruos, utopista Kordan —añadió Constanza—. Seguro que ellos no sienten compasión por nosotros. Si no nos violan o matan esta noche, lo harán por la mañana. Son animales. No nos han alimentado ni nos han dado agua. Muy pronto nos veremos obligados a utilizar esta jaula como letrina, lo cual es desagradable.
»Aun si lo que dice usted es cierto, y personalmente me importa una higa lo que haya ocurrido en el pasado, se está refiriendo apenas a una extensión del ilegal sistema capitalista, ¿no? Precisamente aquí se ponen a prueba sus creencias utópicas básicas. Si todo el resto de los colonos degeneró, y sólo este grupo humano sobrevivió a costa de los demás, entonces se trata de la clase explotadora, la chusma burguesa de Lysenka, y ésta es una razón aún más importante para eliminarlos a ellos antes que a todos los demás. Se trata de un enemigo ideológico. Cuando nos hayan rescatado habrá que pasarlos a todos por las armas.
Hubo un silencio.
—Un discurso inesperado viniendo de usted, camarada Constanza —dijo Burek con voz profunda, casi burlona.
—Oh, ya sé que ustedes piensan que soy estúpida. Creo que usted es también elitista y aburrido, utopista Burek, y me siento vejada por tener que orinar en su presencia. Así que dense la vuelta, todos ustedes.
La caverna estaba vacía, excepto por dos siluetas solitarias y encorvadas que apagaban las antorchas en las lejanas escalinatas. La multitud había desaparecido en los túneles laterales, tambaleándose en busca del sueño de una larga noche lysenkana. Los seis prisioneros se sentaron en su jaula.
Al cabo de un minuto, Kordan empezó a hablar de nuevo. Su voz tembló al principio.
—Sé que soy un líder mediocre. Del mismo modo, ustedes son unos pobres seguidores. Nuestra situación no tiene paralelo. Veo que Rubyna Constanza está ideológicamente en lo cierto. Veo también que Ian Takeido tiene razón. Debemos pensar en más de un contexto, y esto es siempre incómodo; necesariamente, tal es a menudo mi deber como historiador.
»Dicho sea de paso, debo pedir disculpas si mis anteriores observaciones acerca del hundimiento del lenguaje como causa del colapso evolutivo no han sonado ortodoxas. He hablado de forma imprudente. Estaba pensando en lo que debería decir cuando regresara a la Academia…
»A veces debemos mirar más allá de nuestra vigilancia necesaria contra los enemigos del Sistema. Creo que lo que hemos presenciado aquí es un rito procedente de un acontecimiento fundacional para varias generaciones de estas criaturas degradadas: el intento de sacar su nave averiada de este planeta y regresar al espacio. A lo largo de las épocas, esta ambición habrá perdido fuerza, la urgencia se ha vuelto ceremonia, el significado se halla ahora en el procedimiento, pero este procedimiento refuerza su amenazada identidad. La idea primitiva del viaje espacial se ha ido consumiendo hasta convertirse en poco más que una religión. Pero ella les ayuda a seguir siendo humanos.
—A seguir siendo capitalistas, querrá decir —dijo Constanza, con desdén.
—¡Religión! —exclamó Takeido—. Ésa es la palabra que venía después. Jaini Regentop mencionó la religión. Significa una especie de fe. Simplemente hemos presenciado una ceremonia religiosa —frunció las cejas de nuevo—. La religión era otro de los enemigos del Estado. Antes del Biocom, en un tiempo tan remoto como el pasado de estos animales, el trabajo interno de los sistemas nerviosos humanos era tan confuso, que les perseguían espectros diversos, uno de los cuales se caracterizaba como un ser externo sobrenatural de inmenso poder que ordenaba las cosas al azar, para beneficio o perjuicio de los seres humanos. Esta gente ha retrocedido a ese estado de superstición.
—Bueno, esto no nos concierne —dijo Burek, desechando el tema y bostezando—. Deberíamos seguir el ejemplo sagaz de nuestra pequeña Constanza, y luego intentar dormir. ¿Puedo sugerir que todos hagamos lo mismo?
—Puede haber una forma de utilizar esas… hipótesis en beneficio nuestro —dijo Sygiek, pasando por alto la sugerencia y dirigiéndose a Kordan—. Si estas ideas religiosas o ceremoniales que menciona se acercan a la verdad, entonces la pregunta que hay que plantearse es: ¿saben esos brutos que procedemos de otro mundo? Si es así, ¿cuál será su actitud hacia nosotros?
—Una pregunta acertada, Millia —observó Kordan—. Yo ya la tenía en mente. Mañana tal vez tengamos oportunidad de impresionarlos. Puede ser una forma de trabajar su naturaleza supersticiosa en beneficio nuestro. Ahora estamos cansados; como dice Che Burek, es mejor que durmamos si podemos y mañana haremos frente a la situación con esperanzas renovadas.
—De acuerdo —convino Dulcifer—. Siempre que el sueño venga a nosotros, aunque sea sólo por un rato. La esperanza tendrá que cuidarse por sí sola, por sus propios medios.
Se sentaron, incómodos, en los confines reducidos de su prisión.
Sygiek dejó que Dulcifer la rodeara con sus brazos mientras se acurrucaba con los hombros ampollados contra los barrotes de la jaula. Acercando su boca al oído de él, susurró:
—Noto un cambio en Kordan. Vuelve a controlarse. Creo que fue él quien me quitó la pistola. Hubo un momento en que intentó acariciarme después de la muerte del burócrata Morits…, fue entonces cuando me la arrebató.
Dulcifer asintió sin hacer ningún comentario.
—Duerma, querida —dijo—. Piense en los viejos melocotoneros y en las mujeres gruesas de brazos desnudos, y duerma.
Los fuegos en el centro de la caverna fueron extinguiéndose en un viento suave.
* * *
Tras la noche lenta, un día lento.
Tan pronto como una débil luz penetró en la caverna, los cavernícolas iniciaron varios rituales. Algunos guerreros llegaron y, escoltados por dignatarios menores, entraron en el edificio ceremonial para volver a salir al poco rato, presumiblemente de cacería o a patrullar. Los niños se ejercitaban mediante una vigorosa disciplina gimnástica y las mujeres trabajaban junto al fuego.
La maquinaria de la tribu estaba en acción.
Temprano, trajeron comida para los seis cautivos. Venía en un grueso bol de barro, y consistía en un estofado humeante, con gruesos trozos de carne que flotaban en el jugo. Había también una ancha jarra de agua, que pasaron en ronda de manera agradecida.
—Será mejor que comamos —propuso Kordan, mirando al bol que mantenía sujeto hacia los otros, que se habían puesto en pie.
—Parece bueno —dijo Dulcifer. Metió una mano, sacó un poco de carne y lo introdujo en su boca; los otros lo contemplaron fascinados mientras masticaba—. Coman… Coman —los instó—. Es tan sólo nuestro amigo de ayer, el verraco.
Uno a uno, fueron metiendo la mano. Sólo Constanza rehusó.
—Son ustedes caníbales —dijo—. Va en contra de nuestra ética probar esta inmundicia.
—Tendrá usted hambre —advirtió Takeido—. Por muy nauseabundo que sea, necesitamos alimento. Olvide la ideología, ¡déjeme alimentarla, Rubyna!
—«Los héroes nunca dicen no» —citó Burek.
—No es tan malo —dijo Sygiek, metiendo la mano por segunda vez.
Constanza se apartó y fue a sentarse en el extremo más alejado de la jaula. Los demás vaciaron el bol.
Luego se sonrieron unos a otros con sonrisas incómodas.
Una bruja anciana trajo otro bol. También lo vaciaron. Quedaba un poco de agua; tras un breve debate, se lavaron las manos en ella, y luego vaciaron la jarra en el suelo. La vieja trajo otra jarra, llena de agua de manantial fresca, que bebieron en silencio hasta que les faltó el aliento.
Después de que la vieja hubo recogido su jarra, Sygiek se acercó a Rubyna, que estaba sentada junto a Ian.
—Debemos pensar de manera positiva —dijo, mirando a la otra mujer—. No porque estos salvajes nos hayan traído bajo tierra tienen que ser las posibilidades de que nos rescaten las fuerzas de Ciudad de la Paz más remotas de lo que estimábamos. Así que es necesario que mantengamos nuestras fuerzas. Usted ha cometido un error al no comer.
—Váyase —dijo Rubyna con resentimiento—. Sólo porque usted haya comido esa porquería no tiene por qué obligar a los demás a tragarla.
—He hecho lo que el Sistema espera que hagamos. Debemos seguir manteniendo nuestras fuerzas. Seguro que usted comprende esto.
Rubyna se incorporó de un salto, haciendo frente a la otra mujer, las pupilas de sus oscuros ojos dilatadas.
—¡No me dé ordenes, Millia Sygiek! No ha hecho usted otra cosa que dar órdenes a los demás desde que subió a mi autobús, y estoy harta del sonido de su voz.
Sygiek retrocedió unos pasos y dijo en un tono controlado:
—Usted sólo mantenga la compostura, muchachita de Turismo Exterior. E infórmese: algunos están cualificados para dar órdenes, otros para recibirlas.
—¡Bien, entonces asegúrese de saber quién está en cada una de las dos categorías antes de abrir de nuevo su bocaza! No he olvidado que me llamó laborante común. Cuando salgamos de aquí, va a recibir una sorpresa muy desagradable… ¡Usted y esos dos estúpidos que revolotean a su alrededor bebiéndole los vientos!
—¡Basta, Constanza, basta! —gritó Takeido, tirando de ella hacia atrás—. No debemos pelearnos. Ya tenemos suficientes problemas sin pelear entre nosotros —sus manos recorrieron el cuerpo de ella y se detuvieron sobre sus senos. Ella se volvió y lo miró fijamente, mientras Kordan alejaba a Sygiek y la consolaba al otro extremo de la jaula.
Pasó más tiempo. Un grupo de hombres, ocho en total, apareció por un túnel interior y avanzó con decisión hacia la jaula. Los cautivos se pusieron en pie y se quedaron mirándolos.
Uno de los cavernícolas era el líder, el resto su séquito. No había dudas con respecto a su autoridad. Era bajo, de mediana edad, pelo largo, vestido con una capa roja que colgaba de una especie de yugo de madera sobre sus hombros. Llevaba un casco de cuero. Sus modales eran enérgicos, y silenció un murmullo que se inició entre sus asistentes. Se dirigió a sus cautivos en una explosión de guirigay.
—No comprendemos lo que está diciendo —le respondió Kordan—, pero antes de que pueda haber alguna comunicación entre nosotros, deseamos salir de esta jaula. Abra la puerta —e hizo sonar los barrotes para demostrar lo que quería decir.
El líder dijo algo, los otros murmuraron tras él. Llamaron a los guardias levantando con fuerza los bastones.
Tras un seco golpe del líder, uno de sus secuaces avanzó con una llave, corrió el cerrojo de la puerta de la jaula y la abrió de par en par. Los cautivos salieron, primero Kordan, luego Burek, Sygiek y Dulcifer, Takeido y, finalmente, Constanza.
—Solicitamos una escolta hasta la seguridad de la garganta Dunderzee —dijo Kordan—. Podemos ofrecerle ventajas a cambio. ¿Comprende?
—Es difícil que entiendan, ¿no? —dijo Sygiek.
—Está bien, Millia. Transmítales el mensaje en lenguaje de signos.
Sygiek se volvió hacia Constanza en forma conciliatoria.
—Usted debe saberlo, Rubyna. Usted vive en este mundo detestable… ¿Puede hablar el lenguaje de esta gente?
Rubyna volvió la espalda a la otra mujer mientras respondía.
—No son gente, sino animales. Disparamos contra ellos hasta matarlos, como a los demás animales. Hasta ahora no se ha probado que posean un lenguaje; Kordan dice lo mismo. Pronto nos rescatarían, y entonces todos ellos serán eliminados. Exterminados.
El líder puso una mano sobre el brazo de Kordan, que se echó hacia atrás. Pero el gesto, aunque imperioso, no era hostil. Les indicaron mediante ademanes que los siguieran.
No les quedaba otra alternativa. Pese a la cortesía, los guardias los vigilaban con celo y los rodeaban mientras cruzaban los fuegos centrales caminando por el suelo irregular en dirección al templo. En la escalinata del edificio, el líder hizo un alto para arengarlos de nuevo. Sus ojos ardían intensamente, clavados en ellos; hablaba con fervor. Señaló varias veces hacia arriba, con un dedo tendido hacia el orificio en el techo de la caverna, a través del cual se veía el cielo nublado. Luego se dirigió directamente a Sygiek, hablándole con vehemencia mientras la señalaba a ella y a sí mismo.
Ella lo estudió con resolución, esforzándose por sostenerle la mirada e intentando adivinar, a pesar de siglos de divergencia, qué clase de hombre era. Lo único que veía era la superficie oscura de sus ojos. Entonces extrajo de su túnica un fragmento de un espejo roto, lo extendió para ver sus propios ojos grises y luego lo apuntó al rostro de él.
—¿Qué teorías extraen ustedes de esto? —preguntó a los demás.
—Le está pidiendo que se empareje con él —dijo Takeido, y dejó escapar una risita.
—Quizá tenga una hija como ella —sugirió Burek.
—Está comentando las similitudes entre nuestra especie y la suya —dijo Kordan.
—Le está pidiendo que vea lo parecidos que somos nosotros y él —añadió Dulcifer—, y que usted es mucho más atractiva que él.
—Se prepara para arrancarle los ojos —dijo Constanza.
La cuestión no quedó resuelta. Como si se sintiera vejado, el líder hizo una señal con la mano izquierda. Los seis fueron conducidos escalinata arriba y dentro del edificio sin techo. Mientras pasaban, vieron hombres con túnica que preparaban antorchas. Pasaron cerca de las dos masas de metal, completamente veteadas con tubos y espitas, y se detuvieron bajo la gran estructura de madera que se elevaba hacia el cielo abierto. Un poco más abajo, casi contra la pared de piedra de la caverna, había una hilera de algo parecido a establos. Precisamente hacia allá se les condujo.
Cada compartimiento contenía un asiento, dos largos grilletes clavados en cada pared opuesta, y poca cosa más. Pese a las protestas, los encadenaron de pies y manos.
—¡Esto es sólo otra prisión inmunda! —gruñó Takeido—. No podré soportar mucho más de esto.
—Hay prisiones peores en toda la Tierra —dijo Burek.
—Daré parte de usted por esta observación —advirtió Sygiek, con algo de su antiguo ardor—. Nuestros lugares de confinamiento son parte de un elaborado sistema judicial, y han sido diseñados para la reeducación.
—Además —dijo Kordan—, observen que hemos sido promovidos. Ya no estamos enjaulados como animales, sino como seres humanos. Siguen manteniéndonos cautivos, como era de esperar, pero nos han instalado en un lugar sagrado. Es más, creo que el presidente se está disculpando.
—¡Disculpándose! —se burló Takeido. Hundió su rostro entre las manos y se echó a reír con blandura.
A juzgar por su tono conciliatorio, el líder estaba intentando dar algo parecido a una disculpa. Dio unas palmadas, le alcanzaron un objeto y se lo tendió a Kordan, que lo examinó.
—Es un libro de páginas metálicas —dijo—. Tiene algunos diagramas, así que quizá sea un libro de texto. No hay duda de que el lenguaje es alguna antigua lengua capitalista. Nunca antes vi esos jeroglíficos. No es cirílico ni germánico; podría descifrar ambos. Debe de ser inglés.
Lo devolvió sin darle importancia, diciendo:
—Gracias, imposible leerlo.
—Dudo de que ellos puedan leer eso ni mucho menos —aventuró Dulcifer—. Es sólo una reliquia.
—No importa —dijo Burek—. Está intentando mostrarle que él venera algo que proviene de fuera de este mundo. ¿Puede acaso imaginarlos hojeando las páginas metálicas de un libro en esta maldita caverna?
El libro fue retirado, el líder lanzó otro breve discurso, hizo una reverencia con la cabeza y se retiró con su escolta.