Capítulo VIII

Se les obligó a acurrucarse a la entrada de la caverna como quien se prepara para una larga espera.

Los utopistas podían contemplar el mundo exterior mientras descansaban. Era una situación incómoda: el ruinoso paisaje se había teñido de gris; era ese momento del atardecer en que la luminosidad del cielo no hace más que acentuar la oscuridad del suelo. Sus captores habían sido admitidos sobre el puente y, mientras lo cruzaban, con los hombros caídos y la guardia baja, el jefe se quitó con una mano el cráneo que le coronaba la cabeza y lo dejó colgar del brazo distendido, sujetándolo con un dedo que atravesaba una de las cuencas orbitales.

Habían soltado una jauría de perros mestizos para que patrullara el pie del risco y los aullidos melancólicos de las criaturas reforzaban la desolación general.

Sin embargo, por repulsivo que fuera, todo aquello formaba parte de un mundo que los cautivos conocían y, en ese sentido, era preferible a las oscuras madrigueras a las que conducía el túnel que dejaban atrás. Un viento fuerte y viscoso arrastraba con fuerza ruidos y olores desagradables desde aquella dirección.

—No necesitan recordarme que estamos en terribles dificultades —dijo Kordan, hablando en voz baja—. Sin consultarme, atacaron a los guardias y fueron inevitablemente derrotados. Un comportamiento tan indisciplinado ha hecho disminuir nuestras posibilidades de alcanzar alguna forma de acuerdo con estos salvajes. Lo que ustedes esperaban ganar con ello es algo que no puedo imaginar.

Fue el miembro más joven del grupo, Ian Takeido, quien le respondió:

—Sin pretender faltarle al respeto, utopista Kordan, ése es precisamente su problema: ser incapaz de imaginar. La imaginación es necesaria para controlar el mundo exterior —cerró los ojos con fuerza mientras hablaba—. Cuando cualquier elemento nuevo se presenta a nuestros sentidos, sólo con ayuda de la imaginación podemos apreciar de acuerdo a qué grupo de valores debemos clasificarlo. La sola razón no es suficiente. No dudo de que estará de acuerdo conmigo en esto, ¿verdad, Che Burek?

—Para ser francos, no —respondió Burek—. Creo que, intelectualmente, es usted un poco presuntuoso, camarada, y no puedo concebir que esa imaginación vaya a llevarnos a casa.

Constanza pasó un brazo en torno a Takeido.

—¡No es presuntuoso! —exclamó, protectora—. No lo es, incluso aunque diga algunas cosas indiscretas.

—Quizás, utopista Takeido, sea usted tan eficiente como para imaginarnos de vuelta en la seguridad del Hotel de la Unidad —dijo Kordan con una sonrisa leve, como si le doliera algo.

—La imaginación no es un ardid sino un principio de vida —respondió Takeido, mordiéndose los nudillos—. Lo que debemos determinar, mientras haya tiempo, es a qué categoría pertenecen estas criaturas.

—Esas son tonterías intelectuales —dijo Burek—. Recuerdo el viejo dicho: «No importa si la miel no perdona al oso». El asunto es a qué categoría determinan ellos que pertenecemos nosotros. Categoría de proteínas, muy probablemente —se echó hacia atrás, tranquilamente, apoyándose en la roca, con los brazos cruzados.

—Este tipo de respuesta derrotista confirma mi opinión —dijo Takeido, cuyas cejas se movían hacia arriba y hacia abajo con nerviosismo—. Desde el principio hemos tenido una imagen ad hoc de estos salvajes. Primero los hemos visto como animales, luego como capitalistas, y ahora como caníbales. Lamento que elija estar en desacuerdo conmigo e insultarme, utopista Burek, porque de hecho me estoy guiando por algo que usted dijo cuando estábamos aguardando en el puente, que la historia de Lysenka II no era la historia de un fracaso, sino la leyenda de un triunfo. Si nuestra imaginación nos permitiera abarcar algunos milenios nos daríamos cuenta de que estos seres pertenecen a una supercategoría que se halla por encima de animales, capitalistas y caníbales, no muy distinta de la nuestra. Ellos también se hallan atrapados en un planeta alienígena, que no dejará de serlo mientras ellos y sus descendientes vivan en él. Así que podríamos descubrir que tenemos una causa común con ellos: todos necesitamos abandonar Lysenka II. Establecida esta causa, una vez que se ha hecho posible la comunicación nos convertiremos en aliados en lugar de enemigos y podemos negociar con ellos: a cambio de nuestra libertad, el sistema aceptaría trasladar a las tribus humanas de Lysenka a la Tierra.

Sygiek aplaudió.

—Brillantes deducciones. Dije que la razón era necesaria.

—Brillante imaginación —se mofó Kordan—. Y nada más. Nos hemos acostumbrado a lo largo de toda nuestra vida a lo que usted llama negociación; es un principio rector. ¿Cree usted que estos bárbaros, en su mundo inflexible, comprenderán tal concepto? ¡Lo dudo! Para ellos, es más necesario conseguir hoy una comida rápida que un rescate el año próximo.

—Usted no aceptará nada que no piense usted mismo —dijo, airada, Constanza.

Dulcifer y Sygiek se mantuvieron apartados de la discusión que se desarrollaba. Él le pasó un brazo en torno al hombro ampollado, y ella se reclinó contra su cuerpo cómodo y robusto. Tras un momento, él le susurró:

—Cuando atacamos a los cazadores en el pozo, ¿por qué no utilizó su pistola? Podría haber matado a los cinco. Estoy seguro de que matar no va contra sus principios tanto como contra los de Kordan.

—Sí, habría podido usar la pistola —respondió ella, en voz tan baja que él apenas podía oírla—. Sólo que ya no la tengo. Debo haberla perdido. O tal vez me la han quitado.

Permanecieron sentados, mirándose. Él fue el primero en bajar la vista, exhalando un suspiro de cansancio. Luego levantó de nuevo los ojos, sonrió y exclamó:

—¡Melocotoneros!

Tres salvajes salieron de la oscuridad del túnel. Uno tomó el verraco de la custodia de uno de los guardias, se lo cargó al hombro y desapareció de nuevo, doblado bajo la pesada carga. Los otros dos llevaban estacas con las que aguijonearon a los prisioneros para que se pusieran en pie. Antes de revisarlos hicieron una leve inclinación a modo de tosca e indiferente cortesía.

—Deseamos tener un encuentro con su presidium —dijo Kordan—. No tenemos intención de hacerles ningún daño. ¿Comprenden?

Los guardias no parecían haber comprendido. Saludaron a los centinelas de la boca del túnel e hicieron gestos con sus estacas para que los turistas echaran a andar en la oscuridad delante de ellos. Constanza se aferró a Takeido al iniciar la marcha, pues el suelo estaba húmedo bajo sus pies. Gotas de agua fría caían del techo y se estrellaban sobre sus cabezas. Hileras de hongos crecían en los salientes rocosos a un lado del túnel, y a lo largo del camino los cautivos iban tambaleándose.

—¡Oh, Poderes, todo esto es una pesadilla! —gruñó Kordan—. ¡Qué lejos estoy de nuevo de la seguridad de la Academia!

En algún lugar delante de ellos brilló una luz. Cuando estuvieron más cerca resultó que provenía de una lámpara rudimentaria, de piedra o de barro, que señalaba con su llama incierta una curva cerrada en el túnel. Pasada la curva había una empalizada de madera, en el centro de la cual había una puerta cerrada desde el interior. Unos centinelas con cascos miraban con curiosidad a los prisioneros desde una plataforma que se hallaba por encima y detrás de la barrera, pero no hicieron ningún movimiento para abrir la puerta.

—¿Qué estamos esperando ahora? —preguntó Sygiek a la escolta.

No recibió respuesta. La escolta permanecía impasible, dejando que el agua goteara sobre sus cráneos y resbalara por sus mejillas.

Sygiek se estremeció. Se sentía helada y agotada. En la puerta de la empalizada se veía la talla de uno de aquellos fantasmagóricos rostros humanos. Se volvió con aversión y dijo a Kordan:

—¿Por qué no me contestan? Poseen un lenguaje.

Él puso una mano afectuosa sobre el brazo de ella.

—Tendrán sus instrucciones. Deben de atribuir algún significado a la espera ante las entradas que nosotros no comprendemos. Si se les ha dicho que no hablaran, no hablarán. A pesar de nuestro respeto por el lenguaje, usted y yo podríamos hacer lo mismo. Al observar a estas criaturas, no puedo dejar de pensar en esa paradoja sorprendente de la involución animal de los colonos de Lysenka. Creo que el lenguaje es la clave del misterio.

—¿Por qué dice usted «paradoja sorprendente»? Sin un contexto social estructurado de manera conveniente, la gente degenera. Y decirlo es una perogrullada.

Apiñados de pie en la semioscuridad en la que se encontraban, descubrieron que cualquier conversación tendía a la generalización. Constanza estuvo de acuerdo con Sygiek.

—Correcto. Si la organización se marchita, la individualidad queda desamparada. Entonces aparece la anarquía. La fauna lysenkana es una demostración perfecta de la verdad de la doctrina del Sistema.

Kordan agitó la cabeza.

—Si desean argumentar contra la doctrina, debo señalar que en primer lugar era imprescindible que el homo sapiens se desarrollara antes de irrumpir en nuevas tierras, formar nuevas tribus, nuevas lenguas y nuevas sociedades. Déjenme explicarles que una involución de la humanidad a la animalidad como la que hemos encontrado en Lysenka es contraria a la ley de la evolución tal como la explicó K. V. Rondaras hace más de doscientos años. Es por eso que hablo de una paradoja —hizo una pausa y luego dijo con vacilación—: a pesar de la explicación oficial, me resulta difícil creer que los colonos hayan podido degenerar en esas varias formas que hemos visto con nuestros propios ojos.

Permanecieron en silencio, escuchando cómo el agua caía al suelo lodoso bajo sus pies, hasta que Constanza preguntó:

—¿Cree usted que lo que ha visto es alguna especie de truco propagandístico?

—Perdóneme —dijo Takeido—, pero entendemos bien los medios de la evolución. Los genes duplicados originan ejemplares suplementarios en los que pueden ir acumulándose los cambios. Para una raza alienígena de Lysenka, los cambios podrían ser rápidos y el grupo humano podría variar con velocidad de acuerdo a la selección natural. ¿Dónde está la dificultad para entender esto?

—Oh, pero, ¿y qué hay de la selección social? Esos seres de los que estamos hablando pudieron haber sido capitalistas, pero poseían organizaciones sociales comparativamente altas para los días preutópicos.

Kordan vaciló, luego se sumergió en su discurso, como decidido a cumplir con un deber.

—Desde el principio hemos calificado a estos seres en términos de su función, como devoradores de proteínas, capitalistas o colonos. Pero cuando su nave estelar se estrelló aquí, estaban privados de función en ese sentido. En un sentido evolutivo se volvieron pasivos, maleables. Reducidos a una existencia vacía, probablemente se vieron forzados por la esterilidad de Lysenka II a reproducirse escasamente a fin de sobrevivir allí donde podían hallar algo de comida al desenterrar raíces, recolectar bayas, buscar insectos bajo las piedras… Al principio deben de haber sido recolectores, no cazadores. Puedo imaginar que les habrá tomado tan sólo una generación retroceder a un completo primitivismo. Y aquellos que no quisieron o no pudieron retroceder tuvieron que morir.

—O tuvieron que defender la nave y sus provisiones contra los demás —gruñó Burek—, para poder sobrevivir.

—Una posesión agotadora —dijo Dulcifer.

—«Cuando el pecho se encoge, el bebé chupa con mayor vehemencia» —respondió Burek.

Los centinelas habían desaparecido de la parte superior de la empalizada, pero no se advertía aún ninguna señal de que fueran a abrir la puerta. Los prisioneros se apoyaron contra las paredes empapadas del túnel y Kordan dijo:

—Déjenme dar mi opinión, por favor. Degeneración no es lo mismo que mutación. ¿Cómo se convirtieron esos humanos en animales? Renunciaron a su humanidad en un proceso involuntario. ¿Y por qué se produjo esto? Porque perdieron el arte básico que nos hace a cada uno de nosotros un homo uniformis y que a ellos los hacía humanos: el arte del lenguaje. De sus antepasados animales, el homo sapiens había heredado el helado vocabulario del instinto, que luego desarrolló a través de los milenios hasta alcanzar un modo complejo de expresión por medio del cual primero pudo controlarse a sí mismo y luego al mundo. Expresión. ¿Qué expresa el lenguaje? El lenguaje es transitivo. Entre el lenguaje total y la naturaleza del cosmos existe una relación muy cercana; en realidad, de acuerdo con Hondaras, la mente es el punto más alto del cosmos, y la expresión humana su característica más prominente. El vehículo de la mente es el lenguaje. Al final será sólo la Palabra.

—Pese a la ortodoxia de la obra de K. V. Hondaras, esta especulación sigue siendo controvertida —dijo Sygiek.

—No sin razón etiquetamos toda especulación como controvertida —replicó Kordan—. Pero aquí y ahora nos vemos obligados a asumir una postura especulativa. Lo que sí es seguro es que los colonos desamparados tuvieron que hacer frente a una completa desorientación mental. El tiempo estaba equivocado; la Tierra les había fallado. Tuvieron que crecer en contra de una ley inmutable que todas las sociedades prefieren olvidar cuando adquieren sofisticación: que no solamente no hay civilización, sino que tampoco hay las bases elementales para la vida allí donde no se puede cosechar. Esos colonos trágicos sembraron su grano, pero éste se pudrió en la tierra. Los fertilizantes no hicieron efecto. El lugar y el tiempo estaban contra ellos.

Entonces levantó la vista hacia el elevado techo de roca difícilmente visible en la penumbra. Sólo se divisaban una o dos estalactitas que parecían estrellas distorsionadas.

—No cabe la menor duda de que retornaron a la magia cuando la ciencia les falló. Magia y encantamiento nos retrotraen a las raíces del lenguaje y al poder de la repetición. Pero la magia también falló. El cosmos se mostraba imperfecto.

Frunció los labios.

—Intenten imaginar contra qué tenían que luchar. La experiencia humana demostró ser insuficiente para contrarrestar aquella vivencia nueva e inhumana que los devolvió a un comportamiento instintivo, el nivel de pensamiento de subsistencia del recolector, y el instinto es en último término enemigo del lenguaje. Esta característica única, el pacto entre los códigos de lenguaje y el cosmos, se rompía por primera vez en la historia de la humanidad. En la situación que de allí resultaba, se rompió el equilibrio genético y el camino condujo abiertamente a la regresión hacia modos animales. Somos afortunados de haber caído finalmente en manos de un grupo que ha conseguido retener una cierta humanidad. Tal vez se trata de un grupo como el que postula Burek, que consiguió retener la nave original y así retener también los antiguos valores, incluido el lenguaje, con mayor firmeza que otros grupos.

Takeido se estremecía de frío. Agarrándose la parte superior de los brazos, dijo:

—No debemos ser tan optimistas. Tengo una visión sombría del simbolismo de este oscuro túnel por el que nos han conducido.

Dulcifer, que había permanecido recostado contra la pared del túnel y apenas se había molestado en escuchar lo que se hablaba, se irguió entonces y retomó un punto que Kordan había tocado antes. Secándose el agua del rostro, miró fijamente a los demás y preguntó:

—Entonces, ¿qué es lo que se inclina a creer, Kordan? ¿La línea oficial fundamentada por K. V. Hondaras, o la evidencia de nuestros propios ojos?

—Es una prueba, ¿no? Quizás es por eso que este planeta está cerrado a todos excepto a los privilegiados. Es un mundo que no tiene cabida dentro de nuestro Sistema. Quizá por eso está abierto a los privilegiados… A ellos se les puede poner a prueba.

Entonces Kordan miró en derredor, retorciendo con ansiedad el labio inferior, y no dijo nada más.

—¿No me dará una respuesta, usted que es tan afecto a darlas? —insistió Dulcifer con ironía—. Póngalo en palabras para nosotros. «Nunca pienses lo que no puede decirse».

—¿Es usted un provocador o algo así? —dijo Burek, dándole un empujón a Dulcifer—. Quizá Kordan prefiera no decir lo que no puede pensarse. Lo que nos ha dicho es interesante hasta donde he podido comprenderlo, y no veo por qué la filosofía debería cubrir todas las contingencias de la realidad, a menos que filosofía y realidad fueran indistinguibles… Y, evidentemente, eso no se ha pretendido nunca.

—¿Quién puede decir que no se ha pretendido nunca? —murmuró Takeido, que permanecía de pie en medio del lodo y ocasionalmente levantaba un pie.

Finalmente los cerrojos de la puerta de la empalizada y la escolta avanzó con paso firme para conducir al grupo a través de ella. Cuando estuvieron en el interior, la puerta se cerró tras ellos.

Seguía habiendo una gruesa capa de barro bajo sus pies, aunque delante brillaba una luz reconfortante. Había tablones y troncos tendidos en el lodo. De aquel túnel principal salían otros túneles laterales. Mientras seguían avanzando por el camino principal, la oscuridad se hizo menos intensa. Al final, el túnel dio paso a una cámara amplia y bien iluminada. A un lado de aquella cámara había una jaula de madera. Los guardias obligaron a sus prisioneros a penetrar en la jaula y luego la cerraron con un seguro.