Capítulo VII

Se dio una orden seca: los seis cautivos se vieron obligados a avanzar por el semidesierto, uncidos como bueyes. A cada paso que daban se hundían hasta los tobillos en un lodo amarillento. Iban con la cabeza inclinada, y durante mucho rato anduvieron en silencio.

—La lluvia nunca fertilizará esta tierra —dijo Takeido—. Me gustaría hacer algunos análisis del suelo. Uno puede esperar encontrarse con una ausencia casi total de microorganismos. No cabe la menor duda de que fue por eso que fracasaron las primeras cosechas cuando los colonos se estrellaron aquí. Aún tienen que formarse algunos eslabones vitales en la cadena de la vida. Vaya planeta de porquería para aterrizar en él.

—Con un mínimo de terraformación, podría ser un buen planeta —replicó Dulcifer—. Podríamos convertir esto en una alfombra interminable de trigo en un siglo.

Nadie dijo nada más. Con las cabezas inclinadas y la dificultad para andar, no se animaban a conversar.

Pasó el tiempo y los turistas, en su creciente cansancio, perdieron la cuenta de él. Sus mentes fueron vaciándose a medida que cada paso se convertía en un esfuerzo mayor. Miraban hacia abajo, a sus pies enlodados y doloridos como patas de seres primitivos.

Repentinamente, sus captores les hicieron cambiar de dirección y detenerse detrás de un montón de helechos. Los cazadores desmontaron, tras lo cual sus monturas se derrumbaron como si hubieran muerto sobre el suelo empapado. Un cazador se quedó de guardia mientras los otros cuatro desaparecían rápidamente entre unos peñascos cercanos.

Unos minutos más tarde se oyó un chillido terrible, seguido de un profundo silencio. Cuando los cazadores volvieron a aparecer, cada uno sujetaba una pata de una criatura desmañada que se balanceaba colgada entre ellos. Con sonrisas triunfales, depositaron la presa junto a sus cautivos.

La adaptación a partir del modelo humano había llegado a un grado sorprendente en aquella criatura.

Sin duda se trataba de un cuadrúpedo cuyas largas patas traseras quedaron dobladas bajo su flaco vientre al morir. Por lo demás se parecía a un verraco. Lo que habían sido los dedos separados de las extremidades superiores o delanteras de sus antepasados se habían soldado hasta convertirse en pezuñas córneas.

Sus ojos, abiertos y fijos por la muerte, estaban clavados en los abatidos rostros de los humanos. Dos pequeños colmillos que provenían de dientes caninos surgían en una curva de la mandíbula superior, levantando el labio en una expresión despectiva. Su cuerpo estaba cubierto de cerdas ralas e incluso poseía una cola corta. Pero el horror no residía en su parecido a un animal, sino en su parecido a un hombre.

Con rapidez profesional, los cazadores atravesaron con una pértiga afilada el cuerpo del verraco, del ano a la boca, y lo colgaron de sus hombros. Mediante insultos y patadas hicieron que las cebras, sin aliento, se levantaran. Luego utilizaron de nuevo los pies para sacar a los prisioneros de su letargo. La procesión comenzó de nuevo y el suelo empezó a secarse bajo sus pies.

A medida que pasaban las horas, la marcha forzada fue haciéndose más dura para los prisioneros. Sus pies eran un sufrimiento, les dolía cada músculo de sus piernas y el roce de la pértiga en los hombros se hacía intolerable. Suplicaron por un poco de agua y descanso.

El día se había apagado por completo antes de que se les concediera un nuevo descanso. Durante las últimas dos horas habían estado avanzando cuesta arriba, siguiendo un doloroso camino que serpeaba por laderas pedregosas. Tan pronto como se les permitió detenerse, cayeron al suelo de igual modo que las cebras.

Unos sonidos líquidos llamaron la atención de los cautivos, que entonces advirtieron que se hallaban tendidos al lado de un pozo de agua que había entre rocas. Un chorro de agua caía al pozo de manera tentadora. Los guijarros destellaban bajo la superficie, como peces huyendo o planeando misiones imposibles. Chorrillos de agua fresca jugueteaban libremente a pocos centímetros de sus ojos.

Primero bebieron los cazadores, luego sus monturas-cebra. Finalmente permitieron a los prisioneros beber y hundir sus cabezas y hombros ardientes en el líquido frío. Mientras permanecían tendidos allí, gimiendo, uno de los cazadores se les acercó con un cuchillo de perdernal y cortó sus ligaduras, de modo que se vieron libres de la pértiga. Con gestos rápidos soltó las cuerdas y se las llevó consigo mientras ellos se masajeaban las piernas.

Sygiek miró en torno de sí. Tras ellos, hacia el oeste, un hosco esplendor estaba concentrándose en las nubes bajas. El planeta se extendía desmañado y carente de sentido bajo las nubes. Por supuesto, no se veía por ninguna parte la carretera. Y el silencio era el de un continente no preparado para la vida.

Constanza se arrastró junto a Sygiek.

—Estoy segura de que a estas alturas los otros autobuses han vuelto y han rescatado al resto del grupo. ¿Cree usted que serán capaces de encontrarnos en esta desolación?

—No tienen que seguirnos por tierra. En Ciudad de la Paz hay aparatos de reconocimiento y búsqueda que pueden utilizar desde el aire.

—Por supuesto, pero nadie puede vernos desde el aire en estos lugares agrestes, y pronto estará oscuro.

—Los infrarrojos nos detectarán de día o de noche.

—Utopista Sygiek, la pregunta es si lo harán a tiempo, ¿no? Estos seres primitivos tienen hacia las mujeres actitudes atávicas, repulsivas, muy distintas de las que tienen los hombres auténticos. He oído algunos relatos desagradables de mujeres que trabajaron en la construcción de la carretera, y no hace falta que le diga cómo me asusta nuestro posible destino. Ya sabe lo que quiero decir… Alguna nauseabunda experiencia sexual en masa.

Sygiek se echó a reír y palmeó su brazo.

—No se preocupe por eso. Realmente, no lucimos muy atractivas en este momento, ¿no cree?

Constanza bajó la mirada hacia su pecho y tiró de su uniforme manchado.

—Creo que no es tanto nuestro aspecto como nuestras formas —dijo.

Mientras tanto, Kordan le decía a Dulcifer:

—¿Ve aquella línea de colinas al frente? Pienso que nos llevan allí, se puede presumir que necesitan estar en casa cuando caiga la noche. ¿Puede distinguir cuevas en la pared de los riscos? Estos salvajes seguramente son trogloditas y puede que ésta sea nuestra última oportunidad de escapar. ¿Se siente capaz de intentarlo y correr de vuelta al autobús?

—No.

—No, yo tampoco. Apenas puedo dar otro paso.

Tendido sobre su estómago, Dulcifer observaba con cautela a su alrededor. Los cazadores estaban sentados al lado, hablando con tranquilidad entre ellos. Kordan estaba tendido cerca de ellos; los demás estaban agrupados alrededor del pozo: Burek, Takeido y las dos mujeres. Bajo la vigilancia de Burek, Dulcifer metió una mano en el pozo, agarró una piedra de buen tamaño e hizo una seña a los demás para que hicieran lo mismo.

Con la excepción de Kordan, cada uno tomó una piedra. Permanecieron tendidos, inmóviles, dejando que el agua murmurara sobre su piel.

Los cazadores habían llegado a una decisión. Dos de ellos dejaron en el suelo sus lanzas y se dirigieron rápidamente hacia los cautivos, a los que gruñeron una orden seca. Como no obtenían respuesta, empezaron a patear los flancos indefensos.

Cuando Dulcifer sintió la sandalia en su pantorrilla, se volvió, agarró la pierna del cazador y lo derribó; levantó el brazo derecho mientras su oponente caía y lo golpeó con la piedra. Como había sobreestimado su reserva de energías, erró el golpe al cráneo del cazador y le dio en el mentón. El cazador cayó pesadamente pero al instante contraatacó, y logró sujetar a Dulcifer por la garganta antes de que éste pudiera golpear por segunda vez, le arrancó la piedra de la mano y la hizo rodar lejos.

Los otros turistas no tuvieron mejor suerte. Constanza y Sygiek arrastraron a un segundo cazador al suelo entre las dos, pero no consiguieron dominar su furioso forcejeo ni impedir que pidiera ayuda. Los otros cazadores acudieron corriendo. Burek se les enfrentó valerosamente con Takeido, que lo apoyó vacilante. Pero antes de que pudieran darse cuenta de nada ya estaban tendidos en el suelo. Takeido se enjugó un labio sangrante. La lucha había terminado.

—Tiene usted unas ideas pésimas, camarada Dulcifer —dijo Takeido—. Me siento desilusionado también de usted, si desea saberlo.

—¡Estúpidos! —gritó Kordan—. Lo único que conseguirán es que nos maten. ¿Por qué no obedecen las órdenes?

Un cazador lo pateó salvajemente por la espalda y fue a caer con sus compañeros. Permaneció tendido allí de manera miserable mientras Sygiek acariciaba su hombro.

Se les inmovilizó de nuevo, atándoles las muñecas tras el cuello de manera dolorosa. Esta vez la pértiga fue eliminada.

—Bueno, al menos lo intentamos… Es obvio que su intención no es destriparnos —dijo Dulcifer.

—Los lobos prefieren la carne fresca —añadió Burek, en tono tétrico.

Mientras se preparaban a seguir la marcha se materializaron más nativos entre las rocas.

Los recién llegados no pertenecían a la casta de los cazadores. Sus rostros no llevaban pintura y no iban con chaquetillas de púas; su único atuendo era una especie de taparrabos que les ocultaba los genitales. Alrededor de sus cabezas, el pelo se proyectaba en una forma sorprendente, de tal modo que parecía una especie de casco. En sus cinturones de piel llevaban pequeñas mazas o martillos. Se apiñaron con curiosidad en torno a los cautivos, aguijoneándoles y riendo, pero los cazadores los mantuvieron a distancia. Les dieron la pértiga aguzada para que la llevaran.

—En términos culturales, es una experiencia inapreciable —dijo Kordan.

El terreno empezó a desmenuzarse bajo sus pies a medida que subían hacia los riscos; no había ninguna hierba para retener el suelo y cada paso era más trabajoso. Los cautivos jadeaban con fuerza antes de que pudieran detenerse de nuevo. Habían llegado a los riscos y estaban ante un poblado.

Entre los recién llegados y los riscos discurría un río al que atravesaba un tosco puente de madera. En la boca de las cavernas, allá en los riscos, había algunos guerreros haciendo guardia, sentados con serenidad. Éstos lanzaron un grito de bienvenida a los cazadores, que el jefe les devolvió con un alarido triunfante. El puente estaba vigilado por centinelas y por un poste de elaborada talladura, con rostros de hombres demoníacos que exhibían muecas amenazadoras a los recién llegados grabados uno sobre el otro. Los centinelas, que aguardaban sin impaciencia, llevaban máscaras similares, talladas en madera.

Mientras aguardaban, Takeido dijo a Constanza:

—Es difícil aceptar que esto está sucediendo en la realidad. Esto evidencia un fallo terrible en el Sistema.

—¿Qué será de nosotros? —suspiró Constanza—. Esta gente es absolutamente inhumana. Llevar máscaras… es absurdo y repulsivo.

—Si supiéramos la verdad —intervino Burek—, probablemente deberíamos admirar el heroísmo de este grupo de salvajes. Son los descendientes de los colonos originales que han conseguido seguir siendo humanos, más o menos humanos, mientras todos los demás iban degenerando gradualmente hasta la animalidad. ¡Son 1,09 millones de años-T de penosa lucha por la supervivencia! En parte me siento feliz de estar aquí, ya que para mí la historia de Lysenka II, si alguna vez se puede contar entera, es la leyenda de un triunfo tanto como un cuento de horror.

Para él había material para un largo discurso, pero Sygiek estaba en completo desacuerdo.

—Por el contrario —dijo—, se trata de una historia de degradación. Piense en el inmenso progreso que hemos conseguido en la Tierra en el mismo tiempo, no sólo al haber sobrevivido a nueve eras glaciales sino al haber racionalizado lo irracional.

Dulcifer le tocó el brazo.

—Aceptar el punto de vista de Burek al mismo tiempo que el suyo podría ser racional. Mantengamos una actitud receptiva y quizá podamos incluso escapar… Tiene usted un carácter fuerte y puede hacerlo. Admiro la forma en que habla, pero le aconsejo tacto.

Ella le dedicó una sonrisa recelosa.

Pese al cansancio, Kordan se volvió hacia Dulcifer y le dijo con sequedad:

—La forma en que asume un vínculo entre Millia Sygiek y usted es incorrecta. Aunque recordemos, en su descargo, que usted procede de Ciudad de Iridio, la familiaridad que adopta es impropia. Por favor, reprímase.

—Lamento haberlo perturbado —dijo Dulcifer—. Los vínculos no acuden a nuestros gestos y llamadas. Ni siquiera el Biocom nos ha hecho tan racionales.

Sygiek inclinó la cabeza, consciente de que aquellas palabras habían hecho brotar lágrimas inesperadas de sus ojos. Miró de manera subrepticia a sus compañeros, sucios y abyectos, a los cazadores alienígenas, pintados para asustar, las máscaras de madera de los centinelas, en fin, toda la escena, descarnada y cobriza y, haciendo caso omiso de Kordan, dijo a Dulcifer:

—He tenido una reminiscencia imprevista… ¿Por qué estaré recordando esto? Por supuesto, fui una exonacida y durante mis primeros diez años me crie en el jardín de infancia de Akrakt, una localidad rural, pero siempre tuve problemas. No tenía amigos entre mis cientos de hermanos. Por lo general, las máquinas me evaluaban como mediocre y solía estar castigada. Pasaba muchas horas del día a solas en el dormitorio sin hacer otra cosa que mirar por la ventana. Afuera había un viejo huerto de melocotoneros. No sé por qué le cuento esto.

—Bueno, averígüelo —dijo Dulcifer—. Prosiga.

—Me parece que por alguna discusión de planificación local no resuelta, el viejo huerto de melocotoneros seguía en la parte trasera del jardín de infancia. Creo que los árboles descuidados eran muy hermosos. Había dos mujeres que trabajaban en el jardín de infancia, mujeres proletarias, gruesas y deformes. Recuerdo que a una le gustaba pasear por el huerto abandonado; tenía el cabello negro y lo llevaba atado en una cola de caballo. Debo haber sabido cuáles eran sus nombres. Llegué a envidiarlas. Andaban siempre juntas, hablando, medio sonriendo, se tocaban con las cabezas. No dejaba de preguntarme si serían hermanas y de qué hablarían.

»Solían detenerse bajo los árboles, levantaban sus brazos gordos desnudos y arrancaban los frutos dorados. Acostumbraban sostenerlos en sus brazos y se los comían y sonreían mientras el jugo les resbalaba por las barbillas. Nada muy agradable, en realidad, pero para mí en aquel entonces, para la niña solitaria que era, aquello resultaba agradable, muy agradable…, se veían tan felices… y en tal comunión… ¿Me entiende, verdad?

—Tendría que haberlas llamado —dijo Dulcifer—. A ellas les habría gustado su compañía y habrían podido darle algunos melocotones.

—Nunca tuve el valor de llamarlas. Mantenía la ventana cerrada.

—Es difícil hacer lo que más deseamos, ¿no? —La miró él casi con timidez.

Ella pateó el suelo y no respondió.

Habían hecho un alto en el puente para que el jefe cazador pudiera entregar oficialmente sus presas a los centinelas. Primero le tocó el turno al verraco ensartado.

La transacción consistió en una lenta ceremonia. El jefe de los centinelas, un hombre robusto de piernas arqueadas y hombros redondeados, inclinó la cabeza hacia adelante en un saludo de agradecimiento. El jefe se lo devolvió tocándose el cráneo. Luego aguijonearon a los prisioneros para que cruzaran el puente mientras los cazadores permanecían rígidos y vigilantes en su sitio.

Mientras cruzaban el puente, Takeido miró hacia atrás y dirigió al jefe un burlón adiós. El jefe no respondió.

Así llegaron bajo el imponente risco que tenía una pared salpicada de agujeros. De uno de ellos brotaba un chorro de agua que se estrellaba libremente contra las rocas para luego ir a alimentar el río. De otros agujeros colgaban escaleras. Había muy poca actividad, los guardias en la boca de las cuevas se mantenían a la espera. El lugar presentaba una apariencia deprimente a medida que la luz iba tomando un tono más grisáceo; para los utopistas, acostumbrados a sus ventiladas ciudades piramidales, aquello parecía una madriguera de ratas que aguardaran el exterminio.

Los centinelas cortaron las ataduras de los prisioneros y los condujeron hasta una de las escaleras, por la que treparon. Tenía unos siete metros de altura y crujía y se balanceaba mientras subían. Un guardia apostado en lo alto los levantó uno a uno y los introdujo por la boca de la caverna.