Los seis se pusieron en marcha, dijeron adiós con las manos e hicieron el saludo del Sistema, llevando consigo el pequeño remolque motorizado que el autobús traía en el compartimento trasero y en el que habían apilado provisiones, bengalas y otros pertrechos. Avanzaron con pie firme por el centro de la calzada, en fila india, con el remolque en medio, y el autobús desapareció a sus espaldas oculto por una suave curva de la carretera. Estaban solos en medio del inmenso paisaje cobrizo y el silencio se extendía sobre ellos.
Una ligera brisa sopló y desapareció. Una libélula inmensa acudió a inspeccionarlos, revoloteando sobre ellos durante un rato. El río se alejaba de la carretera formando meandros y el paisaje empezó a volverse más accidentado. El grupo permanecía en el centro de un enorme bol invertido de aire neblinoso. Sólo una vez brilló el sol a través de las nubes lo suficiente como para fijar su forma de disco impreciso.
Pasó una hora-T y media antes de que viesen el poste del teléfono de socorro en la distancia. Junto a él había un gran cartel, cuyas letras fueron formando palabras a medida que el grupo se acercaba:
GARGANTA DUNDERZEE, 200 KM
Trabaje – Diviértase – Aprenda incluso del panorama
—Oh, es mucho más lejos de lo que recordaba —exclamó Constanza—. Este viaje es tan rápido y sencillo en el ALD…
—Realmente estamos aprendiendo más de lo que necesitamos de este maldito panorama —se quejó Dulcifer.
—Sólo recuerde que la magnífica carretera por la cual vamos forma parte de nuestra cultura —dijo Kordan.
Cuando llegaron al teléfono, fue Sygiek quien abrió la caja blindada y pulsó el comunicador. Los demás permanecieron junto al remolque, mirando expectantes. La pequeña pantalla no se iluminó.
—Muerto —anunció Sygiek. Cortó el contacto y cerró la caja. Takeido la apartó a un lado y probó él, pulsando una y otra vez, sin resultado.
—Demasiado para nuestra cultura —dijo. Miró tristemente a Kordan—. Nunca llegaremos a la garganta. Usted y yo nunca mantendremos nuestra discusión confidencial. Esos… Esos cazadores de proteínas nos alcanzarán tan pronto como se ponga el sol —se subió sobre el remolque y se puso a silbar.
Kordan carraspeó, frunció el ceño en dirección al joven, y levantó la vista hacia las nubes bajas que colgaban sobre sus cabezas.
Y allí permanecieron, sin esperanzas y evitando mirarse, bajo el enorme cartel.
—¿Podemos regresar al autobús? —preguntó Constanza—. Ya sé que suena decadente, pero los zapatos me están apretando los pies.
—Ande descalza —dijo Sygiek con frialdad—. Debemos ir hasta el siguiente teléfono, y hasta el siguiente después de ése, si es necesario. No es bueno rendirse, camaradas. Mantengamos algo de buena esperanza utopista en nuestros corazones.
—¿Y qué debemos mantener en nuestras cabezas? —preguntó Burek, y agitando la cabeza dijo a Sygiek—: Usted y Kordan hablan demasiado. Soplando no se calienta la sopa, como decían los viejos campesinos —daba la impresión de ser un hombre introvertido, lo cual hacía más efectivas sus observaciones, especialmente cuando hablaba de aquel modo grave y pausado, juntando sus cejas al hacerlo—. Amigos míos, podemos suponer que los constructores de los túneles habrán cortado los cables del teléfono en el sitio del accidente, así que ninguno funcionará a lo largo de todo el camino hasta la garganta, ¿no creen? Utilicen sus cerebros.
—Exacto —replicó Constanza—. Ésa es otra razón para volver al autobús.
—Más que una razón parece una excusa —dijo Burek—. Yo estoy a favor de continuar. Simplemente, no deseo que suframos una decepción cada vez que alcancemos un teléfono y descubramos que está fuera de uso.
—Déjenme recordarles que nuestra decisión fue dirigirnos hacia la garganta —intervino Kordan—. Los demás cuentan con nosotros para llevar a cabo tal propósito. Sin duda, seremos censurados si regresamos sin haber hecho nada.
—Eso es asunto suyo —dijo Takeido, bajando del remolque—. Prefiero ser censurado que devorado, pero eso no quiere decir que me guste alguna de las dos cosas —se sujetó las sienes en súbita tensión—. ¡Me gustaría no haber oído hablar jamás de Lysenka! Escuchen, si anduviéramos hacia el otro lado hasta el teléfono situado antes del comienzo de aquel entramado fatal de túneles, quizá descubriríamos que la línea funciona.
—¿Por qué no sugirió esto en el autobús? —gimió Constanza.
Él le tomó la mano.
—Porque acaba de ocurrírseme ahora, encantadora criatura.
Dulcifer estalló en una risotada. Burek le preguntó:
—¿Qué es lo que encuentra divertido? ¿Está usted a favor de seguir o de volver atrás?
—Como ha dicho Takeido, mejor caer en desgracia que ser digerido. Estoy a favor de volver atrás.
—Muy típico de usted —dijo Sygiek—. Tres desean entonces proseguir y tres desean volver atrás. ¿Tendremos que dividirnos otra vez en dos grupos?
—Sólo déjenos tomar un descanso —pidió Constanza, y se dejó caer en la calzada. Takeido, solidario, se sentó a su lado. Ella no tomó parte en la discusión que siguió; sus pies desnudos hablaban por ella con ternura. Los otros cuatro permanecieron firmemente de pie en la carretera, discutiendo y mirando el paisaje desolado.
Todavía discutían cuando Sygiek estalló:
—¡Ustedes, gente débil, tienen los pies doloridos pero no tienen coraje! Debemos llegar hasta la garganta. Podemos andar por la noche, utilizando antorchas y bengalas para repeler los ataques. Si es necesario seguiré adelante sola.
A lo cual Dulcifer asintió sonriendo y ofreciendo un aplauso silencioso.
—No se trata de tener coraje sino de comprender la situación —dijo Burek, juntando sus cejas—. Nosotros seis no seríamos rivales ante un ataque de treinta o cuarenta de esas criaturas. Nuestro deber es reconocer la realidad y volver junto al grupo mayor para informar de la situación. Usted desea proseguir por razones personales, Millia Sygiek, porque es una persona ansiosa de dominar a los demás y someterlos a su voluntad. Jerezy Kordan no desea proseguir porque sea fuerte sino porque es débil pero desea complacerla a usted. Deje su personalidad a un lado y vea las cosas con sentido común, utopista.
Dulcifer palmeó a Burek en la espalda y soltó una carcajada. Burek lo miró fijamente.
—Usted está tan sujeto a sus deseos personales como ellos —sentenció—. Hay mucho más que reprocharle a usted, que tiene un mayor conocimiento…
Rompiendo su silencio, Kordan dijo:
—Basta de opiniones toscas, por favor, Che Burek. Recordemos que todos somos utopistas y que nuestra fuerza deriva de nuestra unidad. No tenemos ninguna decisión que tomar: seguiremos adelante como se decidió previamente.
Takeido lanzó un suave silbido.
—Camaradas, los excapitalistas están empezando a mostrar renovado interés en nosotros —se puso en pie y señaló a través de la densa atmósfera.
Más allá de la carretera, a través de una tediosa mezcolanza de rocas y cañones salpicados de colas de caballo, su mirada había indagado en la terrosa desolación, hasta que sus ojos tropezaron con un grupo de figuras acurrucadas que les espiaban, desde una prominencia.
Como si hubieran estado esperando que las viesen, las distantes figuras se levantaron y empezaron a descender con lentitud, en una sola fila.
—No son muchos —observó Kordan—. Estúpidos de nosotros, no hemos traído binoculares. Sigamos andando a paso firme, no hay motivos de alarma.
Mientras sujetaba el remolque con sus pertrechos, Kordan dio ejemplo, Sygiek formó tras él y Burek y Dulcifer los siguieron. Takeido ayudó a Constanza a ponerse en pie y ellos también echaron a andar, la mano de la guía sujeta por la de él.
Sin prisas, las figuras indistinguibles del enemigo descendieron hasta el valle de la hendidura y avanzaron hacia la carretera, acercándose a ella a medida que pasaban los minutos. Resultaba claro que su blanco eran los utopistas.
Mientras el remolque chirriaba tras ellos sobre la carretera, Sygiek dijo en voz baja a Kordan:
—¿Se ha dado cuenta de que parece que tuvieran dos cabezas? Oh, siento tal horror… Menos miedo que horror, porque seguro que ya no les queda ningún rasgo de homo sapiens. ¿Debemos echar a correr?
—Si corremos, ellos lo harán también. Mi conocimiento de historia me dice que quizá sea más sensato encender algunas antorchas e intentar asustarlos para que se alejen. Déjeme decirle que siento más miedo por su seguridad que por la mía. Querida Millia, ¿qué debemos hacer?
Ella lo miró y sonrió con rigidez.
—Yo iba a preguntarle lo mismo.
Él le dirigió una rápida mirada de comprensión.
—Entonces, intentemos alejar a esos monstruos.
Los seis se detuvieron en mitad de la carretera y formaron un núcleo compacto, abrieron una caja de pistolas lanzabengalas y, una vez armados, se volvieron para hacer frente a las criaturas que avanzaban rápidamente a través del valle pedregoso.
El enemigo se detuvo. Se trataba de un grupo de cinco especímenes feroces, cada uno más formidable que cualquier otro ser viviente que los turistas hubieran visto en mucho tiempo. Llevaban una especie de chaquetilla de púas cortas y erizadas y el rostro pintado con franjas verticales de color pardusco; dos franjas horizontales negras enmascaraban parcialmente sus ojos. El pelo se les espesaba con rigidez en la parte superior de la cabeza, formando como una cresta de gallo. Parecían enormes cactos ambulantes.
La excepción era el líder, que se detuvo al frente de sus cuatro compañeros. Un hueso de extremos muy afilados atravesaba las aletas de su nariz y en la cabeza, sobre una mata de indomeñable pelo amarillento, ostentaba un cráneo a manera de corona, pintado con colores parecidos a los del rostro y con los dientes del maxilar superior apoyados sobre su frente. Era el cráneo lo que, en un momento de temor, había hecho pensar a Sygiek que los recién llegados tenían dos cabezas.
Iban montados sobre cabalgaduras, llevaban lanzas y permanecían sentados en posición erguida en un silencio tan vigilante como amenazador. Pese a los adornos extraordinarios, la estampa de la humanidad era en ellos más clara que en cualquier otra criatura que hubiesen visto en Lysenka.
—Terribles —dijo Takeido, y se cubrió la boca con la mano.
—¿Debemos o no debemos utilizar las pistolas lanzabengalas? —preguntó Constanza, urgida, en voz baja—. Si tuviéramos tan sólo un arma efectiva, podríamos terminar con todos ellos —dijo, y se asió a Takeido.
—Cuando yo dé la señal —ordenó Sygiek—, dispárenles a la cara. Pero sólo cuando dé la señal, ¿comprendido?
Los cazadores estaban desmontando. Sus monturas, sus degradados caballos de dos patas, eran criaturas-cebra como aquellas que habían intentado sin éxito cruzar el río. Sobre sus hombros, en estrechas sillas de montar atadas justo encima de sus paletillas, iban los cazadores. Estribos con púas les colgaban hasta las rodillas. Cuando sus jinetes desmontaron, las cinco cebras se dejaron caer al suelo, con signos evidentes de cansancio y sin interés alguno en lo que sucedía alrededor de ellas.
Los cinco cazadores de extraña armadura avanzaron a pie, listos para usar las lanzas que sujetaban. El líder gruñó una voz de mando, sin apartar su mirada atenta de los turistas que se hallaban inmóviles en la carretera. Uno de sus hombres se volvió pausadamente, se llevó los dedos a los labios pintados y silbó. Dos notas. Pausa. Luego las dos notas otra vez.
El paisaje se llenó de perros que parecían surgir de todas partes y ladraban ruidosamente, toda una jauría feroz, vestida de chaquetillas peludas y llenas de púas como las de sus dueños. Algunos tenían caras como de lobo, otros las tenían más embotadas y más humanas. Unos corrían sobre cuatro patas, otros lo hacían a veces sobre dos. Todos se reunieron alrededor del grupo acorralado en la carretera.
En cuestión de segundos, los turistas estaban rodeados.
—¿Bengalas? —preguntó Dulcifer—. Dispararé tan pronto como el primer perro intente morderme los tobillos.
—Espere —dijo Burek—. No nos están atacando.
El líder de los cazadores avanzó a zancadas entre los gruñidos de la jauría, trepó sin esfuerzo hasta la carretera y se plantó inmóvil ante los turistas, tan sólido como un ancho barril. Señaló hacia ellos y emitió una rápida serie de sonidos guturales que no tenía para los turistas ningún significado. Éstos empezaron a retroceder hasta que Kordan inspiró profundamente y dio un paso al frente.
—Somos gente importante —le dijo Kordan—. La Unidad Mundial y el Sistema están detrás de nosotros. Pedimos que nos ayuden a regresar al Hotel de la Unidad, ¿comprende?
Takeido, al ver que el otro no hacía ademán alguno, dijo:
—Son ustedes bienvenidos a su hediondo planeta. Nosotros lo único que deseamos es volver a casa.
Sygiek le tendió la mano, ofreciéndole al jefe un paquete de panecillos rellenos con verdura, preparados en el hotel aquella mañana.
—Un presente —dijo—. Tómelo y ayúdenos.
El jefe de los cazadores se volvió levemente, avanzó hacia ella y la miró, ignorando la mano tendida para clavar sus ojos en los de la mujer.
Un fuerte choque psíquico invadió a Sygiek cuando su mirada se encontró con la de él, mezquino, arrogante, insensible; su actitud delataba esas características desde los ojos estrechos, además de alguna otra cualidad para ella desconocida hasta entonces, algún misterioso móvil primordial de la vida que la asaltó y ante el cual se sintió humilde.
Pero también se sintió avergonzada de aquella humildad indeseable, y bajó los ojos en actitud sumisa ante la imponente mirada.
Él agarró el paquete de panecillos y lo tiró a los perros. Constanza se agarró a Takeido, que la rodeó con un brazo protector. Al advertir tal movimiento, el líder hizo oscilar su cabeza y los miró fijamente. Luego efectuó un gesto imperioso que no llamaba a engaño: debían seguirle.
De sus secuaces se oyeron más silbidos y otros cazadores aparecieron en el lugar en el que éstos habían permanecido a cubierto. Galopaban en criaturas-cebra y muchos de ellos iban acompañados por perros que invadieron la carretera mientras ladraban arrebatados. Los turistas se vieron rodeados por un cordón de hombres y perros y todavía aparecieron otros guerreros.
Hubo más gestos imperiosos, más órdenes restalladas.
—No tenemos otra elección que… —empezó Kordan, con el rostro pálido, cuando Takeido disparó su pistola de señales contra el jefe de los cazadores.
A una distancia de menos de cuatro metros, el jefe se había vuelto a medias para llamar a sus compañeros. La bengala golpeó contra su hombro y estalló, lanzándolo en una voltereta contra sus perros. Un surtidor de luz verde se disparó entre la jauría, cuyas criaturas corrieron gruñendo en todas direcciones.
—¡Fuego todo el mundo! —gritó Sygiek—. Es nuestra única posibilidad —y disparó su pistola de señales mientras hablaba.
Sus cinco camaradas siguieron el ejemplo.
Verdes estallidos llenaron aquel mundo grisáceo; varios cazadores cayeron, algunos corrieron a guarecerse, las cebras se alejaron al galope y chillando. Pero nada había cambiado: nuevos cazadores se materializaron sobre el pedregoso terreno, se lanzaron contra los turistas y los derribaron por la fuerza. Todo aquello mientras aullaban de forma salvaje e intimidatoria.
Magullados, aterrados y desarmados, los turistas permanecieron inmóviles allí donde los habían derribado. Cazadores y perros hicieron una airada exhibición a su alrededor golpeando con lanzas y pies la superficie de la carretera. Desde una cercanía desagradable, los turistas pudieron efectuar una inspección de los perros mientras éstos daban vueltas alrededor.
Algunos de los perros eran perros; se mordisqueaban y saltaban unos sobre otros. Algunos eran críos de los cazadores que corrían a cuatro patas como auténticos perros. Unos y otros, perros y niños, iban protegidos por el mismo tipo de chaquetilla punzante que llevaban los cazadores, atuendo que consistía en centenares de agujas cónicas de pino cosidas a una base de tela. Además, muchos de los niños llevaban cascos ligeros adornados con pelaje y orejas enhiestas. Era difícil distinguirlos de los perros auténticos. Sus manos, rodillas y pies eran callosos y tenían algo parecido a almohadillas. Muchos tenían rostros afilados, como una imitación de hocicos caninos.
Mientras la jauría de perros hacía cabriolas y escudriñaba los rostros de los cautivos, los cazadores estaban atareados revisando todo lo que venía en el remolque. Los turistas tenían una visión incomparable de rodillas y pantorrillas llenas de cicatrices, y podían oír el lenguaje seco de sus captores. Más cazadores y perros salieron de la nada y formaron círculo alrededor de los infortunados visitantes. Empezaron a llover gotas gruesas y pesadas.
Dulcifer se zafó de un tirón y consiguió sentarse, las manos dobladas sobre las rodillas.
—Por ahora no nos han matado. ¿Qué pensarán hacer con nosotros?
—Depende de que hayamos matado o no a su jefe. Ahora lo están comprobando —dijo Takeido, y se echó a reír con aire miserable hasta que Constanza lo calmó.
La lluvia empezó a caer con más intensidad mientras el jefe era arrastrado fuera de la carretera. Su posición era visible gracias al grupo de cazadores que lo rodeaba. El cielo estaba oscuro.
—¿Por qué no vuelven por nosotros esos malditos autobuses? —preguntó Constanza—. Conozco a esas azafatas estúpidas: Sonya Rykznel, Bonni Fin, Pru Ganin… ¿Por qué no se han alarmado y han vuelto a buscarnos?
La lluvia caía sobre sus rostros. Estaban empapados hasta los huesos. El agua siseaba y burbujeaba sobre la superficie lisa de la carretera. Aguardaban. Kordan ocultó el rostro entre las manos.
—Sólo soy un académico, no un líder. Hay una gran diferencia.
—Estoy pensando en lo que se dijo antes —habló finalmente Burek—. Ellos nos ven como proteínas, van a aprovecharnos como comida. No poseen valores humanos. Después de todo, el enemigo capitalista no dejará de serlo jamás. Estamos en una mala posición. Recuerdo un antiguo proverbio: «Un hombre en el cubil de un león tiene a los lobos por amigos».
—Si regresamos al Sistema presentaré una moción de censura severa —dijo Sygiek—. Todas estas criaturas debieron haber sido destruidas antes de que el planeta se abriera al turismo. El Ministerio de Turismo Exterior tendrá que responder por esto. La propaganda también era engañosa: no habría venido aquí si hubiera sabido cuál era la situación verdadera.
—Estoy de acuerdo —dijo Kordan—. Turismo Exterior ha sido de una negligencia notoria, pero, a pesar de ello, mis órdenes fueron desobedecidas. Utopista Takeido, se le censurará por disparar su pistola de señales sin permiso.
La lluvia les aplastaba los cabellos contra la frente. Los perros gimoteaban y merodeaban sin descanso a su alrededor.
Takeido apartó el agua que corría por su rostro y miró con irritación a Kordan.
—Académico Kordan, como es probable que los perros se echen sobre nosotros dentro de un par de minutos-T y quedemos hechos pedazos, le diré de una vez que le maldigo a usted y a su estúpida autoridad. Cuando nos encontramos en el hotel, pensé que usted era un gran hombre, lleno de sabiduría y buen juicio. Ahora siento desprecio por usted. Estamos a cincuenta años luz del Sistema, así que ¡olvídelo, olvide el Sistema! Es sólo una prisión, con los de su clase como carceleros. ¿No es cierto, Vul Dulcifer?
Dulcifer se encogió de hombros.
—Pero es usted tan parecido a ellos, Ian Takeido: siempre apelando al apoyo de los demás. En el mundo en el que nos hallamos obligados a vivir, cada individuo debe proteger su propio corazón.
—¿Qué tiene usted que decir, hombre-enigma, Che Burek? —preguntó Takeido, apartando la lluvia de sus labios con impaciencia—. ¿Tiene usted una respuesta tan débil como la del utopista Dulcifer? ¿O las palabras de un patán no tienen mayor relevancia? ¿O es usted un miembro secreto de la PRU?
Constanza se llevó la mano a los labios.
—¡No hable así, Ian!
—Digo que aún no estamos muertos, y que aún podemos tener esperanzas si dejamos de pelearnos unos con otros. Recuerden el antiguo proverbio: «Cuando las ranas croan fuertemente, la grulla ataca» —Burek ilustró su afirmación con un gesto de su pesada mano apuntando con tosquedad hacia la carretera—. Es usted joven, Ian Takeido. No comprende que la lluvia no es la única forma de mojarse.
—Ustedes los hombres están locos —dijo Sygiek, mirando con desprecio por encima de los lomos erizados de púas de los perros—. Usted en particular, Takeido, ¿puede imaginar sólo por un momento que debido a que se halla usted fuera del Sistema el Sistema está fuera de usted? Somos sus productos, moldeados por él una y otra vez, tan conformados por él como esos bárbaros degenerados lo han sido por su entorno.
—No podría haber pronunciado una censura más fuerte contra usted misma que la que acaba de pronunciar —replicó Takeido.
La lluvia arreció, llenando el aire con un sonido líquido. El paisaje pareció disolverse en agua. Cazadores, perros y niños mantuvieron su actividad incesante, dispersándose por toda el área, manteniendo siempre una vigilancia atenta en todas direcciones. Al final, el jefe de los cazadores recibió ayuda para ponerse en pie. Blandió su lanza por encima de la cabeza coronada con el cráneo y sonaron vítores; los perros ladraron y gimotearon.
Al mismo tiempo, como si hubiese alguna relación entre ambos acontecimientos, el aguacero cesó bruscamente. Una de las cebras se había puesto en pie, y el jefe montó en ella sin ayuda. Se oyeron nuevos vítores y él señaló a los seis prisioneros.
Más actividad, más gruñidos de perros y niños. Obligados a ello, los turistas se levantaron, limpiándose y apartando la lluvia de sus ojos. Manos voluntariosas los empujaron fuera de la carretera y les forzaron a chapotear en el agua lodosa hasta llegar al punto donde aguardaba el jefe.
Las criaturas trajeron una larga pértiga y cuerdas de cáñamo, con las que ataron a los seis en línea a la pértiga, las manos aseguradas a la espalda, de tal modo que solamente podían avanzar en hilera al mismo paso. Por añadidura a la humillación, les sujetaron fardos con las provisiones y algunos artículos saqueados del remolque sobre los hombros, convirtiéndolos así tanto en bestias de carga como en prisioneros.
Mientras esto ocurría, cazadores y perros fueron desapareciendo en el anegado paisaje, entre hondonadas y maleza. Antes de que pudieran darse cuenta de ello, los seis utopistas desesperanzados estaban de nuevo a solas con los cinco asaltantes iniciales.