Un murmullo de sorpresa y de protesta surgió de aquellos turistas desamparados, pero Dulcifer no hizo caso y continuó:
—Puede que seamos eficientes en el Sistema, pero no hemos tenido enemigos externos durante incontables siglos. Aquí, somos ineficaces; en este mundo salvaje y asesino, somos apenas carnada, comida, nada más. Necesitamos información, y un jefe para sobrevivir aunque sea durante las próximas horas.
—Jefatura colectiva —añadió Lao Fererer, despertando un murmullo de asentimiento—. Hasta ahora hemos vivido según nuestros principios, así que no vamos a empezar a abandonarlos en una crisis.
—Nos adaptaremos —dijo Dulcifer firmemente—. Lysenka II está apenas entrando en lo que corresponde al inicio de la era carbonífera de la Tierra hace cientos de millones de años. Estamos en la misma condición en la que habríamos estado en ese pasado remoto, muy anterior a la invención del Biocom. Necesitamos comprender nuestra situación con tanta claridad como sea posible. Rubyna Constanza, usted es la guía. Háganos un sucinto resumen de las condiciones planetarias a las que tendremos que enfrentarnos aquí en el valle de la Hendidura.
Constanza, que había terminado de vendar las graves heridas de Morits, se puso en pie frente a ellos. Tras una mirada rápida a Kordan, la muchacha de Turismo Exterior habló como si siguiera desgranando su información en el vehículo a su cargo.
—Las pruebas de que Lysenka apenas ha emergido del devónico son complejas, y tienen mucho que ver con la situación del sol local, pero la evidencia geológica y biobotánica contribuye a darnos un cuadro general según el cual, en esencia, estamos en un mundo de vida muy primitiva. En los océanos hay peces de varios metros de largo y de cabezas óseas acorazadas, así como también trilobites. Los científicos del Sistema han descubierto en este valle huesos de tetrápodos anfibios, que se parecen a los del orden terrestre de los ripifóridos. En otras palabras, no existen huesos fósiles: las criaturas de las que hallamos restos existieron recientemente, pero fueron devoradas, aunque en otras partes del planeta, cerca de los trópicos, aún existen y merodean por las orillas de los lagos borodinianos.
»La vida vegetal es de una antigüedad similar, como era de esperar. Se pueden encontrar libélulas de más de setenta centímetros de envergadura entre las alas, aunque han empezado a extinguirse debido a que sus larvas fluviales constituyen un bocado exquisito para los animales. Estas libélulas viven especialmente en la región pantanosa al oeste de esta carretera, donde hay bosques de árboles gigantescos, aunque tales bosques son más frecuentes en el ecuador. Aquí podrán encontrar principalmente árboles-caja, colas de caballo, calamitas, quizás algunos gingcos y, por supuesto, helechos y árboles con otras plantas no portadoras de semilla. También hay secuoyas gigantes, con sus conos rígidos y leñosos, pero no hay flores en Lysenka II, un hecho del que se han lamentado algunos de nuestros visitantes.
»Vemos así que los únicos cerebros en el planeta son obtusos y se guían por el instinto. Ninguna criatura lejanamente similar al ser humano podría haber surgido de este lugar en millones de años de no ser por la nave capitalista que se estrelló en esta región hace tanto tiempo.
Los ansiosos turistas habían escuchado todo aquello con atención. Pasándose una mano por el pelo color arena, Takeido dijo:
—Me gustaría ampliar brevemente lo que ha dicho Rubyna Constanza. Soy exobotánico y he llevado a cabo trabajo de campo durante cinco años en el planeta Sokolev. Como se deduce de las palabras de Constanza, aquí en Lysenka la naturaleza aún no ha inventado las angiospermas, es decir, las semillas encerradas en un ovario, lo contrario de las gimnospermas. Una angiosperma requiere de una pequeña envoltura nutritiva que sostiene la semilla en los primeros estadios de vida. Las esporas o las semillas que no se hallan encapsuladas no poseen esta ventaja, consistente en mantenerse por sí mismas, motivo por el que su índice de mortalidad es alto. Uno no puede comer esporas, pero sí angiospermas. Esas pequeñas envolturas alimenticias dieron ocasión a la primera proliferación de los mamíferos sobre la superficie de la Tierra; pueden poner un planeta en marcha y hacerlo progresar. Este mundo no posee aún nada que lo ponga en marcha, al menos por el momento. Gracias.
—En cuanto a la hierba… —empezó Regentop, pero Dulcifer la interrumpió con sequedad:
—He allí el meollo del asunto: no hay hierba en este mundo, no hay cereales, no hay frutos energéticos que los animales puedan comer; ninguno de los requisitos básicos para apoyar un sistema herbívoro-carnívoro como los que se desarrollaron en la Tierra, en Sokolev y en otros lugares. Lysenka aún no ha alcanzado un estadio en el que pueda sostener de forma natural eso que llamamos vida animal.
—Usted habla mucho, utopista Dulcifer —dijo Fererer, y señaló hacia la criatura-topo muerta—, pero este animal que usted ha traído hasta aquí…
—Usted no debería dirigir ni un comité sedentario —replicó Dulcifer, apuntando a Fererer con un dedo—, si no ha captado el hecho evidente de que es ésa la razón para investigarnos antes de que se nos permita venir a Lysenka II. Esto no es un animal, no hay auténticos animales en Lysenka II: todo el sistema herbívoro-carnívoro es humano en su origen.
Con la punta del pie, Dulcifer dio la vuelta al polvoriento constructor de túneles hasta que lo puso boca arriba, la herida visible, un brazo tendido sobre la carretera, el otro doblado sobre el pecho.
—Mire esto, Fererer, miren todos. Miren y sientan piedad. Observen sus genitales retráctiles, sus articulaciones, su estructura anatómica. Son así debido a las duras condiciones, esto es sólo pobre inadaptación a un medio salvaje. Aunque se haya visto reducido a esto generación tras generación, sus antepasados eran nuestros antepasados, el homo sapiens, una pobre raza confundida que avanzaba torpemente en círculos hasta que logró alcanzar las estrellas. Lo mismo puede decirse de cualquier maldito animal que encontremos en este valle: se trata de ganado exhumano, este es el peligro al que debemos hacer frente, no con instinto, sino con astucia.
Fue la afirmación de que «sus antepasados eran nuestros antepasados» lo que provocó el murmullo más intenso. La voz de Sygiek atajó los comentarios.
—Utopista Dulcifer, le comunico que se le denunciará por desviacionismo a nuestro regreso al Hotel de la Unidad. Está malgastando un tiempo valioso y discutiendo información clasificada ante alguien que no pertenece a la élite.
—Pero la guía lo sabe —exclamó un analista de metales férricos llamado Che Burek—. Ella lo sabe: vive aquí, ha sido adoctrinada.
—Sigue siendo tan sólo una guía —dijo Sygiek—, una laborante común. No se ofenda, camarada Constanza. Excepto Fererer, ninguno de nosotros necesita que se le recuerde que todos los animales de Lysenka son descendientes de los capitalistas que se estrellaron aquí. Por supuesto que hay peligros; ¡pero el hecho de que los animales sean semihumanos nos permitirá utilizar el arma más poderosa del Sistema: la razón!
Dulcifer soltó una risita seca y pateó el cadáver, que rodó contra el chasis del autobús.
—¡Suena gracioso viniendo de usted, Sygiek! Debería elegir mejor sus palabras, ya que fue usted quien disparó contra esta cosa.
—Retráctese, Sygiek —pidió Che Burek.
—Ya basta. No sucumbamos a los personalismos —dijo Kordan, dando un paso adelante—. Más de uno de nosotros está en situación de efectuar denuncias. Comprendemos cuál es nuestra posición, ¿no? Los registros del autobús nos dicen que estamos aproximadamente a doscientos cincuenta kilómetros del Hotel de la Unidad. Nos quedan seis horas de luz diurna. Tenemos luces y antorchas de emergencia y otros equipos en el vehículo, así como un remolque que puede llevar suministros, así que echemos a andar de vuelta hacia la seguridad de nuestro hotel. Las posibilidades de un ataque en la carretera son remotas.
Usla Dennig, una mujer del Estado Cuprano que acompañaba a Che Burek, dijo:
—Una caminata así nos llevará más de dos días-T, sin concedernos un momento de descanso; eso significa un día y medio de Lysenka. Y, dicho sea de paso, soy de los técnicos meteorólogos principales del Sistema, y creo que se está preparando una tormenta.
—Hemos tomado una decisión —dijeron Kordan y Fererer al unísono.
—¿Puedo exponer una alternativa, aunque sólo sea una laborante común? —preguntó Constanza. Tenía una figura delicada, bien formada, y les observaba casi con aire divertido—. El Hotel de la Unidad se halla a un largo camino cuesta arriba, y presumo que ninguno de ustedes está acostumbrado a andar mucho; pero hay otro refugio más cercano, y está cuesta abajo. En la propia garganta hay un restaurante confortable, con muchos cuartos de baño, saunas y demás, así como una piscina especialmente creada para comodidad de ustedes en una parte del lago.
—¿Cuán lejos está la garganta? —preguntaron una docena de voces.
—A una hora de viaje en el ALD, digamos que ciento ochenta o ciento ochenta y cinco kilómetros. Estaremos a salvo en la garganta.
Se produjo una discusión improvisada.
Mientras hablaban, oyeron el sonido distante de un claxon.
—¡Un vehículo! —exclamó alguien, y todos se apresuraron a mirar desde la carretera en ambas direcciones. Uno o dos subieron al autobús.
La carretera, vacía, se fundía en la neblina grisácea. Estaban completamente aislados de la civilización. A un lado, quizás a un kilómetro, terminaba la llanura y empezaba un bosque de color verde desteñido. Una horda de criaturas surgió de entre los árboles y avanzaba a paso enérgico hacia el terraplén y el río que se extendía entre el bosque y la elevación. La luz, brumosa, no permitía distinguir con claridad sus características.
Los turistas se quedaron inmóviles, observando.
—Voy a buscar esas antorchas de emergencia —dijo Che Burek, pero no se movió.
La horda comprendía quizá cincuenta individuos que avanzaban un poco a saltos y al parecer a cuatro patas, aunque detrás venían tres corredores en una postura un poco más erguida. Uno de ellos se llevaba un instrumento a la boca y emitía una nota rasgada. Era ése el sonido que habían oído, y que no provenía de un claxon sino de un cuerno.
Desagradable reminiscencia del cuerno de un cazador, dicho sonido era suficiente para provocar terror entre los turistas, que, sin antes formar un comité, subieron al autobús en medio de forcejeos en puertas y ventanillas. Tan sólo Kordan, Takeido y Dulcifer permanecieron en la carretera.
—Ayúdeme a meter a Georg Morits —dijo Kordan a Dulcifer, levantando al hombre herido.
Entre los tres subieron a Morits por el inclinado vehículo, donde otras manos les ayudaron a pasar al interior con tanto cuidado como fue posible.
En aquel momento, Morits salió de su coma, forcejeó y empezó a quejarse débilmente. Sus vendajes empezaron a chorrear sangre y cuando sacudió doloridamente su brazo la esparció por todas partes. Una convulsión agitó todo su cuerpo, se arqueó rígidamente, gritó de nuevo y se derrumbó.
Lech Czwartek, el doctor, que estaba al lado del herido, lo examinó y, tras mover negativamente la cabeza, declaró que Morits estaba muerto.
Las palabras que surgieron de su boca fueron tan rudas que Hete Orlon tuvo un ataque de histeria. Se retorcía, mesándose los cabellos, y golpeó a Lao Fererer cuando éste intentó calmarla, para luego arrojarse llorando sobre el cuerpo inerte mientras gritaba incoherencias.
—Madre, madre, ¿qué te he hecho? Nos han quitado lo que más querías. Ya no es para mí ni para ti. Nadie tiene la culpa, madre, nadie tiene la culpa. Maldigo… ¡No a mí, no a ti! ¿Por qué siempre me has abandonado? ¡Estábamos a salvo juntos, madrecita!
Fererer colocó sus manos sobre los hombros de la abatida mujer en un intento de calmarla y, volviendo el rostro enrojecido hacia los demás, dijo:
—No sabe lo que dice. Puedo asegurarles que es una exonacida, como todos nosotros. Nunca tuvo madre, creció junto a sus hermanos en un jardín de infancia en Mali Zemlya.
Mientras Orlon se deshacía en jadeos trastornados, las criaturas del bosque se acercaban tomándose su tiempo, serpeando por entre las escasas frondas verdes y mirando constantemente a derecha e izquierda.
Sus rasgos no se distinguían con claridad. Eran cebrados, de color marrón y blanco, de orejas notablemente anchas, redondas y curvadas hacia adelante en forma de copa, casi como si fuesen extensiones de la mandíbula inferior.
—Parecen cebras —dijo Dennig, con voz aliviada—. ¡Podrían ser herbívoros y no carnívoros!
La horda disminuyó el ritmo de marcha mientras bordeaba algunos de los túneles de los topos y se acercó al río con las debidas precauciones. Por momentos las criaturas se detenían y alzaban sus patas delanteras para mirar alrededor en una postura casi humana. Los turistas estaban fascinados.
—Imaginar que hubo un tiempo en que fueron humanos —exclamó Lydy Fracx.
—Pensar que hubo un tiempo en que fueron capitalistas —dijo Kordan.
—Pensar que han nacido del vientre de una hembra —añadió Takeido—. Sólo cuando el Biocom libró a nuestra raza de este peso pudieron desmantelarse las sociedades familiares y se pudo establecer una auténtica sociedad global.
—¡Quietos! —exclamó Sygiek.
La horda cebrada había avistado el autobús y se quedó mirándolo largamente, para luego avanzar hacia el río. Amplias extensiones de arena en ambas riberas indicaban cómo el río se había ido contrayendo desde su anchura original, pero seguía siendo un río grande y parecía traicionero: algunas piedras surgían a la superficie aquí y allá, y en el centro, donde el cauce era profundo, la corriente levantaba una cabellera de espuma que parecía avanzar permanentemente debido a un viento silencioso. Los líderes del grupo de cebras se metieron en el agua y el resto les siguió.
Uno de los corredores rezagados tocó de nuevo su cuerno como un desafío y, mientras cruzaban el río, las hembras y los miembros más jóvenes del grupo se situaron, protegidos, en el interior de un apretado círculo de cuerpos. Los líderes habían alcanzado las aguas más profundas cuando fueron atacados y un fornido macho de melena gris cayó bruscamente sobre sus rodillas para casi desaparecer bajo las aguas revueltas. Dos de sus compañeros lo sujetaron con sus patas delanteras y tiraron de él hacia la superficie. Una criatura de cuerpo negruzco parecida a una foca emergió con él, los colmillos clavados en su vientre, pero fue atacada de inmediato por el resto de la gente cebra.
Siguieron apareciendo focas y con ellas una confusión generalizada, en la cual más de una de las cebras jóvenes fue arrastrada bajo la corriente mientras aullaba, en tanto que la primera foca fue eliminada con un golpe contundente, por lo que soltó su presa y fue arrastrada rápidamente corriente abajo, donde algo gris y veloz se apoderó de ella casi de inmediato y desapareció de la vista.
La horda de cebras daba coces y chapoteaba hacia todos lados. Había retrocedido hacia aguas menos profundas. El cuerno sonó de nuevo; cuando se elevó en el aire para desgranar tres notas vacilantes, los turistas pudieron observar su elaborado diseño. Más tarde discutirían entre ellos acerca de si estaba hecho de hueso, madera o metal.
Aquellas notas ásperas reagruparon a las indecisas criaturas, que, volviéndose, retrocedieron en buen orden hacia la orilla más alejada y, sin mirar ni una sola vez hacia atrás, hacia el lugar donde habían perdido a algunos de los suyos se alejaron por la parte superior del risco, trotando en cuatro patas hasta empequeñecer en la distancia.
—Podríamos haberlos ahuyentado fácilmente, si se hubiera presentado la ocasión —dijo Kordan, animado—. Ahora, reunamos las provisiones y preparémonos para andar hacia la garganta tan pronto como podamos.
—Acabo de recordar algo importante —dijo Jaini Regentop—. Más o menos cada diez kilómetros hay teléfonos de socorro a lo largo de la carretera, los vi desde el autobús. Presumiblemente, el sistema fue instalado para comodidad de los constructores de la carretera. Podemos ir hasta el teléfono más próximo y pedir ayuda.
—¿Por qué no lo mencionó antes? —preguntó Takeido.
—¿Por qué no lo mencionó la guía? Ha visto estos teléfonos una y otra vez.
—Lo había olvidado —dijo Constanza, chasqueando los dedos—. No he sabido de nadie que haya tenido jamás la ocasión de utilizar esos teléfonos. Además, sólo soy una estúpida laborante común, ¿no?
—¡Tendremos ocasión de utilizar los teléfonos ahora! —dijo Kordan—. Nuestro plan de acción es claro. Sin más dilaciones, iremos andando hacia la garganta y nos detendremos en el próximo teléfono de socorro, y si funciona, pediremos ayuda. Luego, quizá lo mejor sea regresar aquí al autobús y esperar.
—¡O encontrarlo ocupado por animales feroces! —exclamó Hete Orlon, que aún se mostraba llorosa—. No abandonaré la seguridad de este autobús, contra cualquier decisión que ustedes tomen.
Pasando por alto la interrupción, Kordan continuó:
—Si el teléfono no funciona, seguiremos nuestro camino hacia la garganta. Rubyna Constanza nos ha dicho que está a apenas unos ciento ochenta kilómetros. También me ha informado de que equipos de mantenimiento patrullan rutinariamente la carretera partiendo de Ciudad de la Paz cada mañana al amanecer, así que puede que la ayuda esté ya en camino, incluso si no podemos hablar por el teléfono de socorro. E incluso si uno de los autobuses de turistas no regresa desde la garganta para averiguar qué nos ha ocurrido. ¿Están todos de acuerdo? Pueden decir lo que crean oportuno, camaradas.
El desacuerdo brotó inmediatamente. ¿Qué iban a hacer con Orlon? Había otros que, como ella, no deseaban abandonar el autobús. ¿No sería un gran grupo en la carretera el blanco perfecto para un ataque?
Les llevó media hora-T decidir que un pequeño grupo de seis, con provisiones, continuaría el camino. Los demás se quedarían en el autobús.
—¿Quién irá en este pequeño grupo? —preguntó Czwartek, rascándose nerviosamente la barba—. Como médico, mi deber es quedarme aquí con el grupo más grande.
—Es un privilegio seguir adelante, utopista doctor —dijo Sygiek con voz fuerte, levantando enérgicamente su mano—. Yo iré con mi compañero, Jerezy Kordan. Fererer puede quedarse aquí a cargo del grupo del autobús, y para ocuparse de las pobres criaturas débiles como Orlon. Los voluntarios que nos acompañen, reúnanse aquí en fila. Ninguno de los dos desea cobardes. Éste es un planeta capitalista miserable y subdesarrollado por el que sólo deberíamos sentir desprecio.
Algunos voluntarios se adelantaron, entre ellos el corpulento Dulcifer.
—Utopista Dulcifer, está usted bajo censura —sentenció Sygiek—. Se quedará aquí.
Kordan le tocó el brazo.
—No debe dar usted todas las órdenes —dijo—. Dulcifer es un hombre de recursos, aunque provenga de Venus. Dejémosle ir en nuestro grupo. Podremos mantenerlo bajo vigilancia. Es lo mejor.
Tras una ligera discusión, se pusieron de acuerdo sobre los seis que irían. Además de Sygiek, Kordan y Dulcifer, el grupo estaba formado por Rubyna Constanza y los otros dos jóvenes procedentes de distintos sectores de Estado marciano: Ian Takeido, el exobotánico, y Che Burek, el analista de metales. La compañera de Takeido, Regentop, quería ir también, pero ella y Takeido se habían peleado, por lo que Burek ocupó su lugar. Se trataba de un hombre apuesto y jovial, y anunció que se sentiría complacido de recibir órdenes.