Capítulo IV

Kordan saltó al suelo para situarse con rostro grave junto a Sygiek. La naturaleza activa de un vehículo terrestre; el susurro del aire acondicionado; la experiencia familiar de oír una voz electrónica; las apacibles y tediosas disertaciones; la promesa de un destino acogedor: habían desaparecido todas esas cosas que, mientras existían, protegían como una muralla a los turistas de reconocer que no eran más que meras motas en un rostro alienígena, muy muy lejos del Sistema, vulnerables.

Rubyna Constanza se sacudió el uniforme rojo y dijo, en un remedo pasable de su voz oficial:

—Por favor, no se alejen demasiado del autobús. No hay ningún motivo de alarma. Nos echarán de menos cuando verifiquen que no llegamos con los demás autobuses a la cita en la garganta. Aunque la radio no funciona, pueden telefonear al Hotel de la Unidad por línea terrestre, y Rescate Aéreo acudirá de inmediato —y como si pensara en aquel mismo momento en ello, añadió—: En circunstancias normales, el propio autobús está en contacto permanente por radio con el hotel…

—¿Cuántas horas-T tomará todo esto? —preguntó una técnica meteoróloga con gran experiencia del microsistema de Saturno y un hermoso cabello—. Estará oscuro en unas siete horas más, ¿no? ¿Qué ocurrirá si para entonces no ha llegado nadie?

—Tenemos todavía ocho o nueve horas de luz diurna, ¿verdad? —preguntó otra voz.

Las preguntas quedaron sin respuesta.

Una hilera de cabezas oscuras apareció sobre el terraplén que formaba la cuneta. Cabezas y hombros, ojos, rostros estúpidos que escrutaban al grupo de turistas y observaban el autobús accidentado. Nadie se movió. El metal crujió.

Aquellas oscuras cabezas de rostros arrugados de forma inimaginable tuvieron tal efecto petrificador sobre los turistas que el tiempo pareció amontonarse como nubes sobre sus cabezas. Entonces uno de los animales trepó de un salto por la cuneta y se detuvo con aire alerta sobre la calzada. Luego dio otro salto y se situó bajo la carrocería del ALD, que se encontraba en parte en el aire, y curvó los labios en una mueca que mostraba unos dientes grises.

Los turistas retrocedieron, cerrando filas: se enfrentaban a algo que los llenaba de un temor opresivo. Lo desconocido nunca había formado parte de sus vidas, perfectamente reguladas y ordenadas de la manera más cómoda, hasta la aparición de aquel extraño demonio, cuya penetrante mirada y actitud desafiaban todas las reglas bajo las cuales habían vivido.

—Miren… —empezó Kordan. Pero no tenía nada que decir.

El animal, de metro y medio de altura, permanecía agazapado en su sitio, dominando de forma contenida la situación. Dos de sus compañeros treparon por el talud y se unieron a él, permaneciendo ligeramente en la retaguardia. Mientras los tres aguardaban, exhibiendo los dientes y frunciendo los hocicos, los turistas podían oír sus resoplidos constantes y el roce de sus uñas sobre la superficie de la carretera.

La burda humanidad de aquellos animales consistía en unos brazos desproporcionadamente largos y unas manos anchas como paletas, que colgaban hasta el suelo. Sus pies eran planos y casi redondos y estaban cubiertos de callos. Los rostros de arenosa piel marcada en forma de espiral eran sorprendentes; el efecto era el de un cruce entre hombre y topo, con ojos pequeños profundamente hundidos, situados tras una nariz blindada, y una cabellera hirsuta que cubría la mayor parte del cráneo, mientras que los cuerpos estaban cubiertos por un pelaje irregular.

Hete Orlon empezó a sollozar.

—¡El ello! —exclamó Takeido, no sin cierta fruición.

Lejos de mostrar miedo, las criaturas-topo emitían signos que podían interpretarse como avidez de atrapar a los turistas desprovista de competencia para hacerlo. Los turistas podían observar cómo otras criaturas semejantes acudían en enjambre al terraplén: una docena de ellas trepó ágilmente y se situó detrás de su líder. Parecían cada vez más confiadas, se atrevían a mirar más allá de los turistas, mientras gruñían entre sí y se lamían los labios velludos.

Algún tipo de decisión se produjo en la manada, porque la criatura-topo que llevaba el mando dio un paso adelante, alzando al mismo tiempo una garra. En aquel momento, una bota certera chocó de frente contra su hocico.

Con un grito, la criatura se llevó las manos al rostro y, mientras la sangre brotaba bajo sus garras, giró en redondo, trastabillando hacia sus compañeros. Como de común acuerdo, todos ellos se volvieron y, como si lo hubiesen acordado, todos echaron a correr, saltaron por la cuneta y huyeron hacia la orilla. En un momento habían desaparecido y el algodonoso paisaje aparecía desierto de nuevo.

Vul Dulcifer avanzó y recuperó su bota. Se sentó en la superficie gris de la carretera y volvió a ponérsela metódicamente. Sus ásperos rasgos no traicionaron ninguna expresión.

Los turistas hallaron de nuevo el dominio de sus lenguas. El conjuro se había roto. Se diseminaron por la carretera, oteando con ansiedad a través de la luz brumosa y argumentando entre ellos acerca de si la violenta acción de Dulcifer había estado justificada. Acaso los animales se habían mostrado meramente curiosos.

—Era un momento para una acción individual, camaradas, no para una reunión de comité —dijo Dulcifer, que permanecía sentado en la calzada, mirándoles.

En el grupo había un doctor en medicina general, un hombre silencioso llamado Lech Czwartek, distinguible debido a que era el único del grupo que llevaba una pequeña perilla. Preguntó, dirigiendo su observación a Dulcifer:

—¿Se da cuenta de que ha convencido a esos animales de que somos hostiles?

Somos hostiles.

Por muy discutible que fuera la acción de Dulcifer, el grupo se sentía más animado. Algunos treparon por el costado del autobús. Otros permanecieron quietos en la cuneta, intentando detectar algún movimiento.

Kordan levantó los brazos y dijo con voz de mando:

—Escúchenme. Lo mejor es que formemos un grupo dirigido por alguien a fin de coordinar la acción. Sería conveniente someter a debate si debemos prender fuego al autobús para mantener alejadas a las bestias hasta que llegue la ayuda.

—Hay comida, bebida y refugio en el autobús —protestó una mujer, una líder unionista de rostro curtido procedente de la Segunda Estación de Mercurio.

—Necesitaremos dormir en él esta noche, si no llega ayuda —adujo otro miembro del grupo.

—Esto es derrotista —dijo un tercero.

—Hablemos de acuerdo con las reglas del debate. Todos tendrán su oportunidad —propuso Kordan—. Sygiek 194 y yo escucharemos por orden todos sus puntos de vista, y luego decidiremos una línea de acción coordinada. Debemos permanecer organizados. La Unidad engendra inmunidad.

* * *

Durante el largo debate que siguió, cada cual expuso su punto de vista, algunos de forma tímida, otros de manera más desafiante. Durante todo aquel rato, Dulcifer permaneció apartado, con las manos en la cintura, mirando hacia el río. Dejando al grupo con Kordan, Sygiek se le acercó y dijo:

—A todas luces está usted vigilando por si acecha algún peligro, Vul Dulcifer. Debimos haber apostado vigías antes de empezar a hablar. El próximo grupo de bestias puede mostrarse menos tímido que el último.

—Sólo tendremos que arrojar más botas.

—Es cuestionable el buen juicio que permite la existencia de bestias salvajes en un planeta destinado al turismo.

—El planeta pertenece a esas bestias.

—Ya no.

—Millia Sygiek, mientras su amigo Kordan procede a dar su discursito, me gustaría bajar por el terraplén y echar una ojeada a los alrededores. Creo que esas criaturas que parecían topos minaron la carretera e hicieron que nuestro autobús se accidentara.

—¿Deliberadamente?

—Tal vez podamos dilucidarlo. Venga conmigo y observe.

El terraplén era empinado. Dulcifer empezó a bajar, clavando sus tacones en el suelo. Mientras ella le seguía y ambos se deslizaban hasta el nivel del río cercano, Kordan la llamó. Ella no miró hacia atrás.

—¿Qué están haciendo ustedes dos? —preguntó Kordan, a gritos, cuando apareció por el borde de la carretera—. No debemos dividirnos. ¡Permanezcamos unidos!

Mientras seguía a Dulcifer, Sygiek se preguntaba si algo de su rechoncha figura y su aire confiado le recordaba al director del jardín de infancia en el cual, junto a un centenar de niños, había pasado los primeros años que siguieron a su exonacimiento.

Bajo los pequeños riscos por los cuales el río había fluido en otra época, el suelo estaba cubierto de restos esparcidos. Aquí y allá, podían encontrarse túneles largos y tortuosos, de aproximadamente un metro de alto. Se hacía difícil determinar si aquellas extrañas formaciones en el terreno eran naturales o artificiales. Entre los túneles y sobre ellos crecían carnosos helechos que esparcieron esporas rojizas por el aire cuando Dulcifer y Sygiek se abrieron paso entre ellos. Muchos de los túneles se hallaban bajo el terraplén sobre el que había sido construida la carretera.

Dulcifer pateó el suelo.

—Aquí es donde se hundió la carretera. No tengo la menor duda de que estos túneles han sido construidos por esos animales que parecen topos. Allí dentro deben de sentirse a salvo de la mayoría de los demás predadores. Así que cavaron bajo la carretera y ésta se hundió, tal vez por accidente, sin premeditación. Eso depende de lo inteligentes que sean, a pesar de todo.

Dulcifer observó la expresión de Sygiek.

—Se la ve trastornada. ¿Cuál es el problema?

Sygiek se irguió con aire digno.

—Utopista Dulcifer, he notado cuán liberal es usted al expresar sus opiniones. Mantiene un desdén mal disimulado hacia la opinión democráticamente consensuada, eso es obvio. Luego me ordena informalmente que le siga hasta aquí, como si yo fuera alguien inferior, un ateptótico de Centauro, digamos. A mi juicio, es usted como mínimo un desviacionista potencial, y le advierto que estaré atenta a su comportamiento.

Mientras él la miraba, una gotita de sudor resbaló por su ceja hasta sus pestañas y la imagen de ella sufrió una distorsión. Mientras se limpiaba el ojo con un dedo, dijo:

—Y tal vez informará sobre mí, ¿eh? No le he ordenado que bajara aquí. Usted me siguió.

—Se supone que no debemos apartarnos del grupo.

—Olvídese de ello y concéntrese en el auténtico problema —dio un paso hacia ella—. Es usted dominante pero no es estúpida, Sygiek. Podemos ser atacados en cualquier momento, cuando esas asquerosas criaturas se acostumbren a nosotros y se den cuenta de que no somos una amenaza. Por atacados entiendo atacados, vencidos y devorados, ¿comprende? La pregunta es: ¿qué debemos hacer? Me gustaría saberlo.

—¡Eh, ustedes dos! —el burócrata de Moscú, Georg Morits, su figura silueteada contra el cielo cobrizo, estaba bajando el terraplén hacia ellos. Se volvieron hacia Morits mientras éste se deslizaba y se detenía a su lado y les apuntaba con un dedo—. ¿Han olvidado algunas reglas elementales? «La acción es colectiva…» Estamos estableciendo un comité de acción, y exigimos que ustedes dos regresen al ALD inmediatamente.

Dulcifer avanzó hacia Morits y éste retrocedió y se apoyó contra uno de los túneles.

—No me cante eslóganes, compañero, no me paso todo el día calentando una silla en una oficina en Moscú. La supervivencia no la conseguiremos declamándonos dogmas entre nosotros. Iré cuando haya terminado, dígale eso a Kordan.

Morits se apretó contra la pared del túnel y dijo débilmente:

—No me ataque por lo que no era más que una decisión sin animosidad alguna. Hay aquí peligros desconocidos y… uh-uh-uh-uh-uh…

A medida que su voz se debilitaba, su rostro fue poniéndose ceniciento. Su cuerpo pareció arrugarse, se tambaleó pero no cayó. Un grito casi solidificado brotó de su garganta.

Cuando se precipitaban a sujetarlo, Sygiek y Dulcifer pudieron ver las garras afiladas y las pezuñas velludas que se aferraban a los músculos del burócrata y se clavaban profundamente en su carne hasta que la sangre brotó a través de su ropa. Aquellos miembros terribles le habían atacado a través de la pared del túnel que tenía detrás. Si Morits se hubiera sentado, las garras habrían alcanzado su garganta y en aquel momento ya estaría muerto.

Mientras pedían ayuda a gritos, los dos utopistas sujetaron a Morits por los brazos e intentaron atraerlo hacia ellos mientras él lanzaba otro desolado grito. Cuando con mucho esfuerzo lograron tirar de él hacia delante, parte de la pared del túnel a sus espaldas se derrumbó. En medio de la arena que se desmoronaba aparecieron varias criaturas-topo. La trampa se había derrumbado y los moradores seguían agarrados a su presa con los hocicos ensangrentados: estaban devorando a Morits.

Permanecieron un momento agazapados en el agujero, como si contemplaran un ataque, mientras otros rostros aparecían husmeando en el boquete. Dulcifer soltó su presa sobre Morits y se irguió para lanzar hacia un lado una patada rabiosa con su bota.

—¡Apártese! —ordenó Sygiek, y extrajo una pequeña pistola de su túnica. Dulcifer apenas tuvo tiempo de apartarse antes de que ella tendiera el brazo y disparara dos veces contra el agujero en una actitud muy profesional.

La pistola era hetrasónica. Sonaron dos notas zumbantes y dos de las criaturas-topo se desplomaron, agarrándose el vientre. Luego rodaron por el suelo mientras se retorcían, pero pasó muy poco tiempo antes de que sus compañeros las sujetaran y las arrastraran hacia dentro del túnel. Vociferando, Dulcifer se precipitó hacia delante y, de un tirón, le arrebató una de las criaturas heridas a sus compañeros, mientras pateaba hacia todos lados en previsión de otro ataque. Pero los otros ya habían tenido bastante. Arrastrando consigo a la otra criatura herida, se retiraron dentro del agujero y se perdieron de vista.

Dulcifer y Sygiek se volvieron a mirarse: ambos estaban pálidos. Dulcifer se limpió el sudor de las cejas.

—No está permitido que lleve usted un arma. La legalidad del Sistema y todo eso —jadeó.

—Tengo licencia —dijo ella.

Él se limpió de nuevo el sudor y miró al suelo con aire estúpido. No necesitaba más explicaciones. Millia Sygiek era miembro de la temible Policía de la Razón de Unidad, y la PRU estaba autorizada a llevar armas y utilizarlas cuando fuera necesario.

—Así que carga usted con ese peso —dijo lentamente—. Lamento oírlo. La había tomado por una mujer decente.

El grupo de turistas que se había quedado en el terraplén había oído la refriega. Algunos de ellos ya estaban bajando para ayudar. Dulcifer se apartó y les dejó hacer mientras sujetaba aún a la criatura-topo, ya muerta a causa de los disparos de Sygiek. Luego siguió a los demás cuando transportaron cuidadosamente al burócrata herido hasta arriba, a la carretera y a la sombra del autobús volcado mientras iba dejando un reguero de sangre.

Kordan y el técnico hidráulico de cabellos grises, Lao Fererer, que se habían nombrado a sí mismos codirectores provisionales del grupo, despejaron un espacio para los cuerpos y pidieron vendajes.

La guía, Rubyna Constanza, subió al autobús y reapareció luego con vendas y medicamentos. Empezó a trabajar de una forma profesional; tendió a Morits, se arrodilló junto a él y lo giró con suavidad hasta que quedó boca abajo. Entonces empezó a gritar: la parte trasera de sus vestimentas y su ropa interior, sus nalgas, muslos, pantorrillas y parte de un brazo habían sido devorados como por ratas hasta dejar expuestos los huesos. La sangre formaba un charco en la carretera. Por fortuna, Morits estaba inconsciente.

Constanza levantó la vista y miró las caras tensas que la rodeaban.

—¿Qué podemos hacer con estas heridas en este lugar? Seguramente va a morir. En el Hotel de la Unidad, en Ciudad de la Paz, los equipos de urgencias podrían hacer crecer arterias de reemplazo y carne, pero aquí la muerte es segura.

Nadie habló. La obscena palabra «muerte» los impresionaba. En casa era tan sólo un tránsito satisfactorio, en que el ciudadano se adentraba en una palidez global en armonía con el Sistema. Aquí, en Lysenka II, uno se extinguía de manera rubicunda, con el color rojo de la rabia y de la pasión.

Kordan habló, dominando su voz:

—Haga lo que pueda por él, Rubyna Constanza. Ahora comprendemos por qué debemos acorazarnos indefectiblemente antes de visitar un planeta extrasolar. En lugar de encontrar la Seguridad Eterna, nos enfrentamos a la Anarquía Eterna, aquella que en el Sistema, antes de los días del Biocom y el establecimiento de la Unidad Mundial…

—Ya nos sabemos todos estos discursos de memoria —interrumpió Sygiek—. Aún no ha pasado una hora desde que el vehículo se accidentó, y uno de nosotros ya se halla herido de gravedad. El peligro nos rodea, y nuestro primer deber hacia el Estado es triunfar sobre él y sobrevivir. Espero que comprendan exactamente la situación en la cual nos hallamos: ecológica e ideológicamente, estas criaturas son nuestros enemigos —su brazo trazó un amplio arco para abarcar el terreno salvaje a su alrededor—. Somos el blanco número uno de cualquier monstruo que viva por aquí.

Arrastrando por su mata de pelo a la criatura-topo muerta, Dulcifer se abrió camino hasta el centro del grupo y la dejó caer al lado del cuerpo ensangrentado de Georg Morits.

—Sygiek tiene razón. No necesitamos discursos, necesitamos acción. No necesitamos propaganda, necesitamos información. Ahora no estamos en Utopía. ¿Saben qué permite a Utopía florecer? Se los diré: las proteínas, unas reservas abundantes de proteínas. El primer hecho acerca de Lysenka que deberían recordar es que desde el principio de su historia el planeta ha sufrido una gran escasez de proteínas. Piensen en lo que esto significa, camaradas: podemos ser devorados. Para los que habitan aquí, nosotros somos proteínas vivientes, y vamos a tener que luchar. De lo contrario, y a diferencia del pobre camarada Morits, seremos completamente masticados y tragados por algún sistema digestivo alienígena.