Todas estas vidas mantenidas en el aire avaro de lo absurdo no podrían sostenerse sin algún pensamiento profundo y constante que las anime con su fuerza. También en esto sólo puede tratarse de un singular sentimiento de fidelidad. Se ha visto a hombres conscientes cumplir su tarea en medio de las guerras más estúpidas sin creerse en contradicción. Es que se trataba de no eludir nada. Hay una felicidad metafísica en la defensa de la absurdidad del mundo. La conquista o el juego, el amor innumerable, la rebelión absurda son homenajes que el hombre tributa a su dignidad en una campaña en la que está vencido de antemano.
Se trata solamente de ser fiel a la regla del combate. Este pensamiento puede bastar para alimentar a un hombre: ha sostenido y sostiene a civilizaciones enteras. No se niega la guerra. Hay que morir o vivir de ella. Lo mismo sucede con lo absurdo: se trata de respirar con él, de reconocer sus lecciones y de volver a encontrar su carne. A este respecto, el goce absurdo por excelencia es la creación. "El arte y nada más que el arte —dice Nietzsche—. Tenemos el arte para no morir de la verdad."
En la experiencia que trato de describir y hacer sentir de muchos modos surge ciertamente un tormento allí donde muere otro. La busca pueril del olvido, el llamamiento de la satisfacción no hallan ahora eco. Pero la tensión constante que mantiene el hombre frente al mundo, el delirio ordenado que le impulsa a acoger todo le dejan otra fiebre. En este universo es la obra la única probabilidad de mantener la propia conciencia y de fijar en ella las aventuras. Crear es vivir dos veces. La búsqueda titubeante y ansiosa de un Proust, su meticulosa colección de flores, de tapices y de angustias no significan otra cosa. Al mismo tiempo, no tiene más alcance que la creación continua e inapreciable a la que se entregan durante todos los días de su vida el comediante, el conquistador y todos los hombres absurdos. Todos tratan de imitar, repetir y recrear su propia realidad. Terminamos siempre por tener el rostro de nuestras verdades. Para un hombre apartado de lo eterno la existencia entera no es sino una imitación desmesurada bajo la máscara de lo absurdo. La creación es la gran imitación.
Estos hombres saben ante todo, y luego todo su esfuerzo consiste en recorrer, agrandar y enriquecer la isla sin porvenir a la que acaban de llegar. Pero es necesario saber, ante todo, pues el descubrimiento absurdo coincide con un tiempo de descanso en el que se elaboran y justifican las pasiones futuras. Hasta los hombres sin evangelio tienen su Monte de los Olivos. Y tampoco en el suyo hay que dormirse. Para el hombre absurdo no se trata ya de explicar y de resolver, sino de sentir y describir. Todo comienza con la indiferencia clarividente.
Describir, tal es la última ambición de un pensamiento absurdo. También la ciencia, al llegar al término de sus paradojas, deja de proponer y se detiene para contemplar y dibujar el paisaje siempre virgen de los fenómenos. El corazón aprende así que esa emoción que nos transporta ante los rostros del mundo no procede de su profundidad, sino de su diversidad. La explicación es inútil, pero la sensación subsiste y con ella los llamamientos incesantes de un universo inagotable en cantidad. Ahora se comprende el lugar que ocupa la obra de arte.
Señala a la vez la muerte de una esperanza y su multiplicación. Es como una repetición monótona y apasionada de los temas ya orquestados por el mundo: el cuerpo, inagotable imagen en el frontón de los templos; las formas o los colores, el número o la angustia. Por lo tanto, no es indiferente, para terminar, encontrar nuevamente los principales temas de este ensayo en el universo magnífico y pueril del creador. Sería un error ver en ello un símbolo y creer que la obra de arte puede ser considerada, al fin y al cabo, como un refugio de lo absurdo. Ella misma es un fenómeno absurdo y se trata solamente de su descripción. No ofrece una solución al mal del espíritu. Es, por el contrario, uno de los signos de ese mal que repercute en todo el pensamiento de un hombre. Pero, por primera vez, hace que el espíritu salga de sí mismo y lo coloca frente a otro, no para que se pierda en él, sino para mostrarle con un dedo preciso el camino sin salida en que se han metido todos. En el tiempo del razonamiento absurdo, la creación sigue a la indiferencia y al descubrimiento. Señala el punto desde el que se lanzan las pasiones absurdas y en el que se detiene el razonamiento. Así se justifica su lugar en este ensayo.
Bastará con poner de manifiesto algunos temas comunes al creador y al pensador para que volvamos a encontrar en la obra de arte todas las contradicciones del pensamiento metido en lo absurdo. Son menos, en efecto, las conclusiones idénticas que sacan las inteligencias semejantes que las contradicciones que les son comunes. Lo mismo puede decirse del pensamiento y la creación. Apenas necesito decir que es un mismo tormento el que lleva al hombre a esas actitudes. En él coinciden al partir. Pero entre todos los pensamientos que parten de lo absurdo he visto que muy pocos se mantenían en él. Y por sus desvíos o sus infidelidades he podido medir mejor lo que no pertenecía sino a lo absurdo. Paralelamente, debo preguntarme: ¿es posible una obra absurda?
No se insistirá nunca demasiado en lo arbitrario de la antigua oposición entre arte y filosofía. Si se la quiere entender en un sentido demasiado preciso, es seguramente falsa. Si se quiere decir solamente que cada una de esas dos disciplinas tiene su clima particular, eso es, sin duda, cierto, pero vago. La única argumentación aceptable residía en la contradicción promovida entre el filósofo encerrado en medio de su sistema y el artista colocado ante su obra. Pero esto valía para cierta forma de arte y de filosofía a la que nosotros consideramos aquí secundaria. La idea de un arte separado de su creador no está solamente anticuada, sino que también es falsa. Por oposición al artista se señala que ningún filósofo ha creado nunca varios sistemas. Pero esto es cierto en la medida misma en que ningún artista ha expresado nunca más de una sola cosa bajo aspectos diferentes. La perfección instantánea del arte, la necesidad de su renovación no son ciertas sino por prejuicio. Pues la obra de arte también es una construcción y todos saben cuan monótonos pueden ser los grandes creadores. El artista, lo mismo que el pensador, se empeña y se hace en su obra. Esta osmosis plantea el más importante de los problemas estéticos. Además, nada más inútil que estas distinciones según los métodos y los objetos para quien se convence de la unidad de propósito del espíritu. No hay fronteras entre las disciplinas que el hombre se propone para comprender y amar. Se interpenetran y la misma angustia las confunde.
Es necesario decir esto desde el principio. Para que sea posible una obra absurda es necesario que se mezcle con ella el pensamiento bajo su forma más lúcida. Pero es necesario, al mismo tiempo, que no aparezca en ella sino como la inteligencia que ordena. Esta paradoja se explica con arreglo a lo absurdo. La obra de arte nace del renunciamiento de la inteligencia a razonar lo concreto. Señala el triunfo de lo carnal. Es el pensamiento lúcido el que la provoca, pero en ese acto mismo se niega. No cederá a la tentación de agregar a lo descrito un sentido más profundo que sabe ilegítimo. La obra de arte encarna un drama de la inteligencia, pero no lo demuestra sino indirectamente. La obra absurda exige un artista consciente de estos límites y un arte en el que lo concreto sólo se describa a sí mismo. No puede ser el fin, el sentido y el consuelo de una vida. Crear o no crear no cambia nada. El creador absurdo no se atiene a su obra. Podría renunciar a ella. Renuncia a ella algunas veces. Le basta con una Abisinia[17].
Se puede ver en ello, al mismo tiempo, una regla de estética. La verdadera obra de arte está hecha siempre a la medida del hombre. Es esencialmente la que dice "menos". Hay cierta relación entre la experiencia global de un artista y la obra que la refleja, entre Wilhelm Meister y la madurez de Goethe. Esa relación es mala cuando la obra pretende dar toda la experiencia en el papel de encaje de una literatura de explicación. Esa relación es buena cuando la obra no es sino un trozo tallado en la experiencia, una faceta del diamante en que el brillo interior se resume sin limitarse. En el primer caso hay exceso de carga y pretensión a lo eterno. En el segundo, obra fecunda a causa de todo un supuesto de experiencia cuya riqueza se adivina. Para el artista absurdo el problema consiste en adquirir esa mundología que supera a la desenvoltura. Y al final el gran artista, bajo este clima, es ante todo un gran viviente si se entiende que vivir es tanto sentir como reflexionar. La obra encarna, por lo tanto, un drama intelectual. La obra absurda ilustra la renuncia del pensamiento a sus prestigios y su resignación a no ser ya más que la inteligencia que hace funcionar las apariencias y que cubre con imágenes lo que no tiene razón. Si el mundo fuese claro no existiría el arte.
No hablo ahora de las artes de la forma o del color, en las que sólo reina la descripción en su espléndida modestia[18]. La expresión comienza donde termina el pensamiento. Esos adolescentes de ojos vacíos que pueblan los templos y los museos tienen su filosofía traducida a gestos. A un hombre absurdo le enseña más que todas las bibliotecas. Bajo otro aspecto, sucede lo mismo con la música. Si hay un arte privado de enseñanza, es precisamente ése. Está demasiado próximo a las matemáticas para no haber tomado de ellas su carácter gratuito. Ese juego del espíritu consigo mismo según leyes convenidas y medidas se desarrolla en el espacio sonoro que es el nuestro y más allá del cual las vibraciones vuelven a encontrarse, no obstante, en un universo inhumano. No existe sensación más pura. Estos ejemplos son demasiado fáciles. El hombre absurdo reconoce como suyas esas armonías y esas formas.
Pero yo querría hablar aquí de una obra en la que la tentación de explicar sigue siendo la mayor, en la que la ilusión se ofrece por sí misma, en a que la conclusión es casi inevitable. Me refiero a la creación novelesca. Me preguntaré si lo absurdo puede mantenerse en ella.
Pensar es, ante todo, querer crear un mundo (o limitar el propio, lo que equivale a lo mismo). Es partir del desacuerdo fundamental que separa al hombre de su experiencia para encontrar un terreno de armonía conforme a su nostalgia, un universo encorsetado con razones o aclarado por analogías que permitan resolver el divorcio insoportable. El filósofo, aunque sea Kant, es creador. Tiene sus personajes, sus símbolos y su acción secreta. Tiene sus desenlaces. A la inversa, la preeminencia lograda por la novela con respecto a la poesía y el ensayo representa únicamente, y a pesar de las apariencias, una mayor intelectualización del arte. Entendámonos: se trata sobre todo de las más grandes. La fecundidad y la grandeza de un género se miden con frecuencia por sus desperdicios. El número de malas novelas no debe hacer olvidar la grandeza de las mejores. Estas, justamente, llevan consigo su universo. La novela tiene su lógica, sus razonamientos, su intuición y sus postulados. Tiene también sus exigencias de claridad[19].
La oposición clásica de que hablaba más arriba se justifica menos todavía en este caso particular. Valía en la época en que era fácil separar a la filosofía de su autor. En la actualidad, cuando el pensamiento no aspira ya a lo universal, cuando su mejor historia sería la de sus arrepentimientos, sabemos que el sistema, cuando es válido, no se separa de su autor. La Ética misma, en uno de sus aspectos, no es sino una larga y rigurosa confidencia. El pensamiento abstracto encuentra por fin su apoyo carnal. Y del mismo modo, los juegos novelescos del cuerpo y de las pasiones se ordenan un poco más con arreglo a las exigencias de una visión del mundo. Ya no se cuentan "historias"; se crea el universo propio. Los grandes novelistas son novelistas filósofos, es decir, lo contrario de escritores de tesis. Así lo son Balzac, Sade, Melville, Stendhal, Dostoievski, Proust, Malraux, Kafka, por no citar más que algunos.
Pero, justamente, el hecho de que hayan preferido escribir con imágenes más bien que con razonamientos revela cierta idea, que les es común, de la inutilidad de todo principio de explicación y convencida del mensaje de enseñanza de la apariencia sensible. Consideran que la obra es al mismo tiempo un fin y un principio. Es el resultado de una filosofía con frecuencia inexpresada, su ilustración y su coronamiento. Pero no es completa sino por los subentendidos de esa filosofía. Justifica, en fin, esta variante de un tema antiguo: que un poco de pensamiento aleja de la vida, pero mucho lleva a ella. Como es incapaz de sublimar lo real, el pensamiento se limita a imitarlo. La novela de que tratamos es el instrumento de este conocimiento a la vez relativo e inagotable, tan parecido al del amor. La creación novelesca tiene del amor el asombro inicial y la rumia fecunda.
Tales son, por lo menos, los prestigios que le reconozco al comienzo. Pero también se los reconocía a esos príncipes del pensamiento humillado cuyos suicidios pude contemplar luego. Lo que me interesa, justamente, es conocer y describir la fuerza que les hace volver al camino común de la ilusión. El mismo método me servirá ahora, por lo tanto. Haberlo empleado ya me servirá para abreviar mi razonamiento y resumirlo en seguida con un ejemplo concreto. Quiero saber si, una vez que se acepta vivir sin apelación, se puede consentir también en trabajar y crear sin apelación, y cuál es la ruta que lleva a esas libertades. Quiero librar a mi universo de sus fantasmas y poblarlo solamente con las verdades carnales cuya presencia no puedo negar. Puedo hacer una obra absurda, elegir la actitud creadora a otra cualquiera. Pero para que una actitud absurda siga siéndolo debe permanecer consciente de su gratuidad. Lo mismo sucede con la obra. Si en ella no se respetan los mandamientos de lo absurdo, si no ilustra el divorcio y la rebelión, si consagra las ilusiones y suscita la esperanza, ya no es gratuita. Ya no puedo separarme de ella. Mi vida puede encontrar en ella un sentido, y eso es irrisorio. No es ya ese ejercicio de desapego y de pasión que consume el esplendor y la inutilidad de una vida de hombre.
En la creación la tentación de explicar es más fuerte, ¿se puede superar esa tentación? En el mundo ficticio, en el que la conciencia del mundo real es más fuerte, ¿puedo permanecer fiel a lo absurdo sin consagrarme al deseo de concluir? Son otras tantas preguntas que deben encararse en un último esfuerzo. Se ha comprendido ya lo que significaban. Son los últimos escrúpulos de una conciencia que teme abandonar su primera y difícil enseñanza al precio de una última ilusión. Lo que vale para la creación, considerada como una de las actitudes posibles para el hombre consciente de lo absurdo, vale para todos los estilos de vida que se le ofrecen. El conquistador o el actor, el creador o Don Juan pueden olvidar que su ejercicio de vivir no se podría realizar sin la conciencia de su carácter insensato. Se acostumbra uno muy pronto. Se quiere ganar dinero para vivir feliz y todo el esfuerzo y lo mejor de una vida se concentran en ganar ese dinero. Se olvida la felicidad; se toma el medio por el fin. Asimismo, todo el esfuerzo del conquistador deriva hacia la ambición que no era sino un camino hacia una vida más grande. Don Juan, por su parte, va a aceptar también su destino, a satisfacerse con esa existencia cuya grandeza no vale sino por la rebelión. Para el uno es la conciencia; para el otro, la rebelión; en ambos casos ha desaparecido lo absurdo. Tan tenaz es la esperanza en el corazón humano. Los hombres más despojados terminan a veces aceptando la ilusión. Esta aprobación dictada por la necesidad de paz es la hermana interior del consentimiento existencial. Hay, por lo tanto, dioses de luz e ídolos de barro. Pero es el camino medio que lleva a los rostros del hombre lo que se trata de encontrar.
Hasta aquí son los fracasos de la exigencia absurda los que nos han informado mejor sobre lo que ella es. De la misma manera, nos bastará para estar prevenidos con advertir que la creación novelesca puede ofrecer la misma ambigüedad que ciertas filosofías. Por lo tanto, puedo elegir como ejemplo una obra en la que se reúna todo lo que indica la conciencia de lo absurdo, cuyo comienzo sea claro y el clima lúcido. Sus consecuencias nos instruirán. Si lo absurdo no es respetado en ella, sabremos a través de qué sesgo se ha introducido la ilusión. Un ejemplo concreto, un tema, una fidelidad de creador bastarán entonces. Se trata del mismo análisis que ya ha sido hecho más largamente.
Examinaré un tema favorito de Dostoievski. Hubiera podido estudiar igualmente otras obras[20], pero en ésta se trata el problema directamente, en el sentido de la grandeza y la emoción, como sucede con los pensamientos existencialistas de que ya se ha hablado. Este paralelismo sirve para mi propósito.