El sentimiento de lo absurdo no es lo mismo que la noción de lo absurdo. La fundamenta y nada más. No se resume en ella sino durante el breve instante en que juzga al universo. Luego tiene que ir más lejos. Está vivo, lo que quiere decir que debe morir o resonar más adelante. Lo mismo sucede con los temas que hemos reunido. Pero lo que me interesa también a este respecto no son las obras o los pensadores, cuya crítica exigiría otra forma y otro lugar, sino el descubrimiento de lo que hay de común en sus conclusiones. Nunca ha habido, quizás, espíritus tan diferentes. No obstante, reconocemos como idénticos los paisajes espirituales en los que se mueven. Así también, a través de ciencias tan diferentes, el grito que termina su itinerario resuena de la misma manera. Se advierte que hay un clima común a los pensadores que se acaba de recordar. Decir que ese clima es mortífero es apenas jugar con las palabras. Vivir bajo este cielo asfixiante exige que se salga de él o que se permanezca en él. Se trata de saber cómo se sale de él en el primer caso y por qué se permanece en él, en el segundo. Yo defino así el problema del suicidio y el interés que se puede conceder a las conclusiones de la filosofía existencial.
Antes quiero desviarme un instante del camino recto. Hasta ahora hemos podido circunscribir lo absurdo por la parte exterior. Puede uno preguntarse, no obstante, qué es lo que contiene de claro esta noción y tratar de volver a encontrar, mediante el análisis directo, su significación por una parte, y por la otra las consecuencias que implica.
Si acuso a un inocente de un crimen monstruoso, si le digo a un hombre virtuoso que ha codiciado a su propia hermana, me responderá que eso es absurdo. Esta indignación tiene su lado cómico, pero también su razón profunda. El hombre virtuoso ilustra con esa réplica la antinomia definitiva que existe entre el acto que yo le atribuyo y los principios de toda su vida. "Es absurdo" quiere decir’es imposible", pero también "es contradictorio". Si veo a un hombre atacar con arma blanca a un grupo de ametralladoras, juzgaré que su acto es absurdo. Pero no lo es sino en virtud de la desproporción que existe entre su intención y la realidad que le espera, de la contradicción que puedo advertir entre sus fuerzas reales y el fin que se propone. Del mismo modo, estimaremos que un veredicto es absurdo oponiéndolo al veredicto que, al parecer, imponían los hechos. Del mismo modo también una demostración por lo absurdo se efectúa comparando las consecuencias de este razonamiento con la realidad lógica que se quiere instaurar. En todos estos casos, desde el más sencillo hasta el más complejo, la absurdidad será tanto más grande cuanto mayor sea la diferencia entre los términos de mi comparación. Hay casamiento, desafíos, rencores, silencios, guerras y también paces absurdos. En cada uno de estos casos la absurdidad nace de una comparación. Por lo tanto, tengo razón al decir que la sensación de la absurdidad no nace del simple examen de un hecho o de una impresión, sino que surge de la comparación entre un estado de hecho y cierta realidad, entre una acción y el mundo que la supera. Lo absurdo es esencialmente un divorcio. No está ni en uno ni en otro de los elementos comparados. Nace de su confrontación.
En el plano de la inteligencia puedo decir, por lo tanto, que lo absurdo no está en el hombre (si semejante metáfora pudiera tener un sentido), ni en el mundo, sino en su presencia común. Es por el momento el único lazo que los une. Si quiero limitarme a las evidencias, sé lo que quiere el hombre, sé lo que ofrece el mundo y ahora puedo decir que sé también lo que los une. No necesito ahondar más. Una sola certidumbre basta para quien busca. Se trata solamente de sacar de ella todas sus consecuencias.
La consecuencia inmediata es, al mismo tiempo, una regla de método. La singular trinidad que se pone así de manifiesto nada tiene de una América descubierta de pronto. Pero tiene en común con los datos de la experiencia que es a la vez infinitamente sencilla e infinitamente complicada. La primera de sus características a este respecto es que no puede dividirse. Destruir uno de sus términos es destruirla por completo. No puede haber absurdo fuera de un espíritu humano. Así, lo absurdo termina, como todas las cosas, con la muerte. Pero tampoco puede haber absurdo fuera de este mundo. Y con este criterio elemental juzgo que la noción de lo absurdo es esencial y puede figurar como la primera de mis verdades. Aquí aparece la regla de método evocada anteriormente. Si juzgo que una cosa es cierta debo preservarla. Si me ocupo en hallar la solución de un problema, por lo menos no debo escamotear con esta solución misma uno de los términos del problema. El único dato es para mí lo absurdo. El problema consiste en saber cómo se puede salir de él y si el suicidio debe deducirse de ese absurdo. La primera y, en el fondo, la única condición de mis investigaciones es la de preservar aquello que me abruma, y respetar, en consecuencia, lo que juzgo esencial en él. Acabo de definirlo como una confrontación y una lucha sin tregua.
Y llevando hasta su término esta lógica absurda, debo reconocer que esta lucha supone la ausencia total de esperanza (que nada tiene que ver con la desesperación), el rechazo continuo (que no se debe confundir con la renunciación) y la insatisfacción consciente (que no se debería confundir tampoco con la inquietud juvenil). Todo lo que destruye, escamotea o sutiliza estas exigencias (y en primer lugar el consentimiento que destruye el divorcio) arruina lo absurdo y desvaloriza la actitud que se puede proponer entonces. Lo absurdo no tiene sentido sino en la medida en que no se lo consiente.
Existe un hecho evidente que parece enteramente moral: un hombre es siempre presa de sus verdades. Una vez que las reconoce, no puede apartarse de ellas. No hay más remedio que pagarlas. Un hombre que adquiere conciencia de lo absurdo queda ligado a ello para siempre. Un hombre sin esperanza y consciente de no tenerla no pertenece ya al porvenir. Esto es natural. Pero es natural también que haga esfuerzos por liberarse del universo que él mismo ha creado. Todo lo que precede no tiene sentido, precisamente, sino considerando esta paradoja. Nada puede ser más instructivo a este respecto que examinar ahora hasta dónde llevaron sus consecuencias los hombres que reconocieron el clima absurdo, partiendo de una crítica del racionalismo.
Ahora bien, para atenerme a las filosofías existenciales, veo que todas, sin excepción, me proponen la evasión. Mediante un razonamiento singular, partiendo de lo absurdo sobre los escombros de la razón, en un universo cerrado y limitado a lo humano, divinizan lo que los aplasta y encuentran una razón para esperar en lo que les desguarnece. Esta esperanza forzosa es, en todos, de esencia religiosa. Se merece que nos detengamos en ella.
Ahora analizaré únicamente y a título de ejemplo, algunos temas particulares de Chestov y Kierkegaard. Pero Jaspers va a proporcionarnos, llevado hasta la caricatura, un ejemplo típico de esta actitud. Lo demás se hará más claro. Lo vemos impotente para realizar lo trascendente, incapaz de sondear la profundidad de la experiencia y consciente de este universo trastornado por el fracaso. ¿Va a progresar o, por lo menos, a sacar las conclusiones de este fracaso? No aporta nada nuevo. En la experiencia no ha encontrado sino la confesión de su impotencia y ningún pretexto para deducir algún principio satisfactorio. No obstante, sin justificación, como él mismo dice, afirma de una vez lo trascendente, la existencia de la experiencia y el sentido sobrehumano de la vida, al escribir: "El fracaso no demuestra, más allá de toda aplicación y de toda interpretación posibles, la nada, sino la existencia de la trascendencia". A esta existencia que de pronto, y mediante un acto ciego de la confianza humana, lo explica todo, la define como "la unidad inconcebible de lo general y lo particular". Así lo absurdo se convierte en dios (en el sentido más amplio de esta palabra) y la impotencia para comprender en el ser que lo ilumina todo. Nada lleva lógicamente a este razonamiento. Puedo llamarlo un salto. Y paradójicamente se comprende la insistencia, la paciencia infinita de Jaspers en hacer irrealizable la experiencia de lo trascendente. Pues cuanto más fugaz es esta aproximación, tanto más vana prueba ser esta definición y tanto más real le es esta trascendencia, pues su apasionamiento al afirmarlo es justamente proporcional a la diferencia que existe entre su poder de explicación y la irracionalidad del mundo y de la experiencia. Parece, por lo tanto, que Jaspers se afana tanto más por destruir los prejuicios de la razón por cuanto con ello explicará de modo más radical el mundo. Este apóstol del pensamiento humillado va a encontrar en el extremo mismo de la humillación con qué regenerar al ser en toda su profundidad.
El pensamiento místico nos ha familiarizado con estos procedimientos. Son tan legítimos como cualquiera otra actitud del espíritu. Pero por el momento obro como si me tomara en serio cierto problema. Sin prejuzgar el valor general de esta actitud, ni su poder de enseñanza, quiero considerar únicamente si responde a las condiciones que me he puesto, si es digna del conflicto que me interesa. Vuelvo así a Chestov. Un comentarista cita una de sus frases que merece interés: "La única verdadera salida —dice— está precisamente allí donde no hay salida alguna para el juicio humano. Si no, ¿para qué necesitaríamos a Dios? No se vuelve uno hacia Dios sino para obtener lo imposible. Para lo posible, se bastan los hombres". Si hay una filosofía chestoviana, puedo decir que esta frase la resume por completo. Pues cuando, al término de sus análisis apasionados, Chestov descubre la absurdidad fundamental de toda existencia, no dice." "He aquí lo absurdo", sino: "He aquí a Dios; es a él a quien hay que remitirse, aunque no corresponda a ninguna de nuestras categorías racionales". Para que la confusión no sea posible, el filósofo ruso insinúa inclusive que ese Dios puede ser vengativo y odioso, incomprensible y contradictorio, pero cuanto más horrible es su rostro tanto más afirma su poder. Su grandeza es su inconsecuencia. Su prueba es su inhumanidad. Hay que saltar a él y librarse con este salto de las ilusiones racionales. Por lo tanto, para Chestov la aceptación de lo absurdo es contemporánea de lo absurdo mismo. Comprobarlo es aceptarlo y todo el esfuerzo lógico de su pensamiento consiste en manifestarlo para hacer surgir al mismo tiempo la esperanza inmensa que implica. Una vez más, esta actitud es legítima. Pero yo me empeño aquí en considerar un solo problema y todas sus consecuencias. No tengo que examinar la emoción de un pensamiento o de un acto de fe. Tengo toda mi vida para hacerlo. Sé que el racionalista encuentra irritante la actitud chestoviana. Pero siento también que Chestov tiene razón contra el racionalista y quiero saber únicamente si permanece fiel a los mandamientos de lo absurdo. Ahora bien, si se admite que lo absurdo es lo contrario de la esperanza, se ve que para Chestov el pensamiento existencial presupone lo absurdo, pero no lo demuestra sino para disiparlo. Esta sutileza de pensamiento es una jugada patética de malabarista. Cuando, por otra parte, Chestov opone su absurdo a la moral corriente y a la razón, lo llama verdad y redención. Hay, por lo tanto, en la base y en esta definición de lo absurdo una aprobación que Chestov le aporta. Si se reconoce que toda la fuerza de esta noción reside en la manera de chocar con nuestras esperanzas elementales, si se tiene la sensación de que lo absurdo exige para seguir existiendo que no se consienta en él, se ve claramente que ha perdido su verdadero rostro, su carácter humano y relativo, para entrar en una eternidad a la vez incomprensible y satisfactoria. Si hay absurdo, lo hay en el universo del hombre. Desde el instante en que su noción se transforma en trampolín para la eternidad ya no está ligada a la lucidez humana. Lo absurdo no es ya esa evidencia que el hombre comprueba sin consentir en ella. Se elude la lucha. El hombre integra lo absurdo y en esta comunión hace desaparecer su característica esencial, que es oposición, desgarramiento y divorcio. Este salto es un escape. Chestov, quien cita tan de buena gana la frase de Hamlet "The time is out of joint", la escribe con una especie de esperanza feroz que se le puede atribuir muy particularmente. Porque no es así como la pronuncia Hamlet o como la escribe Shakespeare. La embriaguez de lo irracional y la vocación del éxtasis desvían de lo absurdo a un espíritu clarividente. Para Chestov la razón es vana, pero hay algo más allá de la razón. Para un espíritu absurdo la razón es vana y no hay nada más allá de la razón.
Este salto puede, por lo menos, aclararnos un poco más la naturaleza verdadera de lo absurdo. Sabemos que no vale sino en un equilibrio, que se halla, ante todo, en la comparación y no en los términos de esta comparación. Pero Chestov precisamente, hace recaer todo el peso sobre uno de los términos y destruye el equilibrio. Nuestro deseo de comprender, nuestra nostalgia de absoluto no se explican sino en la medida en que, justamente, podemos comprender y explicar muchas cosas. Es inútil negar absolutamente la razón. Tiene su orden en el cual es eficaz. Ese orden es, precisamente, el de la experiencia humana. De ahí que queramos aclararlo todo. Si no podemos hacerlo, si lo absurdo nace en esa ocasión, es justamente, del choque de esta razón eficaz pero limitada y de lo irracional que renace siempre. Ahora bien, cuando Chestov se irrita contra una proposición hegeliana como "los movimientos del sistema solar se efectúan de acuerdo con leyes inmutables y estas leyes son su razón", cuando emplea todo su apasionamiento para dislocar el racionalismo spinoziano va a parar justamente a la vanidad de toda razón, y de ahí, mediante un rodeo natural e ilegítimo, a la preeminencia de lo irracional[4]. Pero el paso no es evidente, pues pueden intervenir en ello las nociones de límite y de plan. Las leyes de la naturaleza pueden ser valederas hasta cierto límite, pasado el cual se vuelven contra sí mismas para dar nacimiento a lo absurdo. O también pueden justificarse en el plano de la descripción sin ser por ello ciertas en el de la explicación. Todo se sacrifica aquí a lo irracional y, como la exigencia de claridad es escamoteada, lo absurdo desaparece con uno de los términos de su comparación. El hombre absurdo, por el contrario, no realiza esa nivelación. Reconoce la lucha, no desprecia absolutamente la razón y admite lo irracional. Abarca así con la mirada todos los datos de la experiencia y está poco dispuesto a saltar antes de saber. Sabe solamente que en esta conciencia atenta no hay ya lugar para la esperanza.
Lo que es perceptible en León Chestov lo será todavía más, quizás, en Kierkegaard. Ciertamente, es difícil separar proposiciones claras en un autor tan inasible. Mas a pesar de los escritos aparentemente opuestos, por encima de los seudónimos, de los juegos y de las sonrisas, se siente que a lo largo de esta obra aparece como el presentimiento (al mismo tiempo que la aprensión) de una verdad que termina estallando en las últimas obras: también Kierkegaard da el salto. El cristianismo que le asustaba tanto en su infancia recobra finalmente su rostro más duro. Para él también, la antinomia y la paradoja se convierten en criterios de lo religioso. Así, aquello mismo que hacía desesperar del sentido y de la profundidad de esta vida le da ahora su verdad y su claridad. El cristianismo es el escándalo y lo que Kierkegaard reclama lisa y llanamente es el tercer sacrificio exigido por Ignacio de Loyola, el que más alegra a Dios: "El sacrificio del Intelecto"[5]. Este efecto del "salto" es extraño, pero no debe sorprendernos ya. Hace de lo absurdo el criterio del otro mundo, cuando es únicamente un residuo de la experiencia de este mundo. "En su fracaso —dice Kierkegaard— el creyente encuentra su triunfo."
No tengo por qué preguntarme con qué predicción conmovedora se relaciona esta actitud. Lo único que tengo que preguntarme es si el espectáculo de lo absurdo y su carácter propio lo legitiman. A este respecto sé que no es así. Si se considera de nuevo el contenido de lo absurdo, se comprende mejor el método que inspira a Kierkegaard. No mantiene el equilibrio entre lo irracional del mundo y la nostalgia rebelde de lo absurdo. No respeta la relación que constituye, propiamente hablando, el sentimiento de la absurdidad. Seguro de no poder eludir lo irracional, quiere, por lo menos, salvarse de esta nostalgia desesperada que le parece estéril y sin alcance. Pero si bien puede tener razón sobre este punto en su juicio, no puede tenerla igualmente en su negación. Si reemplaza su grito de rebelión por una adhesión frenética, se ve obligado a ignorar lo absurdo que le iluminaba hasta entonces y a divinizar la única certidumbre que tendrá en adelante: lo irracional. Lo importante, decía el abate Galiani a Madame d’Epinay, no es curarse, sino vivir con sus enfermedades. Kierkegaard quiere curarse. Curarse es su deseo frenético, el que circula por todo su Diario. Todo el esfuerzo de su inteligencia tiene por objeto eludir la antinomia de la condición humana. Es un esfuerzo tanto más desesperado cuanto que advierte de vez en cuando su inutilidad, por ejemplo, cuando habla de él, como si ni el temor de Dios ni la piedad fuesen capaces de darle la paz. Así, mediante un subterfugio torturado, da a lo irracional el rostro de lo absurdo y a su Dios los atributos: injusto, inconsecuente e incomprensible. Sólo la inteligencia trata de ahogar en él la reivindicación profunda del corazón humano. Puesto que nada está probado, todo puede ser probado.
Es el propio Kierkegaard quien nos revela el camino seguido. No quiero sugerir nada ahora, ¿pero cómo es posible no leer en sus obras los signos de una mutilación casi voluntaria del alma frente a la mutilación consentida sobre lo absurdo? Es el leit-motiv del Diario. "Lo que me ha faltado es la bestia, que también forma parte del destino humano… Pero dadme un cuerpo." Y más adelante: "¡Oh!, sobre todo en mi primera juventud, qué no hubiese dado por ser hombre, aunque hubiese sido durante seis meses… Lo que me falta, en el fondo, es un cuerpo y las condiciones físicas de la existencia". Sin embargo, el mismo hombre hace suyo en otra parte el gran grito de esperanza que ha atravesado tantos siglos y animado tantos corazones, salvo el del hombre absurdo. "Pero para el cristiano, la muerte no es en modo alguno el final de todo e implica infinitamente más esperanza que la vida, aunque sea ésta desbordante de salud y de fuerza". La reconciliación mediante el escándalo es también reconciliación. Permite, quizá, como se ve, extraer la esperanza de su contraria, que es la muerte. Pero aunque la simpatía haga inclinarse hacia esta actitud, hay que decir, no obstante, que la desmesura no justifica nada. Sobrepasa, se dice, la medida humana y, en consecuencia, es necesario que sea sobrehumana. Pero este "en consecuencia¹está de más. No hay en esto certidumbre lógica. Tampoco hay probabilidad experimental. Todo lo que puedo decir es que, en efecto, sobrepasa mi medida. Si no deduzco de ello una negación, por lo menos no quiero fundamentar nada en lo incomprensible. Quiero saber si puedo vivir con lo que sé y con eso solamente. Me dicen también que la inteligencia debe aquí sacrificar su orgullo y la razón debe inclinarse. Pero si reconozco los límites de la razón no la niego por ello, pues reconozco sus poderes relativos. Yo quiero solamente mantenerme en este camino medio, en el que la inteligencia puede seguir siendo clara. Si en esto consiste su orgullo, no veo motivo suficiente para renunciar a él. Nada más profundo, por ejemplo, que la opinión de Kierkegaard de que la desesperación no es un hecho, sino un estado: el estado mismo del pecado. Pues el pecado es lo que aleja de Dios. Lo absurdo, que es el estado metafísico del hombre consciente, no lleva a Dios[6]. Quizá se aclare esta noción si aventuro esta enormidad: lo absurdo es el pecado sin Dios.
Se trata de vivir en ese estado de lo absurdo. Sé sobre qué están fundados este espíritu y este mundo apuntalados el uno en el otro sin poder abrazarse. Pido la regla de la vida de ese estado y lo que me proponen no tiene en cuenta el fundamento, niega uno de los términos de la oposición dolorosa, me impone una renuncia. Pregunto qué trae aparejada la condición que reconozco como mía; sé que ésta implica la oscuridad y la ignorancia, y me aseguran que esta ignorancia lo explica todo y que esta oscuridad es mi luz. Pero no se contesta a mi intención y ese lirismo exaltante no puede ocultarme la paradoja. Por lo tanto, hay que desviarse. Kierkegaard puede gritar y advertir: "Si el hombre no tuviese una conciencia eterna; si, en el fondo de todas las cosas, no hubiese sino un poder salvaje e hirviente que produce todas las cosas, lo grande y lo fútil, en el torbellino de oscuras pasiones; si el vacío sin fondo que nada puede llenar se ocultase bajo las cosas, ¿qué sería la vida sino desesperación?" Este grito no puede detener al hombre absurdo. Buscar lo que es verdadero no es buscar lo que es deseable. Si para escapar a la pregunta angustiada: "¿Qué sería la vida?" hay que alimentarse, como el asno, de las rosas de la ilusión, más bien que resignarse a la mentira, el espíritu absurdo prefiere adoptar sin temblar la respuesta de Kierkegaard: "la desesperación". Considerándolo bien todo, un alma decidida saldrá siempre del paso.
Me tomo la libertad de llamar aquí suicidio filosófico a la actitud existencial. Pero esto no implica un juicio. Es una manera cómoda de designar el movimiento por el cual un pensamiento se niega a sí mismo y tiende a superarse a sí mismo en lo que constituye su negación. La negación es el Dios de los existencialistas. Exactamente, ese dios sólo se sostiene gracias a la negación de la razón humana[7]. Pero lo mismo que los suicidios, los dioses cambian con los hombres. Hay muchas maneras de saltar, pero lo esencial es saltar. Estas negaciones redentoras, estas contradicciones finales que niegan el obstáculo que no se ha saltado todavía, pueden nacer tanto (tal es la paradoja a que tiende este razonamiento) de cierta inspiración religiosa como del orden racional. Aspiran siempre a lo eterno, y en eso solamente es en lo que dan el salto.
Hay que decir también que el razonamiento que sigue este ensayo deja enteramente a un lado la actitud espiritual más difundida en nuestro siglo ilustrado: la que se apoya en el principio de que todo es razón y aspira a dar una explicación del mundo. Es natural que se dé una explicación clara de él cuando se admite que debe ser claro. Esto es hasta legítimo, pero no interesa al razonamiento que seguimos ahora. En efecto, su finalidad es aclarar la manera de proceder del espíritu cuando, habiendo partido de una filosofía de la no-significación del mundo, termina encontrándole un sentido y una profundidad. La más patética de esas maneras de proceder es de esencia religiosa; se ilustra en el tema de lo irracional. Pero la más paradójica y significativa es, desde luego, la que da sus razones razonadoras a un mundo que imaginaba al comienzo sin principio rector. En todo caso, no se podría llegar a las consecuencias que nos interesan sin haber dado una idea de esta nueva adquisición del espíritu de nostalgia.
Examinaré solamente el tema de "la intención", puesto de moda por Husserl y los fenomenólogos. Ya se ha aludido a él. Primitivamente, el método husserliano niega la manera de proceder clásica de la razón. Repitámoslo. Pensar no es unificar, hacer familiar la apariencia bajo el rostro de un gran principio. Pensar es aprender de nuevo a ver, dirigir la propia conciencia, hacer de cada imagen un lugar privilegiado. Dicho de otro modo, la fenomenología se niega a explicar el mundo, quiere ser solamente una descripción de lo vivido. Coincide con el pensamiento absurdo de su afirmación inicial de que no hay verdad, sino solamente verdades. Desde el viento de la tarde hasta esta mano que se apoya en mi hombro, cada cosa tiene su verdad. Es la conciencia la que la aclara con la atención que le presta. La conciencia no forma el objeto de su conocimiento; no hace sino fijar, es el acto de atención y, para decirlo con una imagen bergsoniana, se parece al aparato de proyección que se fija de golpe sobre una imagen. La diferencia consiste en que no hay guión, sino una ilustración sucesiva e inconsecuente. En esta linterna mágica todas las imágenes son privilegiadas. La conciencia pone en suspenso en la apariencia los objetos de su atención. Con su milagro los aisla. Están desde entonces fuera de todos los juicios. Esta "intención" es la que caracteriza a la conciencia. Pero la palabra no implica idea alguna de finalidad: está tomada en su sentido de "dirección", sólo tiene un valor topográfico.
A primera vista parece que nada contradice al espíritu absurdo. Esta aparente modestia del pensamiento que se limita a describir lo que se niega a explicar, esta disciplina voluntaria de la que procede paradójicamente el enriquecimiento profundo de la experiencia y el renacimiento del mundo en su prolijidad, son maneras de proceder absurdas. Por lo menos a primera vista. Pues los métodos de pensamiento, en este caso como en otros, revisten siempre dos aspectos, uno psicológico y el otro metafísico[8]. Con ellos ocultan dos verdades. Si el tema de la intencionalidad no pretende ilustrar sino una actitud psicológica con la cual lo real sería agotado en vez de ser explicado, nada lo separa, en efecto, del espíritu absurdo. Aspira a enumerar lo que no puede trascender. Afirma solamente que en ausencia de todo principio de unidad el pensamiento puede satisfacerse en la descripción y comprensión de cada rostro de la experiencia. La verdad de que se trata entonces para cada uno de estos rostros es de orden psicológico. Testimonia solamente el "interés" que puede presentar la realidad. Es una manera de despertar a un mundo soñoliento y de hacerlo viviente para el espíritu. Pero si se quiere extender y fundamentar racionalmente esta noción de verdad, si se pretende descubrir así la "esencia" de cada objeto del conocimiento, se restituye su profundidad a la experiencia. Para un espíritu absurdo esto es incomprensible. Ahora bien, esta fluctuación entre la modestia y la seguridad es lo que se advierte en la actitud intencional, y este reflejo del pensamiento fenomenológico ilustrará mejor que cualquier otra cosa el razonamiento absurdo.
Pues Husserl habla también de "esencias extratemporales" que la intención pone así de manifiesto, y se cree oír a Platón. No se explican todas las cosas por una sola, sino por todas. No veo en ello diferencia. Ciertamente no se quiere que estas ideas o estas esencias que la conciencia "efectúa" al término de cada descripción sean modelos perfectos, pero se afirma que están directamente presentes en todo dato de percepción. No hay ya una sola idea que lo explique todo, sino una infinidad de esencias que dan un sentido a una infinidad de objetos. El mundo se inmoviliza, pero se aclara.
El realismo platónico se hace intuitivo, pero sigue siendo realismo. Kierkegaard se abismaba en su Dios, Parménides precipitaba al pensamiento en lo Uno, pero aquí el pensamiento se arroja a un politeísmo abstracto. Más aún, las alucinaciones y las ficciones forman parte también de las "esencias extratemporales". En el nuevo mundo de las ideas, la categoría de centauro colabora con la más modesta, de metropolitano.
Para el hombre absurdo había una verdad, al mismo tiempo que una amargura, en esta opinión puramente psicológica de que todos los rostros del mundo son privilegiados. Que todo sea privilegiado equivale a decir que todo es equivalente. Pero el aspecto metafísico de esta verdad lo lleva tan lejos que, en virtud de una reacción elemental, se siente, quizá, más cerca de Platón. Se le enseña, en efecto, que toda imagen supone una esencia igualmente privilegiada. En este mundo ideal sin jerarquía el ejército formal se compone solamente de generales. Sin duda, había sido eliminada la trascendencia, pero un giro brusco del pensamiento vuelve a introducir en el mundo una especie de inmanencia fragmentaria que restituye su profundidad al universo.
¿Debo temer que haya llevado demasiado lejos un tema manejado con más prudencia por sus creadores? Me limito a leer estas afirmaciones de Husserl, de apariencia paradójica, pero cuya lógica rigurosa se advierte si se admite lo que precede: "Lo que es verdad es verdad absolutamente, en sí; la verdad es una, idéntica a sí misma, cualesquiera que sean los seres que la perciban, hombres, monstruos, ángeles o dioses". No puedo negar que la Razón triunfa y toca el clarín por esta voz. ¿Qué puede significar su afirmación en el mundo absurdo? La percepción de un ángel o de un dios no tiene sentido para mí. Este lugar geométrico donde la razón divina ratifica la mía me es para siempre incomprensible. También en ello descubro un salto, y aunque sea dado en lo abstracto, no deja de significar para mí el olvido de lo que, precisamente, no quiero olvidar. Cuando más adelante exclama Husserl: "Si todas las masas sometidas a la atracción desapareciesen, la ley de la atracción no se vería destruida, pero quedaría simplemente sin aplicación posible’, sé que me encuentro ante una metafísica de consuelo. Y si quiero descubrir el recodo en que el pensamiento abandona el camino de la evidencia, no tengo más que releer el razonamiento paralelo que emplea Husserl a propósito del espíritu: "Si pudiéramos contemplar claramente las leyes exactas de los procesos psíquicos, se mostrarían igualmente eternas e invariables, como las leyes fundamentales de las ciencias naturales teóricas. Por lo tanto, serían válidas aunque no hubiese proceso psíquico alguno". ¡Aunque no existiese el espíritu existirían sus leyes! Comprendo entonces que de una verdad psicológica Husserl pretende nacer una regla racional: después de haber negado el poder integrante de la razón humana, salta mediante ese sesgo a la Razón eterna.
El tema husserliano del "universo concreto" no puede, por lo tanto, sorprenderme. Decirme, que todas las esencias no son formales, sino que también las hay materiales, que las primeras son el objeto de la lógica y las segundas de las ciencias, no es sino una cuestión de definición. Se me asegura que lo abstracto no designa sino una parte no consistente por sí misma de un universal concreto. Pero la fluctuación ya revelada me permite aclarar la confusión de estos términos. Pues eso puede querer decir que el objeto concreto de mi atención, ese cielo, el reflejo de esa agua sobre el faldón de este abrigo conservan, por sí solos, el prestigio de lo real que mi interés aisla en el mundo. Y no lo negaré. Pero eso puede querer decir también que ese mismo abrigo es universal, tiene su esencia particular y suficiente, pertenece al mundo de las formas. Comprendo entonces que sólo se ha cambiado el orden de la procesión. Este mundo no se refleja ya en un universo superior; el cielo de las formas se representa en la multitud de las imágenes de esta tierra. Esto no cambia nada para mí. Lo que encuentro aquí no es la afición a lo concreto, el sentido de la condición humana, sino un intelectualismo lo bastante desenfrenado como para generalizar a lo concreto mismo.
Sería inútil asombrarse de la paradoja aparente que lleva al pensamiento a su propia negación por los caminos opuestos de la razón humillada y de la razón triunfante. Del dios abstracto de Husserl al dios fulgurante de Kierkegaard no hay mucha distancia. La razón y lo irracional llevan, a la misma predicación. Es que, en verdad, el camino importa poco y la voluntad de llegar basta para todo. El filósofo abstracto y el filósofo religioso parten del mismo desorden y se apoyan en la misma angustia. Pero lo esencial es explicar. A este respecto la nostalgia es más fuerte que la ciencia. Es significativo que el pensamiento de la época sea a la vez uno de los más empapados en una filosofía de la no-significación del mundo y uno de los más desgarrados en sus conclusiones. No cesa de oscilar entre la extrema racionalización de lo real que lleva a fragmentarla en razones-tipos y su extrema irracionalización que lleva a divinizarlo. Pero este divorcio sólo es aparente. Se trata de reconciliarse y, en ambos casos, el salto basta para ello. Se cree siempre, equivocadamente, que la idea de razón tiene un sentido único. En realidad, por riguroso que sea en su ambición, este concepto no deja de ser tan móvil como otros. La razón tiene un rostro enteramente humano, pero sabe también volverse hacia lo divino. Desde Plotino, el primero que supo conciliaria con el clima eterno, ha aprendido a desviarse del más caro de sus principios, que es la contradicción, para integrar el más extraño, el completamente mágico de la participación[9]. Es un instrumento de pensamiento y no el pensamiento mismo. El pensamiento de un hombre es, ante todo, su nostalgia.
Así como la razón supo aplacar la melancolía plotiniana, así también da a la angustia moderna los medios de calmarse en los decorados familiares de lo eterno. El espíritu absurdo tiene menos suerte. Para él el mundo no es tan racional ni tan irracional. Es irrazonable y nada más que eso. En Husserl la razón termina no teniendo límites. El hombre absurdo fija, por el contrario, sus límites, puesto que es impotente para calmar su angustia. Kierkegaard afirma, por otro lado, que un solo límite basta para negarla. Pero el hombre de lo absurdo no va tan lejos. Para él este límite apunta solamente a las ambiciones de la razón. El tema de lo irracional, tal como lo conciben los existencialistas, es la razón que se embrolla y se desembrolla negándose. El nombre absurdo es la razón lúcida que comprueba sus límites.
El hombre absurdo reconoce sus verdaderas razones al término de ese camino difícil. Al comparar su exigencia profunda con lo que se le propone entonces, siente de pronto que se va a desviar. En el universo de Husserl el mundo se aclara y ese deseo de familiaridad que existe en el corazón del hombre se hace inútil. En el apocalipsis de Kierkegaard ese deseo de claridad tiene que negarse si quiere ser satisfecho. El pecado no consiste tanto en saber (a este respecto todo el mundo es inocente) como en desear saber. Justamente, es el único pecado del cual el hombre absurdo puede sentirse culpable e inocente. Se le propone una solución en la que todas las contradicciones pasadas no son ya sino juegos polémicos. Pero no las ha sentido así. Hay que conservar su verdad, que consiste en que no quedan satisfechas. No quiere predicación.
Mi razonamiento quiere ser fiel a la evidencia que lo ha estimulado. Esta evidencia es lo absurdo. Es ese divorcio entre el espíritu que desea y el mundo que decepciona, mi nostalgia de unidad, el universo disperso y la contradicción que los encadena. Kierkegaard suprime mi nostalgia y Husserl reúne este universo. No es eso lo que yo esperaba. Se trataba de vivir y de pensar con esos desgarramientos, de saber si había que aceptar o rechazar. No puede tratarse de disfrazar la evidencia, de suprimir lo absurdo negando uno de los términos de su ecuación. Hay que saber si se puede vivir de él o si la lógica ordena que se muera de él. No me interesa el suicidio filosófico, sino el suicidio a secas. Quiero solamente purgarlo de su contenido de emociones y conocer su lógica y su honestidad. Toda otra posición supone para el espíritu absurdo el escamoteo y el retroceso del espíritu ante lo que pone de manifiesto el espíritu. Husserl dice que obedece al deseo de escapar "al hábito inveterado de vivir y de pensar en ciertas condiciones de existencia ya muy conocidas y cómodas", pero el salto final nos restituye en él lo eterno y su comodidad. El salto no implica un peligro extremo, como querría Kierkegaard. El peligro está, por el contrario, en el instante sutil que precede al salto. La honestidad consiste en saber mantenerse en ese borde vertiginoso, y lo demás es subterfugio. Sé también que nunca la impotencia ha inspirado acordes tan conmovedores como los de Kierkegaard. Pero si la impotencia tiene un lugar en los paisajes indiferentes de la historia, no podría encontrarlo en un razonamiento cuya exigencia se conoce ahora.