21

ATARDECE

Roma.

A veces ocurre que te acuerdas de las cosas muchos años después. Sentado junto a mamá, silenciosa y ausente, recordé aquella frase de aquella nota: «El corazón no es un lugar».

Ella me pedía en ese momento que no repartiera los espacios de mi órgano principal como si fuera una casa llena de habitaciones. Eso que muchos erróneamente creen, que el corazón se tiene que compartir. Una cosa es repartir el tiempo, otra el amor. Lo suplicaba en su nota porque sabía que cuando me enamorara empezaría a vivir desordenadamente, sin rumbo, con un único destino, olvidando el origen. Pero no lo explican en las instrucciones y consagras válvulas, arterias, aortas y nudos ventriculares a un solo fin. Mamá me avisó.

Aquel día de agosto mi corazón dejó de ser un lugar para ser una brújula.

Los únicos turistas que estaban en Santa Maria in Trastevere debían haber salido ya de la nave porque apenas se escuchaba el motor de mi reloj… y la respiración agitada de mamá, un asma que había heredado de la abuela, a la que un día ahogó en uno de sus esfuerzos subiendo al desván donde se salaban los jamones. Y que, supongo, heredaré yo.

Le puse la mano en el pecho para intentar calmarla, como si mi respiración pudiera atravesar de un cuerpo a otro.

—Mamá, ¿me oyes? Soy Justo.

Se giró hacia mí tranquila y no sé si me reconoció, pero —lo importante— es que yo a ella sí. Era mamá, los mismos ojos verdes que me daban las buenas noches, los buenos días y el beso para ir al colegio.

No sirve de nada que lo diga, pero lo escribo: lloré. Empecé a llorar sin consuelo con mi mano en su pecho y con toda mi angustia concentrada en su respiración, en ese pitido horrible que la angustiaba y que poco a poco fue parándose, como si mi mano en su pecho estuviera siendo el conducto de mi amor.

—¿Quién eres? —dijo casi susurrando cuando empezó a calmarse el aire en su interior.

—Mamá, Justo. Tu hijo.

Sonrió y me sirvió de consuelo para secarme las lágrimas en su hombro, donde me quedé apoyado sin hablar durante unos minutos. Sin movernos. Yo sobre mamá, como tantas veces ella me abrazó. Respiré hondo para sentir el aroma de siempre, ese aroma de madre que no hay perfumista que pueda imitarlo. Como tampoco hay manera de olvidar el olor de un bebé. Esto último me lo decía ella cuando me contaba una y otra vez, todos los eneros, la noche previa a mi cumpleaños, cómo fue el parto, lo larga que se le hizo aquella noche y los días que estuvo dilatando en el sillón de casa sin yo querer salir de su interior. Seguramente era eso, que nunca quise salir de ella. Fuera me esperaba el miedo, la inseguridad y los complejos que he ido borrando en cada fotografía que he hecho. No he sabido posar, pero he sabido mirar. Y fueron tantas veces las que me narró cómo había nacido y tantas veces las que le dije: «Ya me lo contaste, mamá, el año pasado, también en mi cumpleaños»… Ahora mataría porque me relatara otra vez, mil veces más, aquella noche de parto en la que en ningún momento ella mencionó la palabra dolor.

Miré hacia el altar sin dejar de sentir el corazón de mi madre en mi interior. Y su perfume. Creo que el mío estaba parado en ese momento. Mi corazón. Y yo, que no he sido creyente, ni litúrgico, ni por ser he sido ateo, sentí que aquella otra Madre me miraba a mí desde lo alto llena de colores.

El que sabe de dolor todo lo sabe, me dije como si compartiera con Ella mi soledad compartida.

—¿Justo?

—Sí, mamá. Yo.

—Me quieres, ¿verdad?

—Mucho.

—Y… ¿quién eres?

—Tu hijo, mamá.

—Qué guapo. Y qué bien hueles.

—Tú también hueles muy bien, mamá. Es lo único que le falta a mi cámara de fotos, quedarse para siempre con este olor. ¿Quieres que te haga una foto?

Mamá no me contestaba, sólo me miraba, tan dolorosamente que me parecía un espejo del dolor en ese momento. La iglesia fría y mis pensamientos dispersos planeando sobre nuestra historia que se evaporaba. Saqué la cámara de la bolsa en un acto reflejo de los que haces cuando estás en silencio y las palabras no fluyen. «Puedo hacerte una foto aquí sentada, como la que te hice en el jardín, junto al sauce, nuestro refugio. Hueles tan bien como siempre. Llevas el mismo perfume y todo huele como siempre».

—Mamá… —balbuceé, casi a su oído. Cerré los ojos y, estando tan cerca de ella, pude oler los días felices de Calabella.

—Y… ¿me conoces?

—Mucho. No sabes cuánto, más que tú a mí. Me enseñaste a rezar, aunque lo olvidé. Y me enseñaste a leer antes de llegar al colegio, y a contar del revés, y a hacerme los lazos de los zapatos con truco, y…