23

UN VASO DE LECHE CALIENTE

Roma, 18.45.

«… Y necesito que recuerdes que me enseñaste a hacer barcos de papel con las hojas que arrancaba de mis libretas, que luego los dejábamos en el reguero del bordillo y se iban calle abajo al gran océano —como tú llamabas al Mediterráneo— con el resto de grandes barcos de papel que van cargados de sueños.

»Puedo recrear la escena como si fuera ahora que estás tan ausente y tan presente a la vez: yo en cuclillas poniendo el barquito en el arroyuelo, tú agarrándote la falda para no mojarte y pegada a mí, con esa sonrisa tan tuya, mezcla de vida y desilusión por el pasado. Entonces no lo notaba, pero sabía que algo no iba bien, por eso focalizábamos la fuerza en el barco de papiroflexia. No me gustaban las pajaritas, no les encontraba el sentido. ¿Para qué? ¿De qué servían? Prefería galeones de hoja de libreta de cuadros o dos rayas. Les pintabas ancla y claraboyas con mi caricatura en alguno de los círculos como si yo fuera el marinero que se asoma y… que viaja. “Sonrisa y buen viaje”, decías. Siempre con una sonrisa porque creo que notabas que mi tendencia a la melancolía era genética o, quién sabe, culpa tuya por aquellos años de lapsus. ¡Qué cosas! Tanto insistir en esos viajes junto al bordillo y acabé igual. Por el mundo, haciendo fotos, pidiendo a los demás que sonrieran.

»Muchos años después me dijiste: “Siento esa nostalgia tuya, ese temor a la soledad, ese miedo a no ser suficientemente bueno”, como si fueras la causante de mi carácter taciturno. Y no. Lo que pasa es que… tampoco podía decirte que el culpable fue él. Papá. Papá para lo bueno y para lo malo.

»Mamá, escúchame, si me escuchas, si existe algún recóndito lugar por el que colarme en tus recuerdos, déjame pasar y hablarte todo este tiempo después de lo más importante: has sido feliz. Tal vez no lo recuerdas, pero yo sí. Me basta. Ese fue el único objetivo de mi plan: tú».

Alguien encendió un cirio cerca de nosotros con cerillas.

Cerré los ojos, recliné la cabeza en el hombro de mamá y sentí que su corazón latía ya con suavidad, que el pitido de sus pulmones había desaparecido y que, curiosamente, había más velas encendidas en las capillas centelleando como estrellas a los lados de la basílica de Santa María. Debían haber entrado más turistas, de esos que van perdidos dando vueltas por el Trastevere, en ese espacio de tiempo en el que me cogí de su mano abandonada en tus rodillas y marchita por los pliegues pero suave como siempre.

—Yo sigo usando la Nivea de caja azul, ¿sabes? —te dije—. Y guardo las cajas por si me sirven para algo. ¿Sabes que he ido escondiendo? Monedas de otros países. Cada vez que volvía de un viaje me sobraban céntimos y calderilla que acababa perdiéndose y mezclada con otros trastos. Tú me dijiste: «Como estoy segura de que has de volver otra vez, guárdalas». Y eso hice. Ya ves qué costumbres más tontas se me han quedado. Tengo la estantería del salón llena de cajas azules con el nombre del país escrito con la Dymo y, dentro, el suelto convertido en porsiacasos. ¿Me crees?

No contestaste. No me sentía capaz de preguntártelo otra vez. Tomé tu mano y le di vueltas a tu anillo, qué raro que nunca te lo hubieras quitado, esas cosas que siempre me han quedado por saber de ti. Estoy convencido de que a pesar de todo preferías llevarlo como cicatriz de guerra, como forma de asegurarte de que el olvido es mejor tenerlo cerca. Es mejor ser feliz sabiendo quién es el enemigo.

Y así se quedó la alianza en tu anular, como archivo del dolor.

Una noche, la recuerdo como si fuera hoy porque fue días antes de que preparara mi plan para las fiestas del pueblo y ya anunciaban la llegada de Ava Gardner, viniste a mi habitación.

—Justo, ¿estás despierto? ¿Duermes?

Era imposible que durmiera después de aquellos golpes. Pero preferí decirte que sí, que estaba durmiendo y que me habías despertado al sentarte en el borde de mi cama.

—¿Qué pasa, mamá? —pregunté, remoloneando entre las sábanas que abrigaban del frío y de los ruidos—. Es tarde.

—Ya, ya sé que es tarde. Pero quería ver si dormías ya.

No, mamá.

Querías asegurarte de que estaba bien. Has sido la mejor oculista de sentimientos. Y también la que mejor ha dejado herméticos los dolores como si fueran botes de conserva para el invierno.

—¿Quieres un vaso de leche caliente?

—Vale, pero con Cola Cao.

—Pero… no tienes hambre, ¿no?

—No.

—Bien, entonces te ayudará a dormir.

—Pero tú te tomas otro conmigo aquí —te dije con tono de súplica.

—Vale, ahora vengo.

—Y galletas… ¿hay?

—Claro que hay, de las tuyas.

Al levantarte hiciste un gesto de dolor y te tocaste en el riñón, pero lo achaqué a tu trabajo. Habías estado toda la mañana arrodillada rascando los rodapiés para dejarlos blancos con un pincel y pintura, sin ayuda de nadie. En ese momento me di cuenta de que, en lugar de haber buscado erizos en las rocas, podía haber estado contigo, ayudándote a pintar o limpiar. Pero siempre nos damos cuenta de todo tarde. Incluso hoy, que cumples años y tu memoria se ha ido a algún lugar de este mundo que ya no es el tuyo.

—Está caliente, cuidado —te acercaste diciendo.

—Me espero, ya no tengo sueño.

Toqué el vaso y hervía. ¿Cómo es posible que vinieras desde la cocina con el vaso en la mano, sin quemarte?

—Pero luego te duermes, ¿eh, Justo?

—Sí, mamá.

Tú te habías puesto Nescafé y vi cómo disimuladamente te tomabas una pastilla rosa que llevabas apretada en la palma de la mano. Yo, cuando advertí que dejaba de salir humo de la leche, me comí los grumos del chocolate con la cuchara —¿te puedes creer que lo sigo haciendo tantos años después?— y me abrigué entre la almohada y tú.

—¿Quieres que te deje la luz encendida?

—¿Ya te vas? Espérate un poco…

—Pero hasta que te duermas otra vez, no tardarás.

Me pasaste la mano por la frente, retirándome el flequillo rebelde para verme la cara.

—Tienes las manos frías —te dije.

—… y el corazón caliente.

De aquella noche sólo recuerdo que me volví a hacer el dormido y saliste de la habitación después de darme un beso. Estabas nerviosa, aunque te esforzaras en disimularlo una noche más. Presentí que no te colabas en tu cuarto porque conté tus pasos silenciosos —él roncaba— y al llegar al salón te sentabas. «No te duermas ahora, Justo», me dije. Me abracé a la almohada…

La noche fue mi cómplice como luego han sido otras.

La luna daba la luz necesaria para iluminar la oscuridad del pasillo. Salí descalzo y caminé hacia donde estabas. Se escuchaba el tictac del reloj de madera y el oscilante movimiento del péndulo dorado. Pegué la cara al cristal de la puerta y vi cómo te levantabas la camisola y te ponías crema en un enorme morado que descubrías entre las costillas.

Su ira tan virulenta en aquel mapa en tu piel de color morado me ayudó a tomar una decisión.

Nunca más en la vida.

Sentí tu sufrimiento como el frío del vidrio pegado en mi frente. Fue una punzada. De súbito recordé otras muchas noches, esos otros ruidos, esos silencios en los que sólo se escuchaba el tictac amenazante del tiempo y esas carreras por el pasillo.

Me quedé en silencio, mirándote. No quise abrir la puerta y pasar contigo porque no iba a ayudarte con el dolor. Al contrario, si entraba a preguntarte qué pasaba, te iba a obligar a mentirme como otras veces. En aquella noche lo único que deseé fue ser la crema que curaba tu tormento desde el otro lado de la puerta.

Inexplicablemente la imagen no me asustó.

Fue en ese momento cuando elegí el destino. Sólo eres libre cuando lo eliges. Y elegí por todos. Tenía dos opciones: convertir aquello en habitual o seguir mi instinto. ¿Animal?

Al día siguiente no fui al colegio. Me llevé el bocadillo hasta el final de la tapia de la fábrica textil donde trabajaban Isolina, María Montaña y Esperanza, y allí me quedé. Por aquel entonces yo ya había leído las historias de Los Cinco, de la escritora Enid Blyton, y en televisión veía las series de detectives después de los deberes. Pero me sentí más cercano a Tom Sawyer en la soledad de la tapia, comiendo solo y preparando un plan para pasar a la acción. Me bastaron dos días para buscar lo que necesitaba, leer en la biblioteca las respuestas a mis dudas y poner rumbo como los barcos de papel. Tal vez frágiles, pero navegan.

¿Estoy defendiéndome? No soy consciente. Quizá, y esto puede que sea cierto, también elegí en contra de ti, pero de eso no tengo certidumbre porque he estado callado treinta años.

—Mamá, ¿me escuchas?