LA INVITACIÓN AL DESVÁN
Agosto de 1981.
Los días siguientes se sintió feliz. Y yo también. Hasta el mar parecía que, en calma, rayaba la felicidad. «Aquí está pasando algo muy raro», fue lo primero que dijo la Visi cuando subió a vernos con la Isolina, cansadas de caminar durante todas las curvas del camino, escupiendo huesos de cerezas, y se sentó en el poyo del jardín.
—Es la música. Anima mucho.
Mamá se justificó bajando el volumen del tocadiscos.
—A Noé le vas a hablar de agua —dijo la tía—. Claro que anima. Mírame. Y mira la cara de esta.
—¡Oiga! —espetó, escupiendo otro hueso de cereza—. Que usted esté loca cantando todo el día no significa que por no seguirle la seguidilla voy a estar… ¿Cómo ha dicho que estoy?
—No lo he dicho, pero ahora que pregunta… amojamada. Que le falta música, Isolina, música.
Salí corriendo a abrazarme a la tía Visitación.
—¿Venís a comer con nosotros? Sí, por favor, ¡sí, por favor!
—No, Justo. Hemos venido a ver cómo estabais y ya veo que estáis muy bien. No sé si hacemos mucha falta…
Me guiñó el ojo.
—Pues a mí me gustaría que os quedarais.
—A mí también —dijo mamá, cogiendo las bolsas que traían—. Os lo digo siempre, no hacía falta que trajerais nada, qué manía con subir cargadas…
—¡Cómo es usted, Teo! Si ya sabe que no sé venir sin nada.
Iso asintió con la cabeza.
—¿Coméis o no coméis?
—Pues mira, lo que diga esta.
—Esta —respondió Isolina— lo que necesita es quedarse sentada un poco más a ver si recupero el aliento.
—Pues te veo muy bien —dijo la tía, mirando fijamente a mamá—. ¿La música o el tiempo?
—Pues serán las dos cosas, Visitación, las dos cosas… Yo que sé, la música o el tiempo. O el mar. ¿Has visto cómo está? —Todos giramos la cabeza hacia el acantilado—. La tranquilidad del agua relaja. Y si te refieres a las cosas, pues todo se va poniendo en su sitio y al final, pues… te haces a la idea.
—La verdad que cómo está el mar… —dijo Isolina—. ¡Qué paz! Yo creo que puede verse hasta Italia a lo lejos. No hay ni una nube, ni una ola.
—Mujer, Italia queda lejos, pero sí que tiene razón. El mar está como nunca.
—Tan lejos y tan cerca —dijo mamá.
Italia no quedaba en ese momento al frente, quedaba más a nuestra izquierda. Las distancias del corazón no se miden con kilómetros, sino con pálpitos.
«Sofía», pensé.
—Tenéis todo precioso, precioso…
Yo asentí con la cabeza mientras caminaba con ellas hacia la zona del sauce llorón. Allí estaba tirada mi hermana con una revista de Fotogramas; recortaba las actrices que quería ser, los vestidos que quería llevar y los títulos de películas que le parecían emocionantes. «Los que van conmigo, los que quiero ser», decía.
—¡Hola, tías! —dijo desde el suelo.
—¿Ni un beso nos das?
Liz lanzó besos como si fuera una de las actrices de su revista al ver que no le hacían ni caso.
—¡Pero Teodora, si has pintado las macetas de color azul, qué preciosidad!
—Sí, entre Justo y yo. Y cuando acabemos con todas vamos a pintar las jambas de las puertas también de azul, como si fuera Grecia.
—Pues sí que estamos cambiando.
Liz levantó la cabeza que tenía apoyada en sus manos y dijo:
—Se me ocurrió al ver una de las fotografías del abuelo.
La tía Visitación preguntó:
—¿Las fotografías de papá? —pero sin llegar a sorprenderse del todo. Se sentó en una de las sillas de forja blanca que también habíamos pintado, del negro al blanco, y dejó caer el peso de los años, que es como decir que dejó caer el peso de los recuerdos—. Papá fue muy viajero.
Era la primera vez que hablaban del abuelo llamándole «papá», y en su gesto de mujer mayor empezó a verse el de una niña que dejaba perdida la mirada en el mar, más allá de Italia. La Iso se tocó la barbilla.
—Él era todo amor. Qué diferentes son los hombres…
—Y que lo diga.
Mamá decidió pasar a la cocina a por agua fría y yo me quedé sentado frente a la tía, en el suelo, unos metros más allá de donde seguía Liz recortando su futuro.
—Cuéntame más cosas, tía —le insistí.
—Pero qué te voy a contar más…
—De sus viajes.
—Viajó mucho, pero no le hacía falta salir de aquí. Te cuento: como mamá, bueno, tu abuela quiero decir, era tan mañosa, creaban escenarios con aquellos… ¿cómo se llamaban? Ah, sí. Los telares. Todos nos hemos hecho fotografías delante de aquellos tapices de países pintados.
—¡Están arriba! —grité como quien dice «¡Tierra!».
—¿Cómo?
—Tía, ¡están arriba! Arriba, en el desván. Allí está Casablanca, París, Roma, China, Suiza… hay muchos países dentro del desván. Muchos.
—¿Los telares?
—¡Los telares! Liz los descubrió una tarde y los hemos ido desplegando.
Jamás había visto a la tía Visitación y a la tía Isolina correr escaleras arriba tan veloces en busca del mundo del abuelo. Yo las adelanté por la cocina y llegué antes a la puerta del desván, aprovechando la escalera exterior para ver cómo llegaban sofocadas y exhalando la ilusión de dos niñas llenas de arrugas. Cuando llegaron, yo ya estaba allí, en jarras.
—Pasad —les dije como un maestro de ceremonias.
—Justo, que me muero de ahogo. Espera.
—Que nos asfixiamos.
Efectivamente, se asfixiaban. Pero a lo mejor en ese trastorno escondían mil años de ausencia. «Para nosotras era muy importante…», pudo decir Isolina.
La propia Visitación se sentía un poco ridícula apoyada en el último escalón del desván como si hubiera llegado a la meta. Curiosamente, correr hacia arriba había sido correr hacia atrás.
—¿Tenéis ganas? —les pregunté sonriendo.
—Es una larga historia… —dijo la tía, incorporándose del suelo y quitándose el sudor de la frente.
La puerta se abrió del todo y yo me quedé esperando que entraran a la gran sala. El suelo crujió con su primer paso.
—A ver.
El ventanuco del fondo iluminó sus caras y en ese momento grité:
—¡Aquí están! ¡Bienvenidas… a Casablanca!
El telar desplegado de la ciudad estaba limpio, le habíamos pasado paños con agua para quitar el polvo y rescatar los colores de los sacos de especias pintados en amarillos, naranjas y rojos. Para mi sorpresa, ninguna de las dos preguntó nada ni abrió la boca más que para respirar como dos peces recién pescados. Ni siquiera la Visi, que estaba emocionada. Aunque, claro, también podía deberse al efecto de las escaleras y la edad.
—Y ahora…
Miraban con la boca abierta.
—¡Bienvenidas a París!
Desplegué el decorado de una calle estrecha llena de tolditos de colores, con mesas redonditas y sillas, en la que al final de todo podía verse la Torre Eiffel como una paseante entre las fachadas color caramelo.
Noté cómo apretaban los puños, conmovidas por la sorpresa, y tragaban saliva.
—Bien…
Allí dentro, en aquel preciso instante del mediodía, había ilusión, lo noté cuando de pronto las vi girarse hacia el siguiente telar como ramas golpeadas por el viento.
—Y ahora… ¡bienvenidas a Roma!
El agua de la Fontana di Trevi parecía moverse delante de las lágrimas de la tía, como si quisiera ponerse de espaldas y echar una moneda para desear volver a la ciudad que nunca había visitado más que por aquel telar que iluminaba sus ojos en ese momento.
—Y ahora… ¡bienvenidas a Suiza!
Las montañas verdes y nevadas se nos ofrecían en una primavera que jamás habíamos conocido, con la cabaña en la ladera pintada como en los cuentos del colegio.
Nada. Otra vez nada. Paralizadas ambas sin mencionar palabra.
La tía Visi avanzó como buenamente pudo y, poco antes de tocar el telar, rompió a llorar sobreexcitada por los recuerdos. Creyó ver allí, entre las faldas de la montaña, al abuelo jugando con ella, alargó el brazo y tocó la tela. Estaba verde, como cuando se despierta el día y el sauce llorón está brillante. Con la mano derecha buscó a tientas un pañuelo de su bolsillo para secarse las lágrimas. No podía parar de llorar.
—Iso —la llamó.
—¡Sí!
—¿Se acuerda?
—Perfectamente.
—Entre.
—Juntas.
Cerraron los ojos y las vi avanzar de la mano un metro hacia la pintura, como si fueran en ese momento a cruzar el escenario de su niñez. Ya no respiraban agitadas, ni siquiera apenadas por la emoción. La tía Visi y la tía Iso estaban turbadas por el recuerdo que las había hecho retroceder sesenta años, hasta la infancia.
Vi cómo, aún con los ojos cerrados, sonreían. Me quedé callado. Avanzaron una detrás de otra mientras el viento que se colaba por el ventanuco del desván parecía mover las telas como queriendo agitar más aún los recuerdos. En ese momento pensé que los tres éramos tres niños que juegan a inventarse paraísos.
—¿Cómo no se nos pudo ocurrir que estaban aquí arriba? No sé… ¿Cómo no habíamos llegado a este lugar?
—Porque la casa llevaba cerrada tantísimos años, Visi, tantísimos como echamos de menos a papá.
—¿Hay más? —me preguntó.
—Hay muchos, aquí arriba hay muchas ciudades. Liz y yo hemos estado viendo la muralla China, también el desierto de África, hay salones imperiales con chimeneas, también el Big Ben de Londres… ¡Hay muchas! Es como ir de viaje…
—Eso decía papá.
—¿El abuelo?
—Acabas de decir lo mismo que decía él. Que a veces no hace falta viajar, que basta con la imaginación. Y eso que él viajó mucho. Pero cuando por fin se quedaron aquí, enamorados, dijo que…
—¿Qué?
—Que el verdadero viaje es amar.
—Pues yo quiero viajar.
Creo que respondí sin darme cuenta de lo que había dicho mi tía. El verdadero viaje es amar. Londres marcaba las doce del mediodía. París se abría de par en par mostrando las panaderías con cruasanes calientes. La Fontana no dejaba de brotar agua sobre los tritones. La nieve empezaba a derretirse de las montañas de Suiza. Y la edad, nuestra edad, la de los tres, empezaba a colocarse allí donde marcaba nuestro año. Ellas dos, las tías, empezaron a bajar las escaleras tranquilamente, de lado, por el peligro de la verticalidad de aquel desván. Yo, tras mirar de reojo la heladería que se veía en un rincón de la ciudad de Roma, fui hacia el ventanuco para comprobar si el mar seguía tranquilo y podía observar Italia… más allá del jardín.