26

CENA EN CASA DE SOFIA Y FRANCESCO

7 de agosto de 1981.

Me incliné todo cuanto podía sobre la tapia para ver si alcanzaba a ver qué estaba pasando dentro de la casa de los italianos.

De pronto, Sofía se paró en el ventanal y se quedó mirando el horizonte, las manos en su cintura y los labios moviéndose como si respondiera a su padre. Era una película de cine mudo. Estuvo así unos minutos, aunque al recordarlo me parecen horas. Casi sin darme cuenta, me descubrí moviendo los labios como si imitara sus sonidos mudos. Es algo que me sigue pasando. Debía de estar hablando en italiano porque sólo adiviné las sílabas «pa-pá», el resto eran jeroglíficos. En ese momento giró la cabeza, me vio, levantó la mano y me saludó.

Eché a correr a casa.

Una hora después estaba entrando en la suya.

Antes de que abrieran la puerta, miré el resto de corazón de tiza que quedaba en el suelo que yo mismo había dibujado. Noté que un corazón se superponía al otro. Así debe ser el amor.

«Ding-dong».

Tocamos dos veces. Yo seguía mirando el suelo. Y me entró tal miedo que, en vez de agarrar la bolsa que llevaba mamá, me puse a borrar el dibujo del escalón con el zapato. Se oía música dentro y, más dentro de mí, el latido nervioso de mi corazón. Por fin abrió.

—Pasen.

Era una señora gordita, redonda, que tenía la cara llena de pecas como la constelación del techo de mi hermana. Busqué la osa mayor entre su nariz y las orejas.

—Les esperan dentro. Bienvenidos.

La primera impresión cuando crucé el umbral de la casa de los italianos fue de sorpresa absoluta por tratarse de una entrada llena de particularidades que a mí se me hacían extravagantes. Había un violín gigante sin cuerdas apoyado en la pared del que salía luz por el agujero redondo. «Esto es un violonchelo», dijo mi hermana, entusiasmada como si la visita fuera una expedición de Los Cinco de Enid Blyton. El taquillón donde había llaves y ceniceros de cristales de colores estaba lleno de fotos de Sofía, su padre y una señora que debía de ser la madre, porque en alguno de los marcos estaba con un bebé en sus brazos, que luego llevaba de la mano con vestido corto y tenía la misma cara que Sofía. Entramos caminando con la solemnidad de un cortejo nupcial. A mí se me habían revuelto las tripas y tenía la boca seca por la emoción. La pared de la entrada estaba forrada con partituras de música como si se hubieran pegado por el viento. Todas salpicadas. Pero eso no era todo.

—¡Mira! —gritó Liz.

Soltó la rebeca en mis manos y se tapó la boca para parecer prudente, porque mamá le hizo un gesto para que se contuviera como el de las enfermeras de los hospitales.

—¡Son botellas con mensajes! —exclamó.

En la estantería que recorría el pasillo sobre nuestras cabezas había decenas de botellas verdes con mensajes enrollados como cuentan en las novelas, rulos de papel encajados en la boca.

—¿Qué tendrán?

«Cartas de amor», pensé.

—No sé —dije.

La admiración de mis ya trece años era gigantesca, sobrepasaba cualquier fiesta de cumpleaños en casa de las tías. Caminaba en silencio tras la mujer gorda de constelaciones en la cara que nos conducía hasta la música que provenía del fondo de la casa. Mamá iba con la tarta de moca que había hecho para el postre y mi hermana con unas flores —según ella peonías— que les gustarían a los italianos. Mientras tanto, yo no dejaba de mirar las partituras de música desperdigadas y pegadas en las paredes, oyendo cada vez más alto el sonido de la música de piano. Comparar aquello con nuestra vida de campo y árboles, nuestra casa forrada con papel de flores y cuadros de llaves antiguas, era como meterse en un cuento de Julio Verne. No era el futuro, era otro lugar.

—Coge las flores tú —me dijo.

—No.

—Sí. Cógelas.

Me las puso en mis brazos y agarró su rebeca otra vez.

Las puertas de madera estaban pintadas de blanco, los cuadros que tenían eran de señores con pinta de músicos —pude leer Verdi, Vivaldi, Chopin en la base de las litografías—, las lámparas de cristalitos bailaban a nuestro paso o por la vibración de la música, y al entrar al salón me sorprendió la cantidad de candelabros con velas encendidas que chorreaban cera sobre las mesas. Las alfombras bajo nuestros pies eran viejas, muy desgastadas, muy finitas, como si las hubiera pisado todo el pueblo y los colores se hubieran ido mezclando con el tiempo y las visitas. Los libros, muchos, se amontonaban en columnas y podían leerse los títulos al estar apoyados en horizontal.

Comparada con las casas que yo conocía, incluso la del horno de Reme, que estaba medio loca y coleccionaba trastos viejos, era muy distinta, y pensé que aquello era como atravesar uno de los telares del abuelo que teníamos en el desván.

¡Buonasera, vecinos! Encantado de conocerlos a todos, qué bien que vengan… ¡Y tan puntuales! Bienvenidos a nuestro mundo…

Era Francesco, vestido como un presentador de televisión, con traje y gafas que se quitó y dejó colgando en el bolsillo de la solapa. Abandonó unas partituras que llevaba en la mano sobre la mesa donde había un montón de libros y llamó a Sofía.

—¡Sofía! Per favore. Acércate. Han venido nuestros invitados.

Al fondo, delante casi de la ventana que yo conocía desde el otro lado, estaba ella, frente al piano de cola negro brillante. Paró de tocar y se recogió el pelo en una coleta mientras venía caminando hacia nosotros.

—Hola —dijo.

—Hola.

—Soy Sofía. Encantada.

—Hola.

—Un placer.

—Hola, hola.

«Encantada». Dijo «encantada», mirándome a mí. Estoy seguro. El padre cogió las flores, se las dio a la mujer gordita de pecas. «Póngalas en uno de los jarrones», le indicó amablemente; mi madre besó a Sofía, mi hermana la saludó con una sonrisa, Francesco agradeció el detalle y la tarta que mi madre había hecho, nos invitó a pasar a donde estaban los sillones, nos sentamos, la señora se llevó la tarta y la rebeca de mi hermana, volvió con las flores en un jarrón de cristal azul, las puso en un mueble de cajones donde había cajitas pequeñas, nos sirvió un plato con queso rascado en trozos, «Es parmesano» explicó; dejó en la mesa de café una botella de vino rosa de la que salían burbujas y varios refrescos en una bandeja con vasos también de cristal azul.

¿Y yo? Yo, por más que quiera, por muchos años que pasen, no consigo recordar qué hice. Memoricé las veintitrés botellas con mensaje que había en el pasillo, el violonchelo con luz, las lámparas de cristalitos, las alfombras y los nombres de los compositores que había en las fotografías: Verdi, Vivaldi, Chopin y Erik Satie.

—Esta es una zona preciosa, ¿verdad? —se arrancó mi madre después de que Francesco le sirviera una copa de vino espumoso.

—Es maravilloso. ¡Maravilloso! Tanto Sofía como yo estamos felices de estar aquí. Las vistas… El mar… Esta casa…

—Lleva tantos años vacía…

—Si llego a saber que era tan hermosa, habríamos venido antes, pero… —miró a Sofía— preferíamos continuar un tiempo en Roma hasta arreglar la vida.

Sofía no había abierto la boca. Ni yo. Mi hermana sí.

—¿Puedo? —dijo, acercándose un botellín de cola.

Per favore, sírvete. —En ese momento se dirigió a mí—: ¿Justo, quieres? —Sabía mi nombre. Debió de notar mi cara de confusión y sonrió—. He oído muchas veces cómo tu madre te llama para comer. Justo es un nombre bonito. Sueles pasarte mucho rato en el jardín. ¿Mirando el mar, no?

Asentí sin decir nada. Sentí que me había pillado mirando la casa, que era como decir mirando a Sofía. Así que callé y seguí sentado en el sofá mientras mamá conversaba con Francesco y mi hermana preguntaba a su nueva amiga.

—¿Todavía no te has apuntado en el instituto?

—Este próximo curso —dijo ella, recogiéndose un mechón que le caía sobre la cara.

—¿Cuántos años tienes?

—Quince.

—Ah, yo dieciséis. Y Justo trece. Él va al colegio. Aunque es el mismo edificio.

Asentí otra vez como si fuera una tecla del piano de cola, pero sin emitir sonido.

—Vendrás con nosotros. Está muy bien. Te gustará. Bueno, si te gusta estudiar, a mí no me gusta.

—No hay opción.

—Ya —dijo mi hermana.

—Debe ser precioso saber tocar el piano —dijo mi madre, haciéndose partícipe de la conversación.

—Precioso y difícil al mismo tiempo —admitió Sofía—. Mi padre es muy especial cuando empiezo con una partitura. Quiere que…

Francesco la interrumpió.

—Quiero que sea perfecta. El piano es una fábrica de sueños. Es un arcoíris de teclas que puede generar todas las emociones.

—Y cuando no lo hago perfecto me dice que…

—Que no hay emoción. Es que debe haber emoción en las cosas. Si no se eriza la piel, no es música. Debe llenar la sala de sonido, pero antes debe llenar el corazón.

Ella se encogió de hombros y sonrió.

—Ya veis. Papá quiere que sea pianista.

—¿Y tú? —dijo mi hermana.

—¡Liz! —la reprendió mamá.

—Yo también. Amo la música. Y entiendo lo que dice papá.

—El corazón no es un músculo, es un lugar.

Mamá frunció el ceño interesada por las palabras del italiano. Pero, naturalmente, no quiso decir nada porque nosotros no sabíamos de música. Sabíamos de corazón.

—Mamá dice que no es un lugar —dije yo.

—¡Justo!

—Eso es lo que dices tú, ¿no?

—Mamá se refiere a que no es un lugar que se pueda repartir.

Certo! Es un lugar para la emoción. Si algo no llega al corazón, es como si no hubiera salido del destino. Es una carta no echada.

—¿Como las botellas? —pregunté.

—Como las botellas con mensaje.

Sonrió y me miró con complicidad.

—Eres muy observador, ya veo que te has fijado en el pasillo… ¿Sabes qué son?

—Partituras —dije como si hubiera acertado un premio.

—Efectivamente. Son las partituras que me han hecho llorar, son la banda sonora de mis emociones. —Miró a mamá y continuó—: Les parecerá cursi, romántico, sentimental… Sí, sí, sí. Todo lo que quieran. Y tienen razón. Lo es. Es cursi, romántico y sentimental. Es la sangre de la Toscana que me pone melancólico y festivo, altibajos de emoción. Será la música, será la tierra, será la mamma. —Lo decía todo rápido, con la copa de vino en la mano y dando pequeños sorbos que saboreaba en el paladar—. Me gusta guardar en las botellas las notas de aquellas canciones, aquellas arias o, qué se yo, las composiciones que me han arañado, son todas esas que han llenado el corazón, diríamos que son las canciones que han llegado a destino.

La voz de Francesco sonó tan real que sin querer dirigí la mirada hacia Sofía.

Imaginé el corazón que hacía con vaho y se evaporaba y, nervioso, pensé en los corazones que había dibujado en la puerta. ¿Le habrían llegado las magdalenas de limón? ¿Los bizcochos de coco? ¿Las rosquillas de canela? ¿Los hojaldres de azúcar?… ¿Habrían llegado a destino?

—Suena bonito —dijo mamá.

—Suena, suena… Así es. Cuando la vida va bien, tiene música, cuando no va bien… hay que buscar la canción. —Paró en ese momento, como en seco—. ¿Cuál es su canción favorita? —dijo, dirigiéndose a mamá.

—Hummm… No sé. No lo había pensado.

—¡Oh! ¡No! No me diga que no tiene canción favorita —dijo, lamentándose y se giró hacia la estantería donde había decenas de discos—. Todo esto está lleno de canciones, cada canción es una vida, un amor, una despedida, un baile…

—Pues…

—Todos tenemos que tener una canción favorita. Y recurrimos a ella para imaginar lo que fue o lo que puede ser.

Mi hermana y yo mirábamos la gran estantería en la que debía haber miles de discos de miles de autores con miles de canciones. Era la banda sonora de millones de vidas. Yo pensé que no había manera de poder escuchar todo aquello.

—¿Todo eso lo habéis escuchado?

—Todo no —contestó Sofía, sonriendo a Liz.

—Ah.

—Sería imposible, pero papá dice que la vida es muy larga y hay música para todos los días. Siempre que se levanta pone un disco, depende…

—¿De? —dije yo.

—Del desayuno.

—¿Cómo? ¿Qué tiene que ver? —curioseó mi hermana.

Y Sofía, mientras bebía cola con pajita, respondió:

—Tostadas, Wagner. Cruasán, Vivaldi. Dulces, Chopin. Cereales, Beethoven. Y así siempre.

Luego entornó los párpados. Volví a evaporarme como esos corazones que dibujaba en el espejo. La confidencia nos la hizo mientras mamá y su padre seguían charlando sobre canciones. Algunos instantes valiosos de la vida desprenden magia. Si las olas no estuvieran en ese momento rompiendo en el acantilado, se escuchaban fuerte, habría pensado que estaba cruzando un sueño extraño.

Me volví hacia las botellas que tenían partituras semiescondidas en su interior. Estaban ya en penumbra porque las velas que recorrían el pasillo se habían ido apagando por el viento que entraba por la ventana del salón.

El padre de Sofía nos invitó a salir al patio. Ya había anochecido.

—Liz, mira.

—Justo… qué bonito.

La expresión de mi rostro hablaba por sí sola. Liz también alucinaba.

En el porche, creado por varios cipreses, habían tendido cuerdas con más partituras, cogidas con pinzas, y se movían con el suave viento de la noche. Eran muchas partituras, como sábanas, colgando, bailando con la brisa ligeramente de un cordel a otro. Parecía irreal. Un sinsentido. Había luna llena y quedaba reflejada como en un espejo en el mar. Esa luz era la que transparentaba las notas y los pentagramas suspendidos en el aire. El efecto ilusorio sólo me llevaba a las páginas de los libros de Verne que leía compulsivamente. Nada se parecía a aquello. ¿Cómo podíamos ser tan distintos separados por una tapia nada más? ¿Cómo la vida se consumía de diferente manera en dos candelabros? Se escuchó un clic y de pronto…

—¡Luces!

Fue alucinante.

Había bombillas de colores que formaban un cuadrado sobre nuestras cabezas, y en el centro, una mesa cubierta con un mantel blanco lleno de caracolas de mar que no sólo estaban entre los platos; otras, más grandes, se enganchaban a las esquinas para que el viento no volara la tela blanca. Me armé de valor, sorprendido por la escena, y le pregunté:

—¿Y… estas?

—¿Las partituras del jardín? —me preguntó Francesco iluminado por el reflejo de las bombillas rojas y azules en su cara.

—Sí.

Mi voz salió como un gallo atrapado, más infantil que nunca.

—Eres curioso, me gusta. Son esas canciones que se atragantan. Las que necesitas digerir. Como los problemas…

Asentí.

—Cuando tienes un problema es mejor que el viento lo seque, lo cure, como las heridas.

Me giré repentinamente a mamá. Ella sonrió y dijo:

—La vida no es justa a veces… Pero así es el baile. —Francesco pareció entender qué se escondía tras la mirada de mamá, pero calló. Mamá me miró y añadió—: ¿Lo ves? Como la sal. La sal cura. El mar cura.

El viento movió las partituras como para secar las heridas sobre nuestras cabezas.

—Pues dejemos que nos cure la noche y la cena… ¡Simona! ¡¡Simona!! Cuando quiera, por favor. Tenemos hambre y este vino tiene mucha burbuja, podemos casi volar. Tenemos hambre, ¿verdad? Ah, por cierto, Simona.

La mujer de las constelaciones en la cara se giró hipada.

Per favore… Suba la música del interior, que se escuche aquí por las ventanas. Es una noche preciosa y… —Miró a Sofía para hacerla cómplice—. Ustedes son nuestros invitados. Cenemos.

Se quedó pensando en el nombre de mamá.

—Dios mío, disculpe, no recuerdo cómo me dijo que se llamaba. Qué cabeza.

—Teodora.

—Parece el nombre de una ópera… ¡Teodora! Como Fedora —celebró el italiano, exultante.

En aquel momento, mi madre dejó la copa en la mesa y la señora gordita apareció por detrás para rellenársela de nuevo. Yo eso lo había visto en las películas.

—Y, ahora, a ver si les gusta la cena, ¡buena pasta! —dijo, poniéndose en jarras.

—¡Fedora! ¡Fedora! ¡Qué maravilla!

Francesco empezaba a parecer un auténtico italiano de esos de las películas que gritan felices después del nerviosismo inicial y los titubeos para saludarnos en las presentaciones cruzadas.

—¿La conoce? Esa ópera es meravigliosa.

Mamá fue incapaz de hablar ante el paroxismo de aquel hombre que se levantaba para ir corriendo hacia el interior de la casa. Se le vio rebuscar entre los discos hasta que alzó la voz.

—¡Aquí está! ¡La tengo! —gritó él.

—Pero… —mamá quiso justificarse sin dejar de sonreír—. Me llamo Teodora.

—Da igual, mi querida vecina, desde hoy la llamaré Fedora. La princesa Fedora Romazov. —El disco empezó a sonar en los altavoces mientras Francesco bajaba los escalones como un director de orquesta—. Me siento como Caruso ante usted, el primer Loris…

—Papá. ¡Papá! ¡Baja el volumen!

—Es ópera… Disfrutad… Escuchad todos.

—¡Papá, estás loco! ¡Baja el volumen!

—¿Quién nos escucha? ¡Nadie! Este acantilado es la Scala de Milán.

Sofía estaba riendo a carcajadas y nos miró a mi hermana y a mí.

—Es así —se justificó entre risas—. Siempre es así de excéntrico.

Liz alucinaba, yo… yo miraba a mamá, que tenía dibujada una sonrisa en la cara.

Levantó la copa y lanzó un brindis.

—Por las canciones que llegan a destino.

Asentimos como invitados a un concierto privado. Sin ser conscientes de lo que estaba ya pasando aquella noche de velas y partituras.

Destino. Hacía mucho tiempo que no volvía a tener presente esa palabra.

—¡Por las canciones que llegan a destino! —repitió. Luego dejó con cuidado la copa sobre la mesa y cogió las manos de su hija Sofía—. Hay que bailar —dijo, y guardó silencio un instante—. Ustedes también. Es agradable bailar con esta música, con esta tierra… Si somos felices, debemos demostrarlo o no sirve de nada.

Sofía apoyó la mejilla en el pecho de su padre y con los pies descalzos fue llevando el compás que marcaba ese señor de mensajes y destinos.

—Justo, baila con tu hermana —dijo mamá, sonrojada por si le tocaba bailar entre aquellas luces de colores a la vista del cielo y del mar. Los únicos testigos de nuestra felicidad.

Mi hermana se levantó y me tiró de la mano a la improvisada pista de baile. En ese momento en el que eché a volar hacia la fiesta vi que mamá sonreía apoyada en la silla, vuelta hacia nosotros. Y yo sonreí por contagio, como si la tía Visi nos estuviera viendo desde la distancia. A ella, motor de vida, le encantaría estar mirando el cambio que había dado todo.

—Fedora, baile conmigo.

Ella se rio y sacudió la cabeza.

—No, no, no estoy preparada para…

Me impresionó la timidez que reflejaba su cara.

—¿Si cambio la música? ¿Quiere tarantela? ¿Un bolero? ¿Prefiere música española? ¿Conoce a Mina?

Mamá siguió sacudiendo la cabeza, y al final tuvo que echarse a reír.

—Otra vez, otra vez será.

—Está bien, está bien… Las cosas como son. La cena se enfría y siempre hay tiempo para bailar.

Mamá sonrió.

—Ya bailaremos —dijo tímidamente.

Quería. Y yo también quería. Justo cuando Francesco había soltado a «Fedora», Sofía se había colgado de mi brazo para intercambiar las parejas con la canción. No me había dado ni cuenta. Igual que uno no se da cuenta del inicio de las buenas historias, no de las historias cualesquiera, de las Historias, aquello era el comienzo de mi vida y podía notarlo con toda claridad. Tenía por primera vez del brazo a una chica pidiendo bailar.

A pesar de no haber baile fue una noche preciosa. Suspiré al recordarlo las noches siguientes.

—Debe de ser muy divertido tener un padre así.

—¿Tan loco?

—Sí, sí. Tan loco. Exacto. Parece mentira que los padres italianos sean así.

—Bueno, no sé cómo serán el resto de padres italianos, el mío es así. Le gusta tener fábricas de sueños.

—¿Con la música?

—La música lo es todo. Calla y verás.

Sofía hizo un gesto con el dedo como el de las enfermeras.

—¿Lo ves? Es bonita.

—Preciosa —dije.

Creo que no había dicho esa palabra en la vida. «Preciosa». Y creo que no me refería a la música. Pero acerté, fue la palabra perfecta porque ella la pronunció luego en italiano y sonaba parecida pero mucho más musical: preziosa. Mi corazón latía con la fuerza de aquella ópera que acompañaba la cena y la pasta y las bombillas de colores y las olas rompiendo en el acantilado y las risas de mi hermana al contagiarse por el vino de burbujas.

—Y hablas bien español —le dije.

—Mi madre era española, aunque no se habla de ella en casa.

—¡Nuestro padre también! Que mi padre era irlandés, quiero decir, pero murió hace unos meses. Casi un año.

—¿Murió?

El recuerdo de papá apareció de forma inoportuna para destrozar aquel encantamiento.

—Lo siento —dijo Francesco, mirando a mamá.

—No importa. Los niños son los que han empezado a madurar muy rápido, son muy fuertes. Ellos —mamá nos miró sonriendo— me ayudan a mí. La vida pasa muy rápido, crecen.

En ese momento noté que ya tenía algo más en común con Sofía. El dolor crea un vínculo más fuerte que la fiesta.

—La vida se va rápida. Por eso no podemos parar. Hay que hacer que la música suene, a veces sólo son necesarias un par de notas. No podemos parar… No se puede parar… Aquí mismo, más allá del jardín, más allá del mar. Todos tenemos canciones que no llegaron a su destino. Se lo digo siempre a Sofía: sonríe. Hoy no es fiesta, pero puede serlo. Hay que buscar otra melodía.

La voz de Francesco sonó a bálsamo, tan real que no quise levantar la mirada. Sin embargo, me di cuenta de todo.

Mamá era feliz. Feliz como cuando leía a Hemingway bajo el sauce llorón.