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UN CARAMELO DE MENTA

Roma, 19.10.

—Me pica la garganta —dijiste en el eco de la iglesia. Me busqué en el bolsillo porque justo a la salida del Hotel de Russie había cogido unos caramelos de menta en recepción.

—Toma, mamá.

—No voy a poder abrirlo.

—Claro que vas a poder, es sólo papel… —«Como tus notas», pensé.

—¿Es de menta?

—Refrescante. Verás cómo se te va el picor de la garganta.

Mamá empezó a mover el caramelo entre sus dedos temblorosos, poco a poco, bailando en la vibración de sus pulgares e índices, sonaba el papel en el silencio del Trastevere y el mismo temblor hizo que se fuera destapando el caramelo de menta hasta que… cayó.

—¿Lo ves? No iba a poder. Este maldito temblor de manos. No es frío, ¿sabes? Es algo incontrolable. No me deja ni pasar las páginas de los libros.

—Podemos comprar uno electrónico, te será más fácil.

—No sé. He visto que la gente lleva esos aparatos, pero me inquieta no saber qué leen. Siempre me ha divertido ver las portadas, pasar las páginas, doblarlas, oler el papel, dejar fotografías…

—No te voy a llevar la contraria —dije mientras le abría otro caramelo y se lo ponía en los labios a mamá.

—¿Menta?

—Sí, como el de antes.

—¿Qué ha pasado?

—Se me ha caído —le dije.

—Se habrá pegado al suelo.

—No, se ha hecho añicos, como si fuera cristal.

—Bueno, no importa.

—¿Sabes? Yo también guardo fotografías entre las páginas de los libros y me gusta encontrarme las tuyas. Las que fuiste dejando entre tus lecturas. Hace tiempo que no visito la casa del acantilado, tengo ganas de volver a Calabella… La última vez encontré una foto nuestra pescando, en el puerto de… no recuerdo bien dónde era… ¿dónde me llevabas a pescar?

—¿Yo?

—Sí.

—No recuerdo. Sería papá.

El silencio de Santa Maria in Trastevere me atravesó el corazón como uno de esos rayos que cruzaban las vidrieras convirtiendo en un caleidoscopio las pinturas.

—Era el puerto. La foto es preciosa. Estamos los dos juntos, mamá. Tú con un vestido de rayas y yo agarrando fuerte la caña. Delante hay un barco, bueno…, hay muchos barcos. Creo que era en el espigón donde vaciaban las cajas de pescado para llevarlas a la lonja.

—¿Nosotros dos?

—Bueno, no se nos ve la cara, pero somos nosotros. No sé quién nos haría la foto…

—Yo tampoco.

—Me la encontré al abrir tu libro favorito. A ver si lo recuerdas…

—Por supuesto —respondió.

Saqué de la mochila un paquete envuelto de regalo.

—He buscado la primera edición. Aquí la tienes.

Cuando miré cómo cambiaban los ojos de mamá sentí que su corazón y el mío iban a estallar como el caramelo.

—Mamá —dije—, yo…

—Justo…

En aquel momento, mamá tuvo la suficiente fuerza para que el temblor de sus dedos fuera sosegándose como si volviera a estar sentada bajo el sauce llorón leyendo París era una fiesta.

—¡Hemingway! ¡Sí! ¡París!

—Ábrelo, mamá.

—¿Lo ves?… Yo no quiero libros electrónicos… Este huele a cruasanes, a estanterías, a pintores, al París de las modelos y los bares… ¡Tiene algo! ¿Qué es?

El libro se quedó abierto por la mitad, justo donde había dejado la foto del puerto.

Cuando la vio, los ojos se le llenaron de lágrimas, yo me sequé las mías mientras ella hacía lo mismo. No impidió que una cayera sobre las letras de la primera página.

—Somos nosotros. Fue entonces… No se nos ven las caras…

—Ya. Pero somos nosotros.

—Hasta de espaldas se ve que éramos felices.

Cerró los ojos. Santa Maria in Trastevere estaba llena de colores y velas que iluminaban aquella emoción repentina. Al verla, mamá comprendió que había vivido varias vidas y que una de aquellas estaba en el seguro de vida que son las fotografías. Tú puedes no acordarte, pero siempre queda un instante que de pronto aparece para decirte: «Sí, aquí».

Mamá volvió a temblar al coger la foto entre sus dedos.

—A veces creo que se me va la cabeza, pero recuerdo exactamente quién nos hizo esta foto. ¿Tienes otro caramelo?