SOFÍA AL PIANO
Agosto de 1981.
—¡Sofía! ¡Sofíaaaaa!
Era mi hermana Liz, gritando desde el límite de las cuerdas vocales apoyada en el muro que separaba las dos casas.
—¡Sofíaaa!
La vecina se levantó del piano y se asomó a la ventana que daba al jardín. Hizo un gesto con la mano. Algo así como «esperad».
En ese momento, Liz paró de gritar su nombre. Yo miré la marca que ya me había dejado el sol en la muñeca donde llevaba el reloj —estaba en mi mesilla de noche— y clavé la mirada en la otra casa a la espera de la aparición de Sofía.
—Buongiorno!
—Hola —vocalicé como si el idioma fuera obstáculo para el amor.
—Hola, Sofía —dijo mi hermana—. ¿Quieres bajar a la playa? Vamos a nadar.
—¿A nadar?
—Sí, hace un día estupendo. El agua se transparenta desde aquí arriba, imagina abajo…
—Pues… No sé… Estoy memorizando unas notas. Si me esperáis…
—¿Te esperamos aquí?
—No, pasad dentro. A lo mejor os gusta. Así me acabo el desayuno.
—¿Pasamos?
—Sí, claro.
—Vamos, Justo, eres un chico con suerte —dijo mi hermana, tirándome de la camiseta.
Así fue cómo, tras el episodio de la noche de Fedora y las bombillas que colgaban de los árboles entre partituras voladoras, volvimos a pasar a casa de los italianos.
—Una composición nunca es perfecta, pero si llega al corazón puede parecerlo —nos dijo cuando entramos al salón.
—¿Lo ha dicho tu padre? —dijo Liz.
—Sí. Lo repite y lo repite, y yo lo memorizo como una melodía.
—Me acuerdo —salté yo—. Como lo de los mensajes.
—Exacto.
—Tú ya eres pianista… Yo todavía no sé qué quiero ser de mayor. Justo al menos ya lo tiene decidido: fotógrafo.
—Como mi abuelo —añadí feliz.
—¿Fotos de personas o de paisajes?
Me encogí de hombros sin dejar de mirarla. Ella se sentó al piano en un taburete rectangular que se ajustaba de los lados y nos invitó con la mirada a que nos dejáramos caer en el sofá de terciopelo violeta que había bajo los cuadros de compositores muertos.
—Papá dice que yo un día estaré ahí.
—¿Muerta?
—No —se echó a reír junto con Liz—. Estaré entre ellos, entre los compositores. Seré una de ellos.
Me sentí ridículo, tremendamente bobo, absurdo por mi precipitación, ¿cómo iba a querer estar muerta? ¿Cómo podía ponerme tan nervioso? ¿Qué imagen tendría de mí? Liz se agarraba la tripa burlándose y yo le di un manotazo en el brazo. Sofía sonreía más por la histeria de mi hermana que por mi comentario.
Se calmó todo cuando empezó a tocar al piano.
Nos callamos los tres y percibí que sólo se escuchaba su pie pisando un pedal dorado que colgaba del piano hasta el suelo y el golpe suave sobre las teclas blancas y negras hacia la derecha y hacia la izquierda. La música sonó. Sus manos volaban. Y yo también.
—¿Qué es? —preguntó Liz
—Erik Satie.
—Es bonito.
—¿Quién es?
—Un francés de principios de siglo.
Yo no sé cómo le gustaba a mi hermana aquel delicado sonido, porque ella era de canciones con estribillo y en inglés. Esas que se ponía en los auriculares muy fuerte para recortar fotos del Fotogramas. Siempre Depeche Mode y Supertramp.
Aquello sonaba distinto, ligero, sencillo.
—Son pocas notas. Papá no se contenta con enseñarme a tocar el piano: me enseña a abrir la mente. Quiere que sea compositora. Por eso aquel marco está vacío…
Nos giramos mi hermana y yo movidos por un resorte. Sonreí por la torpeza anterior. ¿Cómo no me había dado cuenta? Eran parecidos a los del pasillo que ya habíamos visto. Había señores de porte majestuoso con bigote y chaquetas, alguno con chistera.
—Ese es Chopin —dijo Sofía.
El marco que quedaba vacío tenía una chapita dorada puesta bajo la madera: Sofía Bertone.
—¿Cómo os diría…? —empezó a explicar—. El bajo en mi en clave de fa y si, re y fa sostenido en clave de sol; luego bajo en si clave de fa y… la, do sostenido, fa sostenido en clave de sol. Esto tan raro suena así…
Sonaban pocas notas. Llenaba la casa como una respiración.
—La melodía es otra… mirad.
—¿Qué es la melodía? —dije.
—Otras notas. Fa sostenido, la, sol, fa sostenido, do sostenido, si, la… ¡oh! Repito. Fa, la, sol, fa, do, si, do, re y la. Es muy sencilla. Tres notas. Es perfecta. Es maravillosa.
Me di cuenta entonces de que en lugar de dulces debería haberle dejado flores en su puerta. Flores para Sofía Bertone. Ella estaba emocionada con la música; era imposible que aquellos pasteles, rosquillas o magdalenas hubieran hecho efecto en el paladar de una mujer para la que la vida esperaba un marco dorado entre grandes prohombres de la música. Pensé que los dulces se los habrían comido las hormigas y que, como aquellas botellas llenas de partituras, no habían llegado a destino.
Empezaron a picarme los tobillos. Sofía cerró la tapa de un golpe seco y se bebió de un sorbo el zumo de naranja. Todos nos levantamos.
—Esperadme. Subo a mi habitación y ahora bajo.
—¡Ya llevamos el bañador!
—Me lo pongo enseguida… —dijo mientras escalaba de dos en dos los escalones que subían al primer piso, donde estaban las habitaciones.
—Vale. Esperamos fuera.
Liz y yo salimos al jardín. Como soplaba viento, mi hermana se recogió en una coleta el pelo, siempre llevaba una goma en la muñeca. Yo sentí el puntapié del miedo. Ellas dos eran mayores y en el agua iba a parecer un niño, el pequeño Justo. Vi cómo volaba una de las partituras que todavía quedaba colgada en alguna de las cuerdas del jardín y corrí a por ella.
Intenté correr más rápido que la hoja, pero Liz me disuadió de ello.
—Se va al mar.
—¡Y nosotros! —salió diciendo Sofía.
Sentí hervir dentro de mí una especie de calor: yo no quería mirar, pero no podía dejar de mirar. Liz se dio cuenta cuando, tras varias veces repitiendo mi nombre, comprendió que era más efectivo un codazo.
—Vamos. Vaaamos, Justo.
La vecina Sofía bajaba los cinco escalones que separaban el porche del césped anudándose un pañuelo azul en la cabeza que le cubría el pelo como a esas actrices que recortaba Liz del Fotogramas. Llevaba un bañador blanco, ajustado y entendí que femenino porque podía adivinarse toda la figura de mujer. Respiré por las aletas de la nariz soltando aire como si estuviera vaciando presión del corazón.
—¿Avanzas? —me preguntó Sofía.
—Estoy pensando en las notas de Satie —respondí, haciéndome el interesante.
—¡Oh! ¿Te ha gustado?
—Mucho. Creo que me encantaría aprenderlas, aunque sólo fuera esa canción.
—Justo, no es una canción —me corrigió mi hermana.
—Bueno, da igual —dijo Sofía.
Yo, en aquel momento, había perdido los nervios. Caminé tras ellas como si fuera llevado por las gaviotas, sobrevolando el camino de piedras planas, hasta que empezamos a bajar el atajuelo que, serpenteando las rocas, iba descendiendo hasta la pequeña cala del acantilado. Ella se apartó del sendero como si quisiera abarcar toda la vista desde allí. Se detuvo delante del mar, justo bajo el macizo de flores amarillas, vimos pasar uno de los barcos que dejaban la estela dibujada en el agua, y dijo que aquel paisaje era «maravilloso». Lo dijo en italiano, pero sonó igual. No era la primera vez que lo decía aquella mañana.
La verdad es que Sofía hacía más bello el Mediterráneo porque yo me giré hacia el agua y, siendo el mismo mar de todos los días, lo encontré hasta más hermoso. Y no era habitual que me quedara mirando desde aquellos riscos: mi hermana, si me despistaba, acababa asustándome por la espalda. Pero hice como ella, pararme en el sendero y buscar algún sentido al horizonte. Con el tiempo descubrí que la belleza dependía la mayoría de las ocasiones de quienes te rodean.
La mañana era digna de un magnífico día de verano. El cielo estaba azul, limpio, despejado y sin rastro de nubes. Ni siquiera esas chiquitas que salpican el azul como si fueran palomitas.
Liz había tomado el camino estrecho y empinado que bajaba por el acantilado. La seguíamos.
—¿Habías bajado por aquí? —preguntó mi hermana.
—Sí, con mi padre. A veces nos hemos sentado aquí, en la roca esta —señaló sobre sus pies— para contemplar el mar.
—¿Echáis de menos Italia? —le preguntó.
—Bueno… Esto es muy parecido. De momento no lo echo de menos… Aunque confieso que llegar me costó. —Me acordé del día de las cajas, cuando ella esperaba sentada sin querer salir y aquellos hombres bajaban bultos y muebles—. Pero papá es tan insistente que acaba ganando siempre todas las batallas. Esta semana instalarán el teléfono y así se hará más corta la distancia.
—Nosotros tenemos teléfono, pero no llama nadie.
Yo asentí.
—Porque allí tenéis familia, supongo —siguió preguntando mi hermana.
—Claro, un montón de primas y primos y muchas tías, como vosotros. Pero papá ya estaba bloqueado. Quería cambiar de lugar.
—¿Cambiar de lugar? ¿Aquí?
—Sí, un tiempo. O todo el tiempo. No sabe.
—Espero que os guste.
—Para componer es un buen sitio. Eso dice él.
Hubo un silencio y los tres seguimos con la mirada la estela del barco que había desaparecido entre la silueta de la sierra del faro. Sofía siguió hablando.
—Todo le sonaba igual desde que murió mamá. Todo lo que salía de sus manos era lo mismo, como si estuviera dando vueltas a un círculo.
—Qué raro…
—¿Mi padre?
—Bueno, sí.
—Es divertido. Le gusta que ningún día sea igual a otro. Detesta los calendarios, los relojes, los bolígrafos…
—¿Y con qué escribe?
—Con lapiceros de colores. Cada día, uno diferente.
—¡Qué cosas! Me gusta.
—En casa siempre había lapiceros de colores, por mamá.
—¿Pintaba?
—No, era profesora. Ella los usaba para corregir y papá siempre le compraba una caja como regalo. Al final acabamos teniendo decenas de lápices de colores…
—Yo mastico las minas de las pinturas mezcladas con los chicles. Así cambias el color.
—¡Qué asco!
—No se nota. Es sólo al principio, cuando lo crujes.
—Bueno… Lo probaré.
Ya estábamos en el final del camino. Me adelanté para llegar al agua. «¡Está caliente!», grité. Ellas no me hicieron mucho caso, se habían sentado en una de las rocas y habían metido las zapatillas en el cesto de Sofía. «¡Voy a bañarme!», insistí para que me oyeran, metiéndome de lleno en el mar. Tampoco estaba tan caliente, pero en aquel momento era el único chico frente a dos chicas. No había olas, apenas las que chocaban con los escollos donde otros días buscaba erizos y lapas. Me tocó hacer chapuzones para llamar su atención de alguna manera.
Cuando metí la cabeza en el agua y la saqué para respirar, vi cómo Sofía se quitaba el pañuelo azul de la cabeza.
—Por si se vuela.
Lo guardó en el cesto y su melena empezó a agitarse por el viento.
—¿Quieres una goma? —le dijo Liz.
—Ah, sí. Será genial.
—Toma.
Entonces mi hermana le ofreció una de sus gomas para el pelo de las que llevaba en su muñeca y Sofía se hizo otra coleta. Las dos, allí sentadas, parecían amigas de toda la vida. Y yo, como un espectador ajeno a la función, entendí la belleza de la mujer semihundido como estaba en el agua. La italiana, cruzada de piernas, retirándose el pelo de la cara para hacerse una coleta, girando el cuello para recogerse las greñas que volaban, charlando con ese ligero acento y poniéndose después crema por los hombros, era suficiente para que yo no pudiera salir del agua durante un rato. Me sumergí. Estuve buceando en el mar ajeno a la conversación de Liz y Sofía, buscando entre los peces alguna manera de comunicarme con ese mundo desconocido que eran las mujeres. Abrí los ojos bajo el agua sin gafas; estaba transparente, no notaba el picor de la sal, o no me daba cuenta, podía contar los cangrejos que corrían por la arena buscando otra posición, las algas sinuosas que escapaban a la superficie y los pececillos que en manada formaban nubes a toda velocidad. No sé el rato que estuve conteniendo la respiración. Más que nunca, eso es cierto. La figura de las dos chicas temblaba como tiemblan los sueños, formando eses, una de azul, otra de blanco en la línea de la superficie. Tan surrealista como aquella imagen zigzagueante fue ver acercarse una hoja con letras escritas hacia mí… La partitura que había volado desde el jardín avanzaba en medio de peces y caracolas, buceando. La alcancé y volví a la superficie.
—¡Sofía! —dije alborotado al sacar la cabeza del agua. Las dos se giraron hacia mí. Escupí agua salada para volver a gritar—: ¡Sofía, la partitura que voló!
—¿La sacas del mar?
—Estaba buceando conmigo.
—¿Qué dices? ¿La partitura? Como se lo cuente a papá… Le va a parecer tan loco… Una partitura que bucea… Me parece tan romántico…
Caminé hacia ellas, con cuidado de no romperla. La apoyé en la roca para dejarla secar. El agua que murmuraba sobre las piedras ayudaba a poner música a aquel papel mojado. Las notas apenas se veían, pero sí el título de la canción: La forza del destino.
—Papá la tiene cantada por la Callas. Es una de sus favoritas, es raro que estuviera colgada —dijo, acercándose con su bañador blanco.
Observé detenidamente la hoja que se secaba al sol. Bajo el premonitorio título se podía leer: «Giuseppe Verdi». Miré a Sofía con amor porque, sin tener idea de italiano, podía entender perfectamente que el viento y el mar habían jugado a mi favor.
Ya eran casi las dos.
—Justo, ¡Justo! Liz… ¡Isabel!
Mamá nos llamaba desde lo alto.
—¡La comida!
—¡Ya subimos! —grité para avisar a mamá.
—¿Te quedas a comer? —le dijo mi hermana a Sofía.
—Se lo digo a mi padre, debe de estar a punto de venir… Si es que no ha venido ya. Me echará en falta. Ha ido a correos, esperábamos un paquete de Roma.
—Bueno, nos bañamos para aliviar este calor y subimos a comer.
—Mamá, ya vamos —avisé, protegiéndome los ojos del sol que nos caía de lleno en vertical.
Sofía se estremeció al entrar en el agua.
—¿Quién ha dicho que estaba caliente? ¿Tú, Justo?
—Al principio parece fría… —dijo Liz—. Luego ya está buenísima.
—Buff… Corta la piel. Será por el rato que llevamos al sol.
—Será eso —replicó Liz.
Yo suspiré ilusionado. Había sido el primero en entrar a la playa, de golpe, sin sentir miedo, ni frío, ni nada… para eso era el chico. Me sentí hombre.
—¿Te metes? —me preguntó mi hermana.
Sacudí con la cabeza. Quería quedarme donde ellas habían estado sentadas, para eso me tumbé en sus toallas. Las dos entraban ya muy animadas al agua, sin frío. Con la cabeza apoyada en mis puños, miré cómo se sumergían y alborotaban las pequeñas olas que iban y venían.
Liz me miró de reojo y comprendió por qué yo no me había metido esta vez con ellas. Sofía se sujetó un mechón de pelo que se le había soltado de la coleta. Me quedé mirándola.
Si las cosas seguían así, en mi excitante nueva vida no iba a tener tiempo para carreras en bici ni para volver a escalar con los amigos la tapia de los cipreses. Me bastaba ella. Allí me estaba haciendo mayor y era una sensación embriagadora.
Sofía se despidió de mí con un leve beso en la mejilla mientras Liz le pasaba la toalla para que subiera la primera a casa por las escaleras y preguntara si se podía quedar a comer. «Nosotros recogemos todo», dijo.
—Ahora os veo. Baci.
Mi hermana se sentó un minuto a mi lado, echó la cabeza hacia atrás para quitarse el agua de la coleta y la sacudió de derecha a izquierda. Guardé silencio un instante.
—Te gusta.
—¿Me gusta?
—No pregunto. Afirmo. Te gusta Sofía. Se te nota. Y ella lo nota. Las chicas no somos tontas.
Cerré los ojos un instante por el picor de la sal, me lloraban, y respiré hondo.
—¿Crees que lo sabe?
—¿Eh…? ¿Cómo, disculpe el señorito? Si yo he visto cómo te tumbabas ahora boca abajo en la toalla cuando has salido del agua… y también sé por qué razón, ella…
—¡Liz! ¡Cállate!
—No, no… No disimules. Y también me he dado cuenta de cómo se le transparentaba el bañador blanco.
Miré al mar sin hacer caso.
—Y de eso ella no se ha dado cuenta. Tendré que decírselo como «cosa de chicas». O prefieres que no lo haga… —dijo mi hermana burlándose.
—Haz lo que quieras.
—No te enfades, Justo…
Tiré de la toalla y subí las escaleras del sendero que volvía a llevarme a la superficie. A la otra superficie. La de la realidad, la que sucedía entre dos casas, dos familias, dos vidas que estaban cambiando a toda velocidad. Era evidente que no estaba soñando y que esa insólita escena del bañador que en las semanas siguientes iba a poner mi vida del revés estaba sucediendo ya. ¡Estaba enamorado! ¡Y se notaba!
—¡Justo! ¡Justooo!
Yo seguía subiendo.
—¡Espérame! ¡Va! ¡Espérame! —gritaba Liz.
Sofía comió con nosotros. Yo permanecí en silencio toda la comida y hasta las últimas hojas del sauce llorón en el que me escondía meses atrás, cuando la soledad se podía masticar, sabían de mi zozobra. Para ser sincero, ya ni siquiera estaba en condiciones de disimular. El amor, como el dinero, tiene campanillas. ¿No?
Por la tarde Francesco nos invitó a todos a merendar en el puerto, dijo que había comprado unas cañas y que podíamos pasar la tarde pescando y tomando granizado. Mamá dijo que sí y los cinco estuvimos en la cafetería del puerto. El paquete que había recibido era una cámara fotográfica y estuvo toda la tarde haciendo fotos de todo. Creo recordar que cambió de carrete varias veces y que disparaba muchas fotos sin que nos diéramos cuenta. Bueno, si yo me daba cuenta, supongo que mamá también lo hacía. Pero disimulábamos como si no estuviera, dejando pasar la tarde, las horas, los pálpitos.
Sólo faltaba que una partitura apareciera volando para mandarnos otro mensaje.