LOVE STORY
3 de agosto de 1981.
Leías Love Story en el jardín, tranquila. Me dijiste que te gustaba porque habías visto la película y que no había historia más maravillosa que esa en la que dos se dicen que «amar significa no tener que decir nunca lo siento».
—¿De qué va?
—Pues como todos los libros: de amor.
—Qué rollo, ¿no?
—¿El libro o el amor?
Esa pregunta tuvo un efecto contradictorio en mi imaginación.
—Pues… que todos los libros hablen de amor.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—No sé. Si todos hablan de amor, te basta con leer uno.
—Pero, Justo, ¡el amor es distinto siempre! No hay dos historias de amor parecidas, aunque por fuera lo parezcan. ¿Te crees que todas las parejas de Calabella son la misma historia de amor?
—No lo sé. Pero si se quieren…
—El amor por fuera parece igual, pero por dentro es siempre distinto. Como las tapas de los libros.
—Como las casas…
—Claro.
—¿Quieres hablar de amor?
—No, no, no.
—Si te apetece, hablamos.
—Me lo pensaré.
—Cuando dices que te lo pensarás es que ya lo estás pensando.
Ignoro por qué recuerdo ahora ese momento en el que leías, querida mamá, aquella novelita de portada de colores y dos actores apoyados en blanco y negro uno sobre otro. Sería uno de esos días en los que habías dejado de leer a Hemingway y su París era una fiesta, que ya debías saberte de memoria. Pero la tarde estaba luminosa y el mar era una lámina azul por la que no pasaban ni barcos hacia el puerto natural donde fondeaban los veleros; será por eso por lo que recuerdo aquel día exactamente ahora.
—¿Alguien como yo se enamora una vez o muchas?
—Yo te desearía que muchas.
—Pero… Si ves de pronto al amor de tu vida, ¿cómo sabes que te debes quedar?
—¿Quedar plantado?
—Sí, ¿cómo sé si ya debo parar de buscar y quedarme con ese amor?
—Digamos que es un misterio por resolver, Justo.
—O sea, que no tienes respuesta.
—Es que no soy yo quien te tiene que dar esa respuesta, eso lo notarás tú.
—Pero… ¿cómo?
—Dentro.
—¿Dentro de mí?
—Tal cual.
Me senté junto a ella. Había decidido volver al tema.
—En mis libros no se habla de amor. Julio Verne habla de aventuras.
—¡Como si amar no fuera una aventura! Ya verás…
—Entonces, si amo, no puedo viajar.
Me miró con dulzura.
—¿Esto es un interrogatorio, querido Justo?
—No, es que pienso que viajar y amar debe ser complicado. ¿No? Eso me parece.
He sido contradictorio toda mi vida, y en ese ir y venir de dudas y miedos —como los barcos— me he recorrido el mundo haciendo fotografías. Los de la revista Traveller me contrataron cuando vieron mi insistencia enviando fotos con mi primera cámara, aquella Nikon ftn, y me dejaron que «probara» en Italia. Qué difícil fue fotografiar algo tan cinematográfico como Roma para un «Especial Extra Omnes» y qué maravilloso fue perderse buscando encuadres entre esas calles que ya conocía. Estaba tan acostumbrado a fotografiar el sauce llorón con el mar de fondo, las olas rompiendo en el acantilado y a la tía Visitación bailando su falda como cuando las mariposas envejecen y pierden sus alas en uno de sus vuelos que Roma se me caía encima. Tanta piedra, tanta fuente, tanta iglesia, tanta chica de melena recogida con coleta. En todas busqué a Sofía.
Repito, en todas busqué a Sofía.
Y seguramente esa búsqueda me hizo conseguir el contrato, perseguir mujeres de espaldas mirando embobadas los monumentos mientras yo las enfocaba entontecido por sus cuellos.
—Y… ¿hay un para siempre en el amor?
Apoyó el libro en su regazo.
—Lo hay. Digo yo que lo hay. Eso no se sabe.
—En tus libros, ¿se enamoran para siempre, mamá?
—Hasta que lo decide el autor.
—¿Cómo si fuera Dios?
—Más o menos. Eso no son vidas reales —explicó mamá mientras aprovechaba para mirar al otro lado de la casa—. Son novelas.
—Pues vaya. Si no son reales, no es amor.
—Son historias.
—Ya.
—¿En qué piensas?
—En que a lo mejor prefiero mis viajes de aventuras.
—¿Antes que el amor?
Después de un rato observando las nubes tirado justo en el límite del risco que ponía fin a mi jardín, nuestro jardín, y daba paso al horizonte, pensé que la mejor manera de acelerar mi vida era seguir con mi regalo secreto.
«Unas magdalenas más, unas rosquillas, unos palitos de anís, unas galletas de chocolate… —me dije—. Voy a ir dejando en su puerta regalos furtivos como si fuera el cielo quien los deja en medio de un corazón de tiza. Sospechará que soy yo».
Sonreí. Tal vez porque mi madre ya me había dicho que Love Story significaba «historia de amor».
Precisamente fue esa forma de traducirme a modo de confidencia lo que me sirvió de acicate. Lo recuerdo igual que cuando en el verano de 1991 pisé Roma como fotógrafo profesional dispuesto a recorrer aquellos adoquines, sampietrinos, y el mundo entero después. Me había comprado un capricho: la Hasselblad cm 500, y cargaba con ella con las dos manos, como quien lleva un tesoro. Lo paradójico es que me he pasado la vida haciendo fotos para guardar instantes, pero como excusa para olvidar los míos. Por eso nunca he dicho «disparo», me parecía demasiado agresivo para algo que quieres guardar en la memoria, en tu carrete. Da igual cómo lo llames.
La tía Visi intervino con celeridad y una oportuna complicidad. Nos fuimos al horno de la Reme y cogimos una bolsa de lo que acababa de sacar del calor: unos hojaldres en forma de rombo que estaban espolvoreados de azúcar glas. «Perfectos», dijo mi tía.
—¿Quieres uno? —me preguntó la Reme.
Y alargándome de la bandeja de latón que quedaba sobre el mostrador uno de los hojaldres, me lo zampé de un mordisco. La tía Visi hizo gestos con la mano porque el azúcar, como nieve, empezó a mancharme todo el jersey azul en un alud de prisas y enamoramiento.
—¿Rico, eh? —dijo.
—Mmmm —mascullé con la boca llena, intentando tragar.
—Pues quítate ahora el jersey, que te has puesto perdido.
—Cierro la bolsa y… ¿os pongo algo más?
—Me llevo dos de cuarto y unos platanitos de bizcocho —dijo la Visi, agarrando mi jersey por los hombros. Me lo sacó como si desenfundara una almohada. Tal cual. Yo me quedé en camiseta y ella empezó a sacudirlo en la puerta de la calle. Las campanillas no pararon de sonar, atascadas por el movimiento enérgico de mi tía.
—¿Te vas a subir a casa o te quedas aquí?
—Me subo. He bajado con bici.
—Si quieres, pasa antes y saludas a las tías. Que van a creer que sólo vienes a verme a mí.
—Es que sólo vengo a verte a ti.
—¡Justo! No hace falta ser tan sincero, quedar bien no te cuesta nada y ellas se ponen contentas. Sobre todo Montaña, que está pachucha.
—De indigestión, será.
Me eché a reír y la tía disimuló su risa.
—Pues no sé, porque le pasa como a la perra, que lo come todo. Hoy ha venido el médico y le ha dicho que tome sólo agua de arroz hervido. Y la pobre está… Pues imagina.
—Imagino.
—Calla, no te rías.
No había podido disimular mi sonrisa como si me hicieran cosquillas.
—Vale, vamos. ¿Te llevo en bici, tía?
—Estás loco. Anda, llega tú antes. Yo voy al paso, que así parecerá que has ido por tu voluntad.
—¡Cántame algo! —vociferé subido ya en la bici y dando la vuelta a la fuente para coger el sentido de la calle.
—¿¡El qué!?
—Algo.
Un segundo de duda con el ceño fruncido y se arrancó a voz en grito mientras la Reme se apoyaba en jarras en la puerta del horno con uno de los platanitos en la mano, el delantal enharinado por mi eclosión navideña y desternillándose de risa cuando mi tía empezó…
—«Lléeeeevame a la verbena de San Antonio, que por ser la primera no quiero faltar, juntos que parezcamos un matrimonio, no haga el demonio que una chulapa me amargue el día de San Antonioooo porque le guste coqueteaaaar…».
—¿De la tal Olga Guillot? —pregunté yéndome.
—Noooo, de Las Leandras.
—¿De quiénes? —dije confuso, dando otra vuelta a la fuente seguido por varios perros que ladraban.
—¡Qué te has equivocao! —gritó desde el horno la Reme sin parar de reír.
—No, que yo recuerde.
—Pues claro, mujer.
—Anda, déjame cantar y come, que mi Justo y yo somos artistas.
—Ja, ja.
—Tú, Reme, atenta un día, que ahora es pequeño, pero de mayor va a dar que hablar. Ya verás. ¡Va a dar que hablar!
—¿Y qué voy a ser de mayor, tía?
Ni me enteré. Qué más me daba. La vida no tenía el guion escrito, como decía mamá de sus novelas, y a mi tía le gustaba inventarse canciones, que para el caso era lo mismo. Con esas hojas en blanco era muy fácil soñar. A nadie se le ocurre de pequeño que su futuro está cerca, ni siquiera que va a llegar el día de mañana. En cualquier caso, en esos días de mi infancia, dando vueltas a la fuente con los perros ladrando tras de mí, manchándome de azúcar glas o corriendo a toda velocidad con los pies fuera de los pedales y el aire en mi cara, no quería fantasear con el «mañana». Aunque no consiguiera otra cosa en la vida que vivirla, pensé que ya era suficiente. El final quedaba en mis manos.
¿Y yo? Te preguntarás. ¿Cómo acabó aquella tarde? Yo corrí feliz con mis hojaldres en la bolsa y mi tiza en el bolsillo para dibujar otro corazón en el suelo de Sofía.