LOS PARAÍSOS CERCANOS
6 de agosto de 1981.
Sucedió precisamente al revés de como tenía que pasar.
Estaba volviendo a casa después de dejar en la puerta de Sofía una nueva bolsa con dulces, esta vez eran galletas de coco del horno de la Reme, cuando me crucé con mi madre, que llegaba de comprar fruta.
—Te va a gustar la noticia, Justo. Seguro que te gustará.
Los vecinos italianos nos invitaban a cenar. Podría haber subido al Everest sin oxígeno y bajar a bucear a pulmón en el acantilado de nuestra casa o caminar como un funambulista en una cuerda atravesando el Mediterráneo cuando me comunicó la noticia. Mamá no paraba de reír, porque cuando dijo «Francesco y Sofía quieren que cenemos con ellos», me entró un ataque de nervios y empecé a estornudar.
—Ya estás otra vez con la alergia, esta primavera… —dijo para disimular.
—¡¿Cuándo?!
—Mañana sábado. Hoy viernes nos quedamos tranquilos en casa. Y como hace buen tiempo, podemos girar la tele en la ventana y la vemos desde el jardín.
—¡Qué bien!
—Sabía que te gustaría. He subido dulces, me ha dicho la Reme que pasaste con la tía Visi y que te apetecerían. —Me sonrojé. Ella continuó—: Como no acertaba con unos o con otros, he subido unos pocos de hojaldre y otros pocos de coco.
Hasta aquel momento de mi vida lo más emocionante que me pasaba era lo que veía por televisión y los cuentos que leía bajo el sauce llorón. Mientras ayudaba a mi madre con el carro de la compra —pesaba mucho por culpa de una sandía gigante que llenaba medio carro—, aspiré el olor de las flores que cubrían el camino, me gustaba dejar mi imaginación mariposear en torno a la felicidad. Y la felicidad era entonces Sofía. Se me figuraba que yo era un capitán de barco de un país nuevo que llegaba a conquistar un castillo en el que tenían a una princesa italiana encerrada que siempre tocaba la misma canción al piano. Así andaba yo desde que llegó el camión de la mudanza y empezó a descargar sus cajas, para más tarde empezar a vigilarla desde el otro lado del jardín, con sus movimientos de brazo al compás de su padre.
Aún me acuerdo de las sensaciones que me provocaba volar con mi bicicleta en busca de regalos y el temblor de mis manos dibujando un corazón de tiza en su suelo a toda prisa. Las mismas manos que ahora arrastraban con fuerza el pesado carro de la compra hasta el interior de la cocina y que descargaban las bolsas encima de la mesa con ayuda de mamá.
—Tal vez comamos pasta —dije.
—Vaya, como si fuera la primera vez. ¿Cuántas veces comemos macarrones porque el señorito quiere macarrones? ¿Eh? ¿Cuántas?
—Ya. Pero como son italianos…
—Pues a lo mejor es sopa de marisco.
—Puag.
Detestaba la sopa de marisco y cualquier cosa caldosa.
—Te comerás lo que nos pongan.
Asentí.
—Yo creo que deberíamos hacer una tarta de moca para el postre, estaría bien llevar algo como bienvenida. Un dulce siempre cambia los estados de ánimo. ¿Quién decía eso? No sé. ¿Te parece?
—¿Dulces?
—Sí, he comprado bizcochos para hacer la tarta. A ti siempre te gusta y me sale muy bien. Luego nos ponemos y me ayudas.
—Perfecto —dije nervioso de pura ilusión.
—¿Y tu hermana?
—Estará en su cuarto. Voy a decírselo.
Desde la muerte de mi padre, nos gustaba hacer tartas de moca en la cocina. Las hacíamos a medias porque antes papá siempre me soltaba que ese lugar era de mujeres y para mujeres. Y así fue durante años, hasta que desapareció. Por esa razón nada más llegar a la casa del acantilado conquistamos la cocina y se convirtió en el epicentro de nuestro nuevo mundo. En la misma mesa que comíamos también hacíamos los deberes y poníamos claras a punto de nieve. El grueso hule de cuadros verdes, que enrollábamos en un viejo tubo de tela que nos había dado el sastre de la Comercial y servía de eje para guardarlo en vertical junto a la nevera, era la geografía de la nueva cocina. Puesto para comer, enrollado para los deberes.
—Venga, sube a por tu hermana.
—Ya voy. Luego te ayudo, mamá.
—Es raro, lleva mucho rato desaparecida, muy callada, miedo me da… ¿Sabes si le pasa algo?
—¿Yo? Ni idea.
Me la encontré llena de polvo, sentada en el suelo del desván y con cara de estar alucinando. Había desplegado varios decorados del abuelo y eran como puertas a otro mundo.
—He limpiado los telares. Mira —me dijo con un mechón en la frente lleno de telarañas—, parecen fotografías pero sin gente, son perfectos.
—Es tamaño real.
Me incliné para mirarlos y tuve la sensación de que si daba un paso me colaba en aquel despacho de mármol con chimenea de candelabros pintados y puerta semiabierta al fondo.
—Adelante, pequeño.
—¿A ti también te ha pasado?
—Sí, lo mismo que estás pensando. Parece que sea una puerta.
—¿Has buscado la firma? A lo mejor los pintó el abuelo…
—No, ya les he dado la vuelta y pone que son de Lyon. De unos talleres llamados La Marsellesa.
El cuero de la butaca pintada junto a la mesa redonda de tres patas relucía; había un jarrón de flores blancas y un pisapapeles en forma de corales. Todo pintado. Todo absolutamente real.
—Mira aquel otro —dijo mi hermana.
Era un paisaje infinito, con aves suspendidas entre las nubes, a diferentes tamaños, que huían de los árboles como espantadas por un palmada. ¡Chas! En la ladera de la montaña se dibujaba un camino serpenteante de piedras que venía de una casa tipo suizo con tejados negros muy verticales, de pizarra. Brillaba.
—Lo he limpiado todo con un trapo y paciencia.
—¿Llevas aquí toda la tarde?
—Llevo aquí semanas, cuando tú te vas al pueblo a por tus cosas de amores, que te conozco, yo me escondo aquí arriba. He ido quitando sillas, ¿lo ves? He descubierto este caballete de madera, es en el que se apoyan los telares. Para eso he tenido que ir amontonando todo tal y como lo iba encontrando, y limpiando… Lo voy poniendo allí en el fondo para tener espacio donde extender las telas. Mira.
Habrían pasado decenas de años, los lienzos como sábanas grandes habían estado dormidos en el desván, ni siquiera puedo imaginar cuánto tiempo, porque de eso todavía no me he hecho a la idea. Ahora el verde de la montaña era verde, el emparrado que en primer término parecía salirse de los bordes era real como el de nuestra fachada, las nubes como algodones, limpias, sin amenazar lluvia, y las flores que salpicaban el sendero más rojas que los hibiscos del jardín.
Mi hermana se levantó y se puso delante de la sábana pintada.
—Mírame —me dijo—. Tú eres el abuelo ahora. Seguro que se ponía ahí para hacer las fotos a los que retrataba.
Yo caminé unos pasos hacia atrás y de pronto vi a mi hermana en un paisaje suizo.
—Y… ¿por qué es en color, si entonces la fotografía era en blanco y negro?
—No sé. No había caído.
—A lo mejor el abuelo sospechaba que llegaría la fotografía en color.
—¿Te imaginas?
Nos percatamos de que quedaban varios rollos por desplegar. Procurando no estropear los dos que ya teníamos colgados en el bastidor y el que estaba extendido en el suelo imitando un cortinaje de terciopelo granate que quedaba recogido a los lados como si fuera un teatro, fuimos a por otro más, sin pisarlo.
—Mamá ha dicho que ahora haríamos una tarta de moca —le dije a mi hermana mientras caminábamos casi de puntillas por el borde que quedaba libre.
—¿Para?
—Para los vecinos. Nos han invitado a cenar.
—¿Los italianos?
—Sí. Sofía y Francesco. Me lo ha dicho mamá antes de subir a buscarte, no me lo puedo creer. Vamos a su casa. ¡A su casa!
—Te ayudaré.
—¿Cómo? ¿A qué? —solté.
—A estar calmado.
—¿Se me nota? Bueno, no contestes. Da igual. Y tú, ¿cómo estás…?
—Si te refieres a eso del otro día… estoy bien. Venga, va. ¿Estás contento?
No podía disimularlo. Así que fui escueto.
—Sí.
—Pues venga, ayúdame con los telares. ¿No te parece emocionante que el abuelo guardara todo este mundo?
El siguiente rollo era más gordo que los demás y sospechamos que sería un paisaje gigante. Al colgarlo de las dos argollas del caballete y darnos una señal uno al otro para soltar el telar al mismo tiempo sin que se rompiera. —«¡Allá va!», dijimos—, una nube de polvo cubrió todo del desván. En medio de la niebla y de las toses fue apareciendo un ser mitológico, agua, piedra esculpida, caballos, un hombre saliendo de una concha…
—¡La Fontana di Trevi!
—¿Qué?
—Es Roma, Justo, la fuente famosa. Qué pasada.
Los dos nos quedamos embobados cuando el nubarrón de polvo fue desapareciendo como una fantasía de magia y nos encontramos ante una asombrosa reproducción de la Fontana di Trevi. El agua parecía que nos iba a salpicar, de hecho extendí la mano para tocarla como si fuera a mojarme en aquellos chorros que brotaban bajo las patas de los caballos enloquecidos con cola de sirena.
—¿No te parece maravillosa? —dijo mi hermana Liz.
Pero precisamente porque la realidad en la que me había metido aquella visión hacía totalmente distinta mi vida, en ese instante no pude responder. En mi corazón aquella fuente se hizo gigantesca y quise traspasar el lienzo para aparecer en ese mismo momento frente a la Fontana di Trevi.
Mi hermana se puso en medio de la pintura y fingió que se duchaba bajo el agua.
—¡Marcelo, ven aquí, date prisa! —dijo, imitando un acento forzado.
—¿Qué dices, Liz?
—No me llames Liz, llámame Sylvia, como en La dolce vita. Qué pena que no haya un gato por aquí…
—¿Para qué?
—Como en la peli. Llega este año, lo he visto en Fotogramas. Seguro que el abuelo fotografiaba en este escenario a las señoras como si fueran de La dolce vita. Serían las frescas de Calabella… ¿No te parece fascinante? Es alucinante. Es perfecta. Parece de piedra, parece agua…
Era verdad. Aquel escenario era una puerta a otros lugares que jamás había visitado. Juro que la sensación era como si se traspasara el tiempo y el espacio. «Quiero visitar todo esto», dije en voz baja. Liz sonrió, y yo por contagio también.
—Es como si no conociéramos a nuestra familia, ¿verdad?
—Deberíamos desplegar los que quedan —añadí disimulando y con los ojos empañados de lágrimas por la emoción y el polvo.
—Seguro que los abuelos vivieron a lo grande. Me intriga saber qué vida tuvieron, adónde fueron, cómo se besaban, dónde…
—Os diré que se amaron mucho, si es lo que os intriga. Fue la pareja perfecta. No ha habido nadie como ellos. Ni lo habrá. Es imposible quererse tan bien.
Era mamá. Había entrado en el desván y no sé cuánto rato llevaría allí escuchándonos y viendo el parque de atracciones que habíamos desplegado como aduanas del tiempo.
—La vida de los abuelos fue muy intensa. Tanto que la guardaban celosamente… siempre. No había nada que les hiciera temblar, ni separarse, ni dejar de hablar entre ellos. Siempre parecieron dos adolescentes que empezaban a quererse. Ojalá… bueno…
Se quedó mirando la Fontana di Trevi.
—Italia, no conozco Italia. Qué casualidad.
En nuestra casa no existían las casualidades, o vivíamos en una eterna casualidad. La cena. Los italianos.
Pasó un ángel, como se suele decir, un silencio, hasta que Liz arrancó a hablar emocionada:
—¡Podemos hacernos fotos delante de todos estos tapices y parecerá que hemos visitado medio mundo! —dijo totalmente animada.
—¿Quedan más? —preguntó mamá.
—Quedan varios sin destapar —solté yo, acercándome a donde Liz había apoyado las sillas, ya limpias de telarañas, y los baúles oxidados. Me tropecé con un aguamanil que todavía tenía la toalla puesta; la palangana y la jarra de porcelana blancas vibraron como campanillas, pasé la mano por el espejo, lleno de polvo, y dibujé un corazón con el dedo. Mamá me miró.
—Tú y los corazones, Justo…
Lo borré rápidamente con la palma y sonreí.
Mi hermana había dispuesto el siguiente rollo de tela en otro caballete y cuando fue a desplegarlo, solté:
—¡Espera! Que desaparecemos entre el polvo como antes.
La ayudé y lo colocamos en el suelo, justo encima del que representaba un telón de terciopelo de teatro. La primera impresión que me causó fue de sorpresa, por tratarse de una nueva ciudad. Pero eso no era todo. Fuimos desplegándolo poco a poco y los colores se mezclaban alegremente llamando la atención con intensidad. Eran diferentes sacos de especias rojas, azules, verdes, amarillas, naranjas… delante de azulejos y tenderetes de madera con toldos llenos de estampados de más colores. Era un instante del bullicio de algún mercado marroquí parado en el tiempo que aparecía al girar una esquina de una casa recién enjalbegada y con las jambas de las ventanas pintadas de añil. La ventana tenía flores y quedaba un hueco virgen para que los protagonistas pudieran posar como si fueran jeques o comerciantes de especias.
—¿Tánger? —dijo mi hermana.
—Tal vez.
—¿Pone algo detrás? —pregunté—. En el de antes ponía Lyon y en el de la montaña, Suiza —expliqué, mirando a mamá.
Liz fue levantando las esquinas del telar hasta que encontró el texto.
—Casablanca. Qué bonito suena.
Yo repetí la palabra separando las sílabas lentamente: «Ca-sa-blan-ca».
—Le voy a pasar el paño mojado como con los otros —añadió mi hermana—, los colores deben ser todavía más alucinantes de lo que parecen.
Efectivamente, a medida que Liz iba limpiando el lienzo aparecía el azul más azul, el rojo más rojo, el naranja más naranja, el amarillo más luminoso… Aquella visión de otros lugares del mundo que no conocíamos y que a veces salían por la televisión en blanco y negro se nos hizo tan mágica como evocadora de una vida que desconocíamos.
Mi hermana se repitió a sí misma, mirando a mamá:
—Es como si no conociéramos a nuestra familia, ¿verdad?