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EL CIELO DEL TRASTEVERE

Roma, 19.00.

Si quisiera explicar con unas palabras quién era mamá, podría decir que fue una niña a la que le encantaba cantar sentada en la mesa y que se ponía sombreros para el sol. «No sé qué día dejé de cantar, seguramente el día que me bajé de la mesa y toqué tierra», me dijo en una de sus notas.

No sé muy bien por qué le gustaba tanto el sabor de la canela; guardaba manojitos atados con cintas color lavanda, que desmenuzaba en la palma de su mano, estrujaba y aspiraba el aroma cerrando los ojos. Llevaba el pelo atado en una coleta desde que era pequeña, la misma cadena con la cruz de su padre colgada al cuello y el anillo de papá que, a veces, giraba en un pasatiempo nervioso.

Las amigas de mamá siempre hablaban bien de ella, y las tías, y las vecinas. Todos. El mar le daba miedo y se quedaba sentada en la orilla, ovillada en la toalla, y en las tormentas sacaba un pan seco por la ventana «para calmar los truenos». Sólo le relajaba la lluvia y sospecho que era porque nos tenía cerca, de niños, con la tele en el salón o hablando del día de mañana. Leía mucho y ponía siempre su nombre en la primera hoja con la fecha del inicio de lectura y en la última una palabra que, supongo, resumía la historia. El día que repasé la biblioteca revisé las últimas páginas y encontré «corazón», «tinieblas», «amparada», «lentamente», «crecer», «esperar», «hechuras»… Quise componer una frase como si hablara de mí. Si ocultaba un mensaje, nunca lo supe y temo que ya nunca lo sabré.

En el Seat 131 de color crema y techo negro que había utilizado papá, nos dejaba poner cintas con la música que grababa mi hermana de la radio, aunque acababa bajando el volumen y jugábamos todos a adivinar palabras. Sabía sacar el niño que todos llevamos dentro, aunque yo me quejara siempre: «Ve más rápido, mamá, que no llegamos nunca».

—Pues mirad el paisaje por la ventanilla o contad números de matrícula. A ver… con la B, veo veo.

—Botella.

—No.

—Bocadillo.

—No.

—Bambas.

—No.

—Barco.

—No.

—¿El qué?

—¿Te rindes?

—Yo no —decía mi hermana—. ¿Con la B…?

—Sí. Veo, veo, con la B.

—Hummm… Bisonte.

—¿Dónde ves un bisonte, Liz?

Lancé una mirada a mi hermana entre la contención para no desternillarme y la incredulidad. Su fantasía superaba a la mía cuando entraba en ebullición. Mamá se mordía el labio para no reír. Arrugó su frente e insistió con ironía:

—¿Un bisonte, Liz? ¿Tú crees que por el Mediterráneo hay bisontes?

—Pues me rindo —dijo mi hermana con aire orgulloso.

—¿Os rendís?

Asentimos.

—¡Bigote!

—¿Dónde hay un bigote, mamá?

—Creo que Justo se está haciendo mayor…

Mi hermana casi se meó de la risa y yo de la rabia.

—Vaya, qué graciosas las dos… —exclamé con viveza antes de ponerme a mirar por la ventanilla y verme reflejado. Las dos no paraban de reír compinchadas con la broma y vi en el cristal que ya estaba pasando el tiempo, jugando a mi favor y al de ellas. El tiempo… En aquel momento, mientras miraba la carretera por la ventana, no imaginé que pasaría tan rápido, que no hacía falta esperar porque irremediablemente llega. Solté vaho y dibujé con el dedo índice un corazón; estuve mirándolo hasta que se evaporó.

Al contemplar ahora a mamá sentada en la iglesia, observé las velas y toda la cera que chorreaba por los huecos de las capillas. Pensé en aquellos viajes que hacíamos los tres por aquella carretera de curvas de Calabella a la casa y de la casa a Calabella. Susurré a su oído: «Con la C, veo veo», apretándole la mano para que sintiera mi pregunta. Y mamá, extraña y ausente, al mirarme para oír bien mi voz sentí que tenuemente decía:

—Cielo.