20

LAS CIRUELAS

—Mira lo que dijo Voltaire —soltó de pronto mi hermana Liz al decirme que pasara a su habitación.

—¿Qué?

—«Yo, como don Quijote, me invento pasiones para ejercitarme».

—Pues muy bien.

—¿Y tú? —me preguntó como si me asaltara con un revólver entre las cejas.

—¿Yo?

—Que si te inventas pasiones…

No tardé en contestar, porque con mi hermana era siempre un reto de espadas tras otro. Cuando terminé mi curso de mecanografía, su obsesión se concentraba en obligarme a estar sentado a su lado, en su escritorio, con las dos máquinas Olivetti y «echar carreras» a ver quién copiaba más rápido una de las páginas de los libros de Julio Verne. «Una página al azar», decía. Después de tanta intensidad al teclado, traqueteos, golpes y zascas del rodillo, ella contaba los errores y comparaba los tiempos. Mi meñique acabó hundiéndose en la letra eñe para siempre y con una tensión imposible de aguantar en el nudillo. Así que respondí rápidamente.

—Yo me curo cantando, como la tía Visi.

Era una de las frases que repetía con más frecuencia.

—¿Cantando?

Ella, Liz, vivía en la realidad y yo, en la fantasía. Y así ha sido durante toda nuestra vida. Tal vez ella creció siendo más práctica, pero yo lo hice siendo más sigiloso. A mí me gustaba el frío, a ella el calor, a mí quedarme mirando las cosas y a ella «hacer algo» (tal cual).

Pero a pesar de los años, los genes y las diferencias, lo pasábamos bien. Un único pensamiento borraba todo lo demás: éramos hermanos.

Al quedarnos solos en la habitación noté que Liz quería seguir contándome porque sólo me miraba. Cerré los ojos. «Por favor, que no me pregunte nada». Yo nunca la había visto llorar. Nos cogimos de las manos apretándolas con fuerza para evitar el temblor y las imposibilidad de arrancar a hablar. Estaba destemplada. A pesar de la angustia y las lágrimas que llegaban a su boca parecía fuerte. Así era ella. «Liz…». No tuve el valor de preguntarle —lo suyo con Ramón, el mostrenco— fundamentalmente por no hablar de lo mío —iluso— con la vecina italiana. Así que lo soltó como quien desguaza un coche:

—Si estoy embarazada, voy a tener que abortar y tú vas a quedarte callado.

Me sobresalté. Estábamos los dos sentados en su cama, aún sin hacer, frente a la ventana. Se volvió a mí, y vi que dejaba de llorar para morderse los labios. La imité. Estaba tan sorprendido que no pude decir nada, ni siquiera su nombre. Conforme mencionaba la palabra clave en un susurro, trataba de comprender su preocupación y qué podía yo responder a eso. Hasta aquel momento, me creía mayor. Y no. Casi todo eran espejismos de la realidad: la edad llega cuando llega, aunque sea a hostias. Pero en ese lado de la cama, con la ventana iluminándonos sólo de la cintura para abajo porque la persiana parecía entornar los ojos, la que había recibido el primer susto de su vida personal era ella. Justo Brightman, en cambio, estaba mudo.

No pude decir nada porque de nada me servía en ese momento mi rapidez de reflejos, mi velocidad en la bicicleta ni mi imaginación para ver ciervos salir de los cuadros. Pero su mirada perdida en el techo de estrellas apagadas no dejaba lugar a dudas. Me lo contaba para sentirse menos culpable y más fortalecida.

—Si es así, si lo estoy, necesito que tú lo sepas Justo.

—¿Crees que…?

—Sí, creo.

—Soy tu hermano.

—En este momento lo único que quiero es que seas mi confidente. Los secretos pesan demasiado si los carga uno solo.

Inconscientemente nos tumbamos de espaldas a la vez a mirar las estrellas del techo. Supongo que cada uno buscó su constelación y su secreto.

¡A mí me lo iba a decir! Mi padre era un hombre guapo, alto, delgado, seco y avinagrado por la bebida. Sólo yo sabía cómo había muerto y esa profunda imagen pertenecería a mí todos los años de mi vida. Hasta hoy, que estoy sentado en un banco de una iglesia italiana junto a mamá para celebrar su setenta y cinco cumpleaños.

Tú lo llamarías clandestino, por lo reservado que he sido siempre en este tema, yo lo calificaría de disfraz. ¿Qué son sino las máscaras? Engaños.

Para disimular su preocupación, Liz giró la cabeza hacia mí y me dijo: «A veces echo de menos a papá». Me estremecí. «Sin embargo —añadió mirándome a los ojos—, me doy cuenta de que hasta en este momento de dudas agradezco que no esté. Me mataría».

—Sí, mejor —respondí—. Mejor que no esté.

Ella calló como si en lugar de tumbada sobre el lecho estuviera pisoteada por el cansancio. Intenté seguir hablando azorado y torpe.

—¿Quieres que haga algo, Liz?

—¿Qué puedes hacer, bobo? ¿Eres médico? No.

—Me pregunto si puedo o quieres que pregunte.

—De momento esperamos. Sólo necesitaba que lo supieras, por si acaso.

—Sí, vale —respondí como si fuera mecánico—. Pues ya lo sé.

Ella se había liado con él por lástima, me contó, para que la dejara en paz. Y que él lo hizo por gusto, para tener un cuerpo donde desfogarse de tanto músculo. Pero aquellas explicaciones a mí me sonaban simuladas, tan deformes como el cristal de la cocina donde yo hacía corazones de vapor. La realidad a uno y otro lado. Las mentiras que queremos ver. Engañar a otro está bien, pero ¿engañarse a uno mismo? ¿De qué sirve? Tuve que respirar un buen rato y escucharla cómo construía su embuste para que todo pareciera un chisporroteo de fuego en el garaje sin más. Pero escuchando cómo hablaba de la tarde de sexo a escondidas y «a toda prisa» —en sus palabras—, ciertamente sonaba a un pastel atiborrado de levadura a punto de desbordarse del molde, imposible de controlar.

Mi hermana no era tan fuerte.

De niña lloraba con facilidad.

Y ahora, ella había confundido deseo con antojo y por eso era más creíble mirar por el cristal geométrico de aquella cocina para llegar a la conclusión de que era ella la que lo había hecho por desahogarse con él y que él, bobo y simple, había cedido por babear en otro cuerpo. O se gustaban y no encontraban explicación, como yo entonces.

No he podido encontrar la respuesta. Lo cierto es que mientras ella mezclaba lágrimas y aclaraciones con excesivo detalle, me di cuenta de que todo aquello era porque éramos felices, porque la casa era más que una casa, era libertad. Mamá leyendo bajo el árbol, tranquila, maquillada incluso para bajar a comprar en el Seat 131, el mar sirviendo de paisaje a nuestras cambiadas vidas, la hiedra colándose por las jambas de las puertas, el sauce agigantando la sombra, la casa recién pintada, una hermana que tenía sexo en el garaje y unos vecinos que habían acercado el extranjero a pocos metros de mi vida. Y encima, mamá:

—He traído ciruelas.

Abrí los ojos como cuando en el cielo hay luna y sol al mismo tiempo.

—¡Ciruelas! Mira cómo huelen… hummm. He bajado al pueblo esta tarde, me he comprado una blusa…

—¡A ver, mamá! —dijo Liz, levantándose ilusionada de la cama.

—Coge la bolsa, está en el suelo. Verás. Violeta, como la lavanda. Y vengo agotada, he subido caminando con la compra… El coche se quedó parado en la primera curva y allí lo dejé, tendré que avisar a Ramón para que vaya a ver.

Tosí.

—Habría bajado con la bici, yo también me di una vuelta esta tarde.

—Me lo ha dicho la tía Visi. Y por eso traigo ciruelas, he comprado.

Olían a fruta madura y a casualidad.

—Me ha dicho que te harían ilusión.

Enmudecí, y supongo que me entendieron las dos mujeres: mi hermana y mamá.

—¡Ah! Y otra cosa. Me parece que como ya ha pasado el tiempo suficiente y los vecinos se han aclimatado a su casa, ya es hora de saludarlos. Deberíamos ir. Me parece que seguir ignorando que viven al lado está feo. No está mal tener compañía en esta zona tan separada del pueblo… Además, somos dos familias muy pequeñas; es un regalo que hayan llegado hasta aquí y son los únicos que tenemos cerca. Podemos necesitar cualquier cosa, ellos o nosotros. ¿No? —El silencio se hizo el dueño de la casa. Ella siguió—: Hay que ser amables y tienen pinta de encantadores. Son italianos, pero hablan castellano bastante bien, se les entiende perfectamente. Bueno, bajo a la cocina y luego os digo.

—¿El qué? —no pude resistir con la mordaza.

—Pues que son encantadores, hablan mezclando italiano y español y me han dicho que están felices de vivir aquí.

Me di cuenta de que nuestra familia no era como las demás. Todo estaba cambiando a la misma velocidad que yo bajaba con mi bicicleta.

—Toma —dijo mamá, alargándome una fruta—. Una ciruela.

La cogí.

—¿Y cómo sabes que hablan castellano? —preguntó mi hermana, haciendo de portavoz. Habló por mí porque yo estaba pensando lo mismo.

—Pues porque he pasado. Venía del pueblo, he pasado por su puerta, lo tienen todo precioso, el jardín no es lo que era, aquel campo de yerbas y cardos… Bueno, bueno, bueno, está todo tan cambiado… No lo reconoceríais. Lo tienen lleno de flores y han pintado las macetas de colores.

—¿Lo podemos hacer nosotros?

—Pues no… Bueno, no sé. Ya veremos.

—¿Y cuándo vienen? —pregunté.

—No sé.

—¿Los invitamos? —continué preguntando nervioso.

—Vaya, los hay con suerte —masculló mi hermana, dándome un codazo.

—¿Os parece pronto? Es un poco feo que lleven aquí viviendo ya un tiempo y no nos hayamos visto todos… Ya os digo, creo que ha pasado un tiempo y que estamos muy solos en la colina. Somos sus únicos vecinos y ellos los nuestros. Me ha parecido ver que ella está muy sola, la hija, y será bueno que conozca gente de su edad como vosotros.

—No, no. Genial.

—Parecen majos.

—Y… ¿ya los conoces? ¿Qué te han dicho? ¿Cómo se llaman? —pregunté azorado.

—Francesco el padre y la niña Sofía.

—Guau, como Sofía Loren —precisó mi hermana—. Qué nombre más bonito.

—Sofía —repetí.

«Es más o menos de tu edad», dijo mi madre de espaldas al salir de la habitación, pasándome otra ciruela por encima del hombro.

—Te va a gustar.

—¿Cómo?

—La ciruela.