LOS ZAPATOS DE LOS DOMINGOS
Mi tía Visitación era la mayor y tenía el cabello rubio, largo y rizado en las fotos del pasillo, pero ahora parecía de paja y lo llevaba cardado como una peluca, «sin brillo», le dice mi madre, por culpa de que se echa mucha laca.
—Acabará usted anestesiada —la riñe.
A ella le da igual, no tiene medida de las cosas ni de la laca. Olga Guillot es su cantante mito y a veces canta en playback mientras hace gestos de teatro como si fuera la original. Mi hermana Liz se ríe, pero a mí me hechiza. Ella es diferente a todas las demás, la más exótica. Canta como si hubiera estado enamorada y eso la hace real. Supongo que para amar sólo hace falta imaginarlo. Y a mí, cuando la escucho, me parece divertida, aparatosa y loca porque sabe que la vigilo a escondidas y exagera los gestos para mí. «Déjala, es su válvula de escape —dice mi madre— frente a las otras». Las otras es todo lo demás. Cuando acaba el momento dramático me pilla corriendo por las escaleras, porque aunque es la mayor es la más ágil, y me llena la cara de besos pintados de rojo y acabo pareciendo un payaso.
—Mira cómo huye el irlandés.
Yo me desternillo corriendo mientras me persigue.
—¡Mira cómo huye miedica de mis besos de fresa!
No recuerdo un momento de mi vida en el que me haya reído tanto como escapando de mi tía Visi entre las columnas del patio.
Ella siempre diría que descubrió el amor en las canciones, pero era mentira. Era un farol, por supuesto. Pero por alguna razón callaba para que su vida personal no protagonizara ninguna de las conversaciones ni de los comentarios de cocina. Como en tantas situaciones durante aquellos años, Visi se olvidaba de ella para ser la columna vertebral de las demás, pero se maquillaba para salir a la calle como si siempre fuera fiesta. Fue una suerte que viviera con nosotros. Gracias a su presencia, fuerte y poderosa, alegre y desenfadada, las demás se sentían mejor y encontraban un refugio cuando aparecía. La loca de Visitación, la de los chistes verdes y las canciones de la Guillot, se había convertido en el pilar de la familia gracias a su singular sentido común.
—Visiiiii —gritaba Isolina—. ¿Qué es esto?
—Unas bragas.
—Eso ya se ve.
—¿Entonces qué más quiere, muchacha?
—Pero… ¿qué hacen aquí? ¡En la entrada al patio!
—Mujer, tendrían frío y han salido buscando un rayito de sol. ¿Pues no lo ve?
—Pero si entra alguien, ¿qué?
—Hija, pensarán que somos limpias o que tenemos más. Usted perdone.
Cosas como esa hacían que me alegrase de vivir en un mundo de mujeres. No por estar acostumbrado a la ropa interior femenina desde niño, sino por la capacidad de desdramatizar todo. Visitación se convenció de que en la vida había que ser feliz. Los motivos ya irían apareciendo. Lo demás importaba poco.
Hoy, mientras mis otras tías se peinaban unas a otras, se ajustaban los collares a la espalda como si fueran un puzle de personas vivas —esto es una obviedad, pero quiero remarcarlo porque mientras lo hacen forman una culebra que llega a moverse por el pasillo hacia el salón y paran en la cocina para encender o apagar el fuego— y lanzaban pullas sobre mi padre, he observado lo sencillo que va a resultar todo mi plan. Entre tanto movimiento de músicos, tías y caballos engalanados, me ha parecido fácil. Uno, hoy todo va a ser un follón de vecinos arreglados con trajes y pañuelos, vestidos y mantillas, la hoguera en medio de la plaza, el puesto del algodón de azúcar y almendras garrapiñadas, la verbena y el rutilante estreno del nuevo cine, así que nadie va a percatarse de la ausencia o la presencia de un niño de doce años que corre entre las atracciones en busca de nada. Todos llevan una semana trabajando para descansar. Y dos, mi casa es un ir y venir de manteles bordados que levantan en el aire formando nubes en las que subirse y saltar. Parece que quieran volar. Lo hacen cogiendo dos puntas entre dos tías y tapan las mesas del salón y del segundo salón, así, todo tapado en blanco «parece más fiesta» como dice Isolina, que es cándida y algo incauta, y pueden servir los dulces para las visitas.
Si digo que han hecho dulces para las visitas, significa que vamos a estar comiendo dulces hasta la próxima fiesta local o, me gusta más, hasta el próximo día de la patrona. Esto mismo que hacen en casa también lo hacen en misa. No me refiero a los pasteles; ponen manteles nuevos en el altar y en los altarcillos para el vino y esas copas plateadas y doradas que también tapan con mantelillos purificadores muy planchados, casi duros. A mí me gusta crujir las puntillas que de tanto almidón quedan rígidas como cristales de hielo porque es como romper carámbanos.
—Quizá deberíamos tapar los hojaldrados. —Isolina hizo un gesto exagerado con las manos—. Nos hemos pasado de azúcar glas y van a llenarse de moscas.
—Tampoco es pleno verano.
—Le recuerdo que es 24 de junio, noche de San Juan. Si va a gastar sus deseos en que no vengan las moscas, mejor vaya yendo a la cocina a por platos hondos y así acabamos antes.
—Hija, qué arisca.
—Y vieja, pero no estoy gagá. Así que vaya tapando los dulces. Qué manía más tonta de dejarlos descubiertos.
—¿Puedo coger uno, tía?
—Pues claro, Justo. Al menos antes de que se los coman las moscas… o María Montaña.
—Ay, qué asco, tía.
Mi hermana lanzó una mirada de repugnancia. A mí me daba igual.
—No digas asco.
—Tal y como se lo dice a la muchacha, parece que os referís a mí.
María Montaña meneaba la cabeza como si se debatiese entre enfadarse o coger uno de los dulces que todavía estaban repartidos por la porcelana de las fiestas. Unos platos con escenas azules que sólo aparecían dos veces al año: en fiestas y en Navidad. Yo era un crío y me fascinaba buscar los detalles de caza entre las ramas de unos árboles azules que escondían aves y hombres bajando de las montañas, azules también.
—Ya estamos con la suspicaz. Si se ve hermosa, es cosa suya, o no coma tanto y punto.
—Bueno, pues id tapando, que hay prisa. Tenemos muchas cosas que hacer.
—Pues, Justo, si quieres ayudar a tu hermana, nos viene muy bien, que estamos atareadas…
Esa mañana ya se habían peinado todas, más pronto de lo normal, y andaban haciendo serpientes por los pasillos y por las escaleras que llevan a las habitaciones, que es donde también están los armarios, cerrados con llave, los de la ropa de cama y los de los manteles, que pueden parecer lo mismo, pero la diferencia es que los que llevan iniciales son para las camas. También hay un armario en el que está «lo nuestro». Lo nuestro es lo de ellas, no lo mío, que quede claro: sus mortajas. Las tienen elegidas y las rehacen cada cierto tiempo según engordan o adelgazan, «no vaya a ser que las pille mal ajustada». Yo creo que con tres de diferente tamaño les sobraría, porque tampoco creo que vayan a morirse todas a la vez; aquí en el pueblo nunca pasan tragedias como las del Titanic, y ya sería mala suerte. Aquí no llegan los icebergs, sólo llegan algas cuando cambia la marea, y cañas con cuerdas y troncos relamidos por el agua cuando el mar vomita restos del fondo. Tampoco nada interesante: algún trapo, algún madero con forma, algún trozo de silla (que recuerde). Le expliqué una vez a Timoteo que para que llegaran aquí restos de barcos habría que estar al otro lado, en Lisboa, porque aquí lo único que tenemos enfrente son las islas Baleares, y no parece que vayan a hundirse transatlánticos como ese. Además, para que viniera algo del Titanic habría que hacer un recorrido desde el océano, bajando hasta el estrecho, cruzarlo, subir por el Mediterráneo y venir a dar a mi playa. No creo. Sólo mis tías son capaces de hacer recorridos más difíciles, pero no saben nadar, ninguna. A la mayor siempre le ha parecido «una temeridad» meterse más allá de las rodillas en el mar, porque «vete a saber qué hay en el fondo». Yo sí. Hay que saber nadar. Yo nado por mí y por toda mi familia. No niego que a veces lo hago por si hay que saber escapar.
—Justo, ¿puedes deshacerme el nudo de la cadena? Se ha vuelto a quedar hecha un sambenito.
—Un Cristo, dirá —repuso Filomena a su hermana Isolina.
—Hecha un Cristo, vale. Qué quisquillosa es usted también. Igual que la otra.
—Puntillosa.
—Susceptible también.
—Y seca.
—¡Paren! —soltó Maravillas—. ¡Paren ya!
—Los nudos y los hijos para quien los hace.
La tía Visi meneó la cabeza.
—Usted, como el aceite: arriba.
El hijo era yo y el nudo era sólo trabajo para mis dedos porque «eran más finos», según mi madre, según mi tía, según su hermana, según todas. Las diez hermanas que actuaban como una piña cuando querían y como una charanga desafinada cuando se levantaban melindrosas. Yo he sabido desde los cinco años sacarlas de quicio, pero me gusta hacer mi papel de hombre de la familia, de único varón entre tanta mujer.
Deshice el nudo como otras veces y tía Visi me guiñó un ojo, cómplice, en el momento en el que la otra se colocaba la cadena con una medalla nueva que había comprado en la joyería del Conejo, un tipo que vende también cosas de mercería y que es rico gracias a la pandilla de hermanas de mi madre.
Mi hermana apareció cojeando con un zapato en la mano; maldecía y lloriqueaba porque le hacía daño precisamente el que nunca le hacía daño. Pasó de mí y se fue directa a las tías que ya estaban vestidas para la fiesta de la tarde y perfumadas de todos los tipos de flores posibles.
—Me duele.
—A ver… déjame —le dijo mi madre para hacerle caso, que era, sin lugar a dudas, más importante que el dolor del zapato.
—Mamá, te dije que si me los hubiera puesto, ya no me harían daño y me has dicho que esperara hasta hoy, y como he esperado hasta hoy, ahora no puedo, me matan. La piel es dura.
—La piel es buena.
—¡La piel es dura, mamá!
—Oh, Liz, por Dios… No puede ser que te hayan rozado con sólo ponértelos.
—Tengo pies de gorda.
—No eres gorda, Liz. Tendrás los pies hinchados porque llevas nerviosa toda la semana.
—Porque son nuevos y ¡porque quiero ir al baile! —gritaba—. Y la culpa es tuya por haberme hecho esperar hasta hoy.
—Vale, como tú digas.
—Sí. Como yo diga.
—Pues una tirita en el talón… Voy a por ella.
Mamá le cogió la cara con las dos manos para calmarla y después echó a andar hacia el baño.
—¡La tirita se me pega! Y la tirita… ¡se me va a enredar con las medias!
Yo no dije nada. Sólo la miré y temí lo peor por los gritos, que se oían demasiado. En ese momento en el que mamá abría la puerta buscando la solución, salió mi padre de la cocina donde había estado fumándose un cigarrillo en la repisa donde se enfriaban los platos, y todo se hizo silencio. Ambas puertas se quedaron abiertas y corrió un viento de una a otra que anunciaba el temblor. La mirada fue pólvora. Mi madre sin llegar a la puerta, mi hermana coja con el zapato en la mano y yo, observando. Nadie dijo nada hasta que mi madre decidió arrancar a hablar para enfriar pacíficamente como el aire que en ese momento refrigeraba los platos en la ventana.
—Liz, que le hacen daño los zapatos. Voy a por una tirita y todo solucionado. Le dije que no se los pusiera y ha sido culpa mía…
Silencio.
—Creo que lo he oído —contestó él, soltando el último humo del cigarrillo—. Ahora dame el zapato.
Mi hermana tendió el zapato hacia papá, temerosa de que acabara en el patio o estampado en la pared.
Fuera se oyó el tortuoso ejército de hermanas huyendo de la zona de guerra, e instintivamente mamá cerró la puerta apoyándose en el cristal para amortiguar cualquier temporal. Yo miraba.
—No digas nada, Liz.
Papá levantó la otra mano y todos nos asustamos. Llevaba un martillo. Sostuvo la mirada a Liz durante unos segundos, todos queríamos huir pero nadie estaba en condiciones de ser libre ni sabíamos cómo. Sonó un teléfono en el pasillo y los tacones de tía Visitación corrieron hacia él. Sonó tres veces, las suficientes para que se aceleraran nuestras respiraciones del mismo modo que un tren avisa de su salida.
—Thomas, ¿qué vas a hacer?
La voz de mamá nos sobresaltó.
—Teodora… ¿tú qué crees?
Era lo único que faltaba en ese momento del día de San Juan: una catarata de palabras como las que se oían por las noches mientras dormíamos. Noté cómo le daba una punzada a mamá en el pecho y soltaba el pomo para agarrarse con las manos a sí misma. De pronto todo parecía parado. Sí, los muebles pesados, las fotos colgadas, el tocadiscos con la tapa gris, los discos ordenados, el reloj de pared sin manecillas, el botellero de cristales, las cortinas y los visillos abiertos a la calle, las sillas ordenadas en cruz, la enciclopedia verde junto a la granate y… nosotros. El cuadro de los ciervos fue mi salvación para salir de allí. Crucé más allá del marco y me senté en la yerba con la pequeña cría que levantaba la cabeza hacia su madre buscando alimento y paz, sentí cómo acariciaba su lomo, suave y seco, y les enseñé el camino por el que tenían que huir para despistar a los cazadores. «Allí, tenéis que salir por allí —les dije—, por el segundo atajuelo a la derecha, yo me quedaré quieto esperando a los hombres». Deberías haber visto al cervatillo lamiéndome la mano mientras echaban a correr, pensé mirando a mamá, que seguía apretándose el pecho.
Cuando volví al salón, aquello había empezado a dar vueltas por algo que mi padre acababa de decir. Los ciervos ya no estaban en el cuadro, los cazadores sí.
Papá se agachó al suelo, le dio un golpe seco al talón del zapato y dijo clavando la mirada en los ojos de Liz:
—Toma, ya está blando.
El golpe del hierro contra la piel rompió el silencio. Todo el grueso de discos se volcó hacia la tapa del tocadiscos gris y el péndulo del reloj sin manecillas pareció echar a andar para marcar el tiempo. ¿Qué tiempo? Mamá nos dirigió una de esas sonrisas compasivas que tanto bien nos han hecho a lo largo de toda la vida. Mi hermana salió del salón con los zapatos puestos, los dos, pero fue incapaz de quejarse. Algo a lo que ya estábamos acostumbrados. Enderezó la espalda y caminó tic tac tic tac tic tac por el pasillo hasta las escaleras de las habitaciones sin inmutarse. Corrí tras ella como si fuera a avisarle de que ya no estaban los cazadores tampoco en el cuadro, que habían vuelto los ciervos a comer la yerba fresca del arroyo. Se negó a responder a mi madre y yo intenté apaciguarla, sin respuesta, explicándole que había oído a las tías que todos tenemos un pie diferente al otro, más grande. Y que igual pasa con las orejas o con los ojos, que hay cierto desnivel en el tamaño, que no podemos ser perfectos porque eso sólo pasa con los espejos. Yo creo que iba sangrando, pero con tal de permanecer almidonada, como las puntillas de misa, callaba para no demostrar dolor.
Mi hermana era mi amiga, pero como sólo era hija de mi padre, prefería a veces hacerse la irlandesa. Evidentemente, yo había salido a mamá. Y ella, aunque lo negara, a papá.
Cerró su habitación y noté por el ruido cómo dejaba caer los zapatos en el suelo; se oyó cómo arrastraba una silla y la imaginé pintándose de carmín rojo los labios y poniéndose más maquillaje que de costumbre. ¿Podría ser que estuviera enamorada de alguno del pueblo? Lo cierto es que se pintaba más de un tiempo a esta parte y esos zapatos eran su escenario para brillar. Le había pillado algún chupetón en el cuello, aunque ella decía que eran pellizcos de la cremallera. ¡Ja! Yo, Justo Brightman, tenía entonces doce años, pero no era tonto. A mí me podían engañar con la geografía —total, era imposible controlar los mapas desde un avión, había que fiarse de los profesores—, pero no podían hacer lo mismo con las mujeres. Nueve tías, una madre y una hermana. En total: once.
Yo esperé en la puerta, sentado en el suelo y pensando en mi plan para la noche soñada mientras escuchaba música en inglés que salía de la habitación de mi hermana Liz. Todo estaba listo en mi cabeza y pensé que este berrinche por los zapatos serviría para distraer la atención, todavía más, y pasar desapercibido.
—¿Aún estás aquí? —espetó ella al abrir la puerta. Estaba guapa.
—¿Tienes novio? —respondí con otra pregunta.
—Ojalá lo supiera. Además, ¿a ti que te importa?
Me encogí de hombros y fuimos hacia las escaleras.
—¡Espera! —le dije.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó.
—No te lo puedo decir.
—Se te da muy mal mentir, Justo.
Ella me dirigió una mirada similar a la de mamá, pero torciendo el morro, como si esperara a que yo dijera algo. Fue algo fugaz, segundos, pero noté que me quería.
—Liz… ¿tú sabrías guardar secretos para toda la vida? En las novelas hay personajes que no dicen lo que se les pasa por la cabeza a nadie. Y se quedan en secreto para siempre, quiero decir.
En otras circunstancias, yo, Justo Brightman, le habría contado todo a mi hermana Liz. Pero en aquel momento me di cuenta de que sería mejor dejarlo en una cuenta pendiente de hermanos. No estaba preparado, y aquella hermana arqueó las cejas poco dispuesta a seguir escuchándome. Más aún: empezó a bajar las escaleras.
Esperé unos segundos como si dejara escapar a los ciervos que buscan otro bosque más feliz lejos de los cazadores.
—¡Liz!
—¿Qué? —gritó desde abajo.
—Que te quiero mucho.
Liz Brightman resopló como si no supiera qué decir desde la planta de abajo. Era alta, de piel muy clara, con pecas a los dos lados de la nariz y unos preciosos ojos verdes idénticos a los de papá. Pero ella no valía para esas cosas, era imposible para los elogios, así que soltó una de las suyas como agradecimiento:
—… como la trucha al trucho.
Me sentí tan estúpido como de costumbre, pero yo sabía que del mismo modo que a mí me costaba decir piropos, a ella tampoco le salían espontáneamente. Pero la sola mención del «Te quiero» me sirvió de bálsamo aquella tarde. Me tumbé en la cama. Permanecí semiinconsciente durante unos minutos sin que pasaran por mi cabeza los quebraderos de las últimas horas. Desde la calle llegaba todavía la música. En el techo vi cómo los ciervos me sonreían agradecidos. «Lees demasiado a Julio Verne», pensé. Fueron esas fantasiosas imaginaciones las que me pusieron en pie de nuevo y activo. Saqué de mi caja forrada con fotos del Oeste mi amuleto para cambiar el rumbo de aquella noche, de aquella familia, de la vida.
Sonó el timbre de la entrada varias veces. No era nadie. Era la tía Visitación avisando a todos para que «arrancáramos de una vez».
—¿Qué has cogido de tu habitación?
—Cosas mías. No te importa.
Liz me miró con atención. Mosqueada. Pero como le daban igual mis cosas, hizo un gesto de desdén y bajamos las escaleras. Y ambos volvimos a mirarnos con una expresión que, más que nada, se parecía al resentimiento. Agradecí que nuestra relación fuera unas veces de hermanos y otras de amigos. En ese momento me venía bien que ella me dejara libre para actuar.
—¿Qué es? —insistió.
—Nada.
—¿Nada?
—Nada, ¿te lo repito? Na-da. Eres una cotilla —me envalentoné—. Y si es algo, es cosa mía. Es mi secreto.
—Leer demasiado al bobo de Julio Verne no te va a hacer vivir sus aventuras. ¿Lo sabes? No me vengas ahora de héroe —me contestó resabiada por el dolor y el peso de la incógnita.
La miré como si parara en ese momento el tiempo.
—Y tú te pintas mucho y no te lo digo. ¿Lo sabes?
Sus facciones juveniles y pecosas asomaban por debajo de su capa de colorete y pintalabios y pensé que podría ser la protagonista de Los hijos del capitán Grant.