Y DE PRONTO…
12 de agosto de 1981.
Los días siguientes me sentí feliz. Nadie me avisaba de nada, pero yo me daba cuenta de que aquel verano todo empezaba a ser distinto. ¿Su color preferido? ¿Su canción? ¿Su estación favorita? ¿Su comida? No había preguntado nada. No sabía nada. ¿Qué pasaría si salía Francesco y me pillaba dejando dulces, o si Simona y su constelación en la cara se los había comido sin decir nada? Cuando lo pensaba, temía que hubiera que volver a empezar. Simona comiendo en la entrada, sentada en el escalón, borrando mis corazones y zampándose los dulces. Mis dulces para Sofía. Empecé a saludarla con desdén para curarme en salud; sin embargo, ella sonreía desde el otro muro, gorda y con la Osa Mayor en la cara, complacida de mis buenos días. Pero… ¿y si Sofía estaba callando? ¿Había acertado con su plato favorito? ¿Esperaba ella que siguiera dejándolos para romper el hielo de una vez? ¿Los escondía? La vergüenza infinita de no estar consiguiendo mis resultados era superior a mis fuerzas. Pero no podía dejar de hacerlo. Era la forma que había elegido. Tal vez, ya todo estaba a punto de suceder.
Todos los días cogía algún trozo de tarta de las que hacía mamá, corría hasta la puerta y salía pitando. No tocaba el timbre, ni la campana que habían instalado junto al buzón. Tampoco me asomaba al interior de su casa por esa ventana vertical que tenía una reja en forma de hojas. Lo de llegar, dibujar con la tiza y dejar el regalo era ya una rutina aventurada. Me sentía como los protagonistas de las películas a los que persigue la policía pero no consiguen pillarlos, siempre dan esquinazo al saltar la tapia. Sólo son conscientes los espectadores de que está llegando a la libertad.
En fin.
De esas pequeñas excursiones regresaba a casa tan veloz como la respiración me permitía.
Mamá y mi hermana hablaban sentadas donde el sauce hacía sombra.
—¿Y dices que vendrán a cenar con nosotros los italianos?
—Sí, Liz. Como ellos nos invitaron, esta vez está bien que seamos nosotros los que les correspondamos.
—Pues a ver qué hacemos, mamá, porque ellos montaron un espectáculo con la música, las bombillas, las partituras…
—¿La cena?
Liz asintió con la cabeza. Era tan diferente la relación entre las dos desde hacía un tiempo que no se puede decir que tuviera celos de la nueva complicidad, pero confieso que sí estaba sorprendido. Y todo esto reafirmaba mi plan, aunque ya ni yo mismo me acordara.
—Estaría bien que nos ayudara la tía Visitación, sabe hacer mil cosas. Yo creo que ella lo soluciona sin plantearse ni siquiera…
Lanzó una sonora carcajada.
—¿Que venga mi hermana a ayudarnos? Huy, no. Déjate, déjate. Nosotros hacemos una cena normal, es verano. Mejor no pedir su ayuda.
Liz levantó la cabeza, que tenía apoyada en el sillón de mimbre blanco. Sonrió.
—Mejor que quede entre nosotros, ya. Te entiendo.
—Tampoco es nada especial, son los vecinos.
—Okey, mummy.
—A todos nos encantaría decir lo bien que nos llevamos con los vecinos, pero ya sabes cómo son en los pueblos. Sofía es un encanto, igual que tú, el señor Bertone es muy amable… Hacemos cena como corresponde y quedamos bien.
—Y nos divertimos. Podemos sacar música como hicieron ellos, ¿no? ¿Te parece?
Mamá asintió. Yo torcí el morro desde mi escondite, entre las hojas verdes. «Seguro que pone música inglesa, buff», me dije sin que me hicieran caso ni los gorriones que picoteaban migas de mi merienda ajenos a mi bufido.
—Ponemos tortilla de patata, una buena escalibada, empanadilla de atún y tomate…
—A mí se me ha ocurrido una cosa —dije, saliendo de entre las hojas.
—Mírale, qué forma de aparecer. Como los magos.
Mamá sonrió —yo sonrío hoy sentado junto a ella en Roma al recordarlo—, porque la escena de un niño abriendo las ramas del sauce llorón como una cortina de tiras verdes tenía mucho de entrada al escenario. Y así era, nuestras vidas tenían otra atmósfera.
—¿Cuándo cenamos?
—¿Qué se te ha ocurrido?
—Yo creo que…
—¿Sí?
Las miré a las dos mientras cortaban el pan en rodajas y lo untaban con tomate y ajo. ¿Qué es lo que quería decir? Un plan.
—Roma.
—¿Qué pasa con Roma?
—Esto… Que como los vecinos son de Roma, o de Italia…
—¿Ah, sí? ¿Que hagamos pasta? No me atrevo, ellos la hacen perfecta, yo sólo hago macarrones con tomate y atún.
—En el jardín, quería decir.
Roma, pasta, macarrones… Me estaba liando. Mi hermana me miraba conocedora de que en la cala había estado mirando el bañador de Sofía. Yo lo notaba. Creo que todavía se transparentaba en mis pupilas.
—¿Roma o el jardín? —preguntó mamá.
Roma. Roma. Roma. Quería hablar de la ciudad. De Roma. De instalar la ciudad en nuestro suelo. Me lancé a hablar:
—Tengo un plan.
—Tú y tus planes.
En ese instante Liz abrió el armario de encima del lavadero y vio que el porrón del aceite estaba vacío.
—Perdona, Justo. ¿Mamá, dónde está la garrafa? Para rellenarlo…
Mi madre dejó el cuchillo en el plato donde estaba colocando las rebanadas crujientes y se fue hacia la despensa. Suspiré y murmuré por lo bajini: «De momento, mis planes dan resultado». Después Liz, que sabía de alguna manera que el motor de aquella casa habitaba en mi pecho, me sonrió y secándose la boca con el revés de la mano dijo:
—Luego me cuentas y te ayudo.
—Me parece bien lo que decidas… —se oyó a mamá desde la despensa.
Mientras cocinaban y durante ese momento cómplice de madre e hija agitando cazuelas y ordenando trastos en la mesa, yo me pegué al cristal de la ventana para verlas. Al principio pasaban de mí porque estaban a lo suyo, organizando el nuevo día. «E-res-bo-bo», vocalizaba Liz cuando yo sacaba la lengua y hacía caras aplastado contra el vidrio. Mamá sonreía fingiendo que no nos veía a ninguno de los dos. «Y-tú-tam-bi-én», le contestaba. Estaba perdidamente enamorado. Liz lo sabía y hacía como que tocaba el piano en la encimera de la cocina parpadeando como una mariposa. «Bo-ba».
Era lo peor, yo ya no podía disimularlo. Me hallaba en ese estado de espera en el que el corazón se agita y se te sale del pecho y crees que todo el mundo lo nota y disimulas torpemente.
Hice un corazón como un conjuro. Eché vaho. Bastante, hasta que se empañó buena parte del cristal de la ventana. Dibujé con mi dedo un corazón, y, por primera vez, mamá, como si hubiera coleccionado mis corazones en su memoria, echó vaho desde el otro lado y dibujó otro sobre el mío.
—Un día te enamorarás y ya no harás corazones para mamá.
—Que sí.
—Te vas haciendo mayor. ¡Cómo pasa el tiempo!
—Yo creo que… ya es mayor —replicó Liz, golpeando los dedos en la madera. Yo di un bufido y corrí a la puerta. Al rato los corazones se evaporaron.
Miré hacia el desván. Allí estaba mi plan.
—Espera —dijo Liz.
Mi hermana me retuvo por la muñeca. Fue un gesto de complicidad, «Te acompaño». Liz sabía que yo estaba colado por Sofía, aunque no hubiéramos sacado el tema, del mismo modo que también habíamos silenciado el de su Ramón.
—Sé que para ti es importante que venga y el otro día en la playa apenas te dejé rato con ella —se disculpó.
—No es culpa tuya.
Me acompañó hasta la puerta que conduce a las escaleras del desván.
—A las chicas nos gusta que nos sorprendan.
—Ya.
—En el fondo todas queremos que venga un príncipe azul y nos enamore.
Asentí.
—¿Me escuchas? Si te gusta una chica, debes hacerle caso, pero no mucho. Así que mejor que hablaras poco en la playa… Así estoy segura de que se fijó. Los chicos debéis estar pero no estar. ¿Sabes? Los pesados no gustan. Nos fijamos en detalles.
—¿Como qué?
—Yo me fijé en Ramón cuando se tiró de cabeza desde la roca.
—Yo no sé tirarme de cabeza. Me da miedo. Lo sabes.
—No hace falta que todos hagáis lo mismo. A cada chica nos gusta una cosa.
—Y… ¿a Sofía?
—Hummmm. La señorita Bertone es italiana, toca el piano, es original, un poco excéntrica… Yo creo que algo más dulce.
Sonreí sin que se notara. Iba bien.
—Sofía debe de ser de esas chicas a las que no les importa que los hombres tengan los dientes separados.
—¡Liz!
—Jajaja. Bobo, lo digo para picarte.
—Hoy quiero impresionarla. Hoy voy a construir su paraíso.
—¿Qué pretendes?
—Nada, un golpe de efecto, como en las novelas de Julio Verne.
—¿Un golpe? ¡Qué se te habrá ocurrido! —explotó Liz mientras subíamos las escaleras—. ¡Te pareces a la tía Visi! ¡Quien arriesga gana! ¿Eh?
—Necesito tu ayuda para montarlo todo.
Iba lanzado, subiendo los escalones de dos en dos.
—¿Y mamá?
—A mamá le va a encantar también. ¿Me dejas tus revistas viejas?
—¿Para qué?
—¿Las necesitas todavía?
—Ya no. Lo que me gusta lo recorto. Lo sabes.
—Bueno, pues ahora me dejas lo que queda y me ayudas. Busca el hilo de pescar, lo tengo en el cajón de los cromos. Bajo la foto del abuelo.
—¿Pescar?
—Sólo nos hace falta el hilo. Voy cogiendo las revistas.
Diez minutos antes de la cena, mamá había dispuesto todo sobre la mesa de la terraza, sobre un mantel blanco que no había estrenado nunca. «¡Qué bonito!», dijo Liz. «Es de la abuela, siempre hay un día para estrenar las cosas, me lo regaló para…». Creo que era «para la boda» el final de aquella frase, pero a veces no hace falta terminarlas para entenderlas. Yo acabé de colgar la última guirnalda entre los árboles. Las viejas revistas de Liz, los Fotogramas, se habían convertido en decenas de barcos de papel que habíamos ido colgando entre las ramas con hilo de pescar invisible. Se movían con la brisa y parecía que todos estábamos bajo el mar, en veinte mil leguas de viaje submarino. Muchos barcos de papel de colores que flotaban y se balanceaban de un lado a otro.
—¿Te gusta?
—Justo… es precioso. Tan divertido…
—Hemos estado todo el rato haciendo barquitos de papel.
—«Sin nombre, sin patrón y sin bandera, navegando sin timón donde la corriente quiera…» —cantó mamá—. ¿Te acuerdas?
—Claro. Aventurero audaz.
—¡Canta!
—Me niego. Cantar no.
Nos dio un beso y se quedó en jarras mirando el jardín. «Lo habéis dejado precioso», dijo.
—Voy a arreglarme, estarán a punto de llegar.
Mamá entró en la casa en el mismo instante en el que Liz y yo descorríamos los telares en caballetes y los enganchábamos al suelo.
—Ven, corre, a por el otro.
—Van a llegar ya.
Liz arrastró el siguiente y entre los dos lo colgamos en el siguiente árbol.
—Justo —dijo—, cuánto pesa…
—Liz… Es sólo otro más.
—Vamos.
—Este es el que debe quedar aquí, en el centro. Ayuda.
—¿Todo va bien? —preguntó mamá desde las habitaciones, en el primer piso.
—Sííí —gritamos los dos—. Estamos colgando más barcos de papel.
—Tú y los barcos de papel.
—Tranquila, mamá.
Seguimos con lo nuestro. Arrastramos el siguiente telar y lo dejamos tras la mesa de la comida, como un escenario.
—¡Agarra bien este! —dijo Liz—. Perfecto.
—¿Cómo queda?
—¿Están todos?
En aquel instante, apareció mamá. Al pisar el jardín se quedó estupefacta.
—Bienvenida a Roma.
—Creo… creo que voy a morirme.
—¿Morirte? ¡No puede ser! Si la película empieza ahora.
Inmóvil sobre la acera, escrutaba todo el jardín. Intentaba hablar, pero sólo pudo emocionarse. «Justo, mi pequeño Justo…». Permaneció así un buen rato. Liz se sintió cómplice y por eso se lo agradecí apretándole fuerte la mano. «Gracias», murmuré. De pronto, nos pareció oír el ruido de la verja que se abría.
La vida está hecha para llenarla de decorados, para que todo sea más hermoso, ¿de qué sirve si no? Aquellos viejos telares para fotografías del abuelo donde habían sido retratados los vecinos del pueblo y que habían permanecido silenciados en el desván eran ahora el viaje a otro mundo, un nuevo escenario, una puerta a la felicidad.
Desde la entrada, justo por donde en ese momento entraban los vecinos, el mar del acantilado quedaba entre la Fontana di Trevi, el Coliseo, las columnas del Panteón, los toldos de viejos cafés, los empedrados…
—¡Bienvenidos! —grité.
No respondieron.
Francesco y Sofía se quedaron paralizados. Estaban en Roma. Mamá se encogió de hombros y sonrió tímidamente.
—Pero Teodora —arrancó a decir el señor Bertone—. Todo esto es…
—Todo esto es cosa de…
—De la magia.
Temblaba. Al aflojar la tensión, le cayó una lágrima que se retiró como si disimulara el calor de la tarde. Me di cuenta de que Sofía estaba alucinada. Naturalmente mi plan había saltado como un castillo de fuegos artificiales.
Padre e hija no se relajaron.
—¿Podemos verlo? —preguntó Francesco, acercándose a la Fontana di Trevi—. ¿Podemos verlo de cerca?
—Sí, claro.
Tanto uno como otra se habían quedado de piedra.
—Buff —resopló—. Esto es maravilloso. ¿Cómo lo habéis conseguido?
—Tened cuidado, lo hemos colgado de los árboles. Pero de las ramas fuertes.
Francesco me hizo un gesto de victoria con el pulgar. Yo correspondí como hacen en las películas. Era una especie de acto reflejo.
—Son de mi padre, era fotógrafo, tenía telares. Justo y Liz los volvieron a rescatar del desván… Ni sabíamos que seguían allí.
—A veces uno no se da cuenta de que hay otros mundos tan cerca, ¿verdad? —replicó Francesco.
Esa noche hubo una cena especial. Mamá sacó embutidos y tuvimos una charla de cine porque, en un momento de la noche, uno de los barcos de papel se desprendió del hilo y al desplegarlo apareció la figura de Ava Gardner.
El azar. ¿Qué dije yo? Nada. Fui el único que relacionó la casualidad cuando Francesco vio la foto.
—¡Se imagina lo que decían de esta mujer! ¡Tan bella! —Leyó—: «El amantísimo Sinatra picó el anzuelo. Los celos le transportaron en el primer vuelo a París y de allí, en bimotor-taxi, a Barcelona, acompañado del compositor Van Heusen. Los aduaneros barceloneses, comprensivos con el romántico crooner, toleraron sin más explicaciones la introducción del millonario obsequio prueba de un amor desenfrenado. Un collar que sirvió de onerosa pieza de convicción para el divorcio de Nancy Sinatra. Sucedieron unos días tormentosos. Al Lewin tuvo que apartar al torero para que Ava volviera al rodaje y precipitar la filmación de interiores en Londres. Pero el lanzamiento comercial de Pandora quedaba asegurado. Veinte años después, volvía al Hostal de la Gavina y a la playa de Sa Conca una nostálgica Ava».
—Hice un gesto con la cabeza para animar a Liz a hablar.
Liz desplegó otro barco de papel.
—¡Oficial y caballero!
Francesco no hizo caso, se había quedado leyendo el texto que hablaba de Ava Gardner.
—«La actriz reservó el más resplandeciente rostro de sí misma a los intrépidos reporteros que se presentaron en la torre de los Draper, en Tossa de Mar, la misma noche de la repentina llegada de Frank Sinatra. En un santiamén, los flashes de Pérez de Rozas y de Valls, disparados a mansalva, iluminaron el marco de la ventana a la que, de improviso, se asomaba el alegre y desafiante busto de la actriz ostentando un fabuloso collar de esmeraldas…».
—¡Guau! ¡Qué maravilla! Ava Gardner estuvo en esta costa…
—Muy cerca de aquí.
—Debió de ser un escándalo su llegada.
Esperé la respuesta de mamá con la misma ansiedad de aquella tarde de junio, y de pronto ella contestó relajadamente:
—Me queda muy lejos. Aquello es de los cincuenta. Sé lo que ha salido en la prensa y lo que han venido contando los vecinos.
—¿Nunca regresó? —insistió Francesco—. ¿Volvió a Calabella alguna vez más?
Hubo un silencio de esos en los que se oye como desdoblas un papel.
Yo cogí otro de los barcos.
—¿Y este, mamá? ¿Cojo este? —pregunté, levantando el brazo hacia una de las guirnaldas.
—Veamos, coge… A ver… ¡ese!
—No, ese no. El otro.
Liz estiró el brazo para ser la primera en desplegar el barco de papel. Yo me había puesto muy nervioso, pero no podía contagiar a nadie, menos a mamá.
—¡Oh! ¡Blade Runner! ¡Qué ganas de verla! —gritó mi hermana.
—¿No la has visto?
—No ha llegado todavía aquí.
—¿Cogemos otro?
—¡Ese! —dijo mamá.
Al desplegar la hoja entera vimos una fotografía de El lago azul y por la otra cara el cartel de En algún lugar del tiempo.
—Suena bonita. ¿De quién es?
—Reeve. Christopher Reeve, el de Superman, con Jane Seymour.
—Qué guapos.
Yo miré a Sofía, no me di cuenta qué hicieron los demás. Ella también tenía el pelo largo y se sentaba con las manos agarradas en las rodillas.
Así fue como estuvimos deshaciendo los barcos de papel que había hecho por la tarde, uno tras otro, como una piñata de sorpresas, descubriendo actores y títulos de películas que había que adivinar mediante mímica delante de uno de los telares, el de la Fontana di Trevi. Parecía extraño, pero, de pronto, nuestras vidas, tan ajenas, tan diferentes, tan llenas de turbaciones, parecían la misma. Como si todos hubiéramos vivido siempre bajo barcos de papel, en un mundo submarino ajeno a la superficie de los desasosiegos de la vida de aquellas dos familias desconocidas.
—Una película más y a dormir.
—No, mamá, ahora que acierto…
—¡Era fácil, Justo! —dijo mi hermana.
—El resplandor. Con levantar la mano…
—Tampoco era difícil la tuya, Superman…
—Parad, chicos. Que ya es hora de dormir.
Yo tenía sueño, pero cuando vas ganando, no quieres cerrar los ojos. Al revés que en los sueños, que no quieres abrirlos.
Francesco se levantó de la butaca y respondió:
—Vale, no hay discusión. Ha ganado Justo. Eso es la suerte. Juega con nosotros y nosotros hemos jugado con ella.
Mi rostro se iluminó.
—Sofía, di buenas noches y ve a casa mientras ayudo a Teodora.
—¿Cómo que ayudas? No importa, lo recojo mañana.
—No, no. Son cinco minutos.
—Yo me quedaría un rato también.
—Sofía, mañana más. Si quieres y ellos quieren.
—No es tan tarde. Hay luz.
—Hay luna, Sofía.
—¡Oh, vaya, por favor! Hay luna doble.
—¿Cómo que doble?
—Porque se refleja en el mar. Me encanta.
—A mí también —dije yo, acostumbrado a contemplarla, pero sin ser hasta ese momento consciente de lo bello que era verla doble.
—Me encantaría nadar hasta el reflejo. Siempre soñé que allí será como tocarla.
—¡Ay, Sofía! Nunca la encontrarías. La luna no se deja.
Mientras Sofía caminaba hacia su casa por el lado abierto del muro que nos separaba, Liz y yo enrollamos los telares que empezaban a moverse como las velas de los barcos. Los fuimos metiendo en casa para que no volaran.
—Tanto tiempo escondidos, deben de estar contentos por lo de hoy —dije.
—Son telares, no personas.
—Bueno, pero el abuelo se alegraría de que los volvamos a usar.
—Eso sí. Has tenido buena idea. Al final no parecía ni que estábamos en casa.
—Un día —dije—, me gustaría conocer Roma. ¿Imaginas? Viajar a Roma, viajar mucho, dar la vuelta al mundo.
—Si lo sueñas… —se oyó decir a mi madre a mi espalda, que entraba con platos—. Soñar debería ser asignatura, somos, si somos persistentes, lo que soñamos.
—¿Eso quién lo ha dicho?
—Yo lo acabo de decir.
—Pues eso me gustaría ser de mayor: fotógrafo del mundo.
Mamá no respondió nada y hoy entiendo aquella mirada. Las madres mueren un poco cuando empiezan a ver que soñamos con irnos y supo aquella noche que yo, un día, cumpliría mi anhelo. Me miró y sólo me dijo: «Serás lo que quieras ser».
Y en esa playa de luna doble en la que habíamos estado desplegando barcos de papel entre dos equipos, italianos y españoles, se debió firmar mi deseo.
—Tengo sueño.
—Va, subid ya a la cama. Ahora subo yo, termino en un momento.
—Buenas noches, Francesco —dijimos a coro Liz y yo.
—Buonanotte, ragazzi.
El señor Bertone y mamá acabaron de recoger las mesas.
—La noche está preciosa —dijo sentándose en una de las sillas desordenadas. Mamá acercó otra y se dejó caer cansada.
—Sofía, su hija, es una niña maravillosa.
—Sus hijos también. Sobre todo Justo, tiene luz. No le hace falta ni ir a clase, tiene genética. Se nota.
—Y tampoco le gusta ir.
—Lo habrá heredado…
—De mi padre será. Hoy he tenido la sensación de que mi padre enrollaba y desenrollaba telares. Ha sido como verle a él.
—Soñamos con nuestros hijos y al final son lo que el destino quiere.
—Me conformo con que sea feliz.
—Debería ser obligatorio serlo. ¿Cómo ha dicho antes?
—¿Cuándo?
—La oí al entrar en la cocina…
—Ah, se refiere a los sueños. Hablaba con Justo de su futuro…
—Sí, eso era. ¿Cómo era la frase?
—«Soñar debería ser asignatura —repitió mamá—. Somos, si somos persistentes, lo que soñamos». Lo leí una vez bajo un cuadro de una chica. Recuerdo que era una bailarina de azul que me recordaba a mí. Creo que podría buscarlo si fuera de las que ordenan las fotografías, pero soy un desastre. Tengo todo en cajas. Ahí me pasa como a mi hijo.
—Jaja. A mí me sucede igual con Sofía, quiero que se parezca a su abuelo, fue director, y temo que soy yo el que se parece a ella. Se pasa la vida improvisando, toca el piano de forma impulsiva, por emoción más que por técnica. Y tiene la suerte, no quiero decir suerte, tiene la…
—Magia.
—Será eso. Magia. Tiene la «magia» para que entre tantas horas sentada al piano, sin querer repetir las partituras y siendo ella misma…, ¡chas!, le aparezca el hechizo, es fascinante. Yo intentando que tenga orden, que aprenda y que sea disciplinada para llegar a la perfección y es ella la que llega por gracia.
Mamá echó lo último que quedaba de vino en su copa.
—¿Voy a por otra?
—No creo que deba beber más. Además, es tarde, los niños ya han subido a la cama.
—Los niños están bien. Y aquí se está bien.
Francesco aprovechó que mamá que había quedado mirando el mar para ir a su casa. Volvió con una botella fría y mientras la descorchaba miró directamente a los ojos de mamá.
—¿Quién es usted, señora Brightman? Hábleme un poco. Tengo curiosidad por saber más.
—Casi prefiero Fedora. Y más a estas alturas de mi vida…
—Fedora… Cuénteme.
Le habló de su vida: había estudiado magisterio, no se podía hacer otra cosa en 1957, era la única opción después de ir al colegio o aprender a bordar a máquina y el inevitable corte y confección, por tener alguna salida en aquellos años grises de tela y de sabor. La habían «invitado» a hacer servicio social, a pesar de no saber ni qué significaba. Algo tan improductivo como estar dos horas por la tarde en la casa de la Falange, un precioso palacio lleno de escaleras, en la que los chicos jugaban al futbolín y ellas cosían dobladillos, ojales y aprendían normas de educación de la época. Alguna de sus amigas se había ido de monitora a Piles en verano y había vuelto sabiendo poner los cubiertos en orden. Allí habían traído mujeres de África, chicas que habían estudiado en España, y volvían a hacer estos cursos de hogar junto con las españolas.
Luego vino la Sección Femenina, con una disciplina bárbara, era 1966, donde mamá —explicaba— viajó a Lourdes, Bayona, Biarritz, Hendaya, San Juan de Luz… «No había sol, lo recuerdo como si fuera hoy, todos los días amanecían grises, uno tras otro, paradójicamente sin luz, aunque nos parecía absolutamente divertido: eran viajes en tren, largos y cargados de chicas aprendiendo a ser mujeres de la época… Cantábamos para pasar las horas y hablábamos de chicos que habíamos visto en las terrazas de Biarritz. En la frontera de Irún nos dio por cantar el Porompompero, ¿la conoces?».
Asintió Francesco, apoyado con los codos en el muro con una medio sonrisa. Ella, relajada, siguió contando su vida. Y yo escuchando a una madre-mujer desconocida.
—¿Dónde vivió Pío Baroja? ¿Cuál era el nombre de aquella ciudad? No lo recuerdo… Bueno, da igual. No es lo importante. Pues fue allí donde nos quedamos a dormir en un albergue. Una casa enorme rodeada de árboles, el norte es así, deberías conocerlo, precioso, y aquel lugar tenía unas vistas maravillosas. Yo misma hice unas fotos con una cámara que había cogido de papá. Me debería acordar, pero estas cabezas… y tanto tiempo. Y también hice dibujos… Había algo ingenuo en aquellas tardes del albergue en las que enterrábamos posibilidades de ser libres porque nos enseñaban a ser mujer como único futuro. Pero eres joven y no te das cuenta, porque nada te importa más en esos días que disfrutar y buscar motivos para sonreír.
Más tarde vino un curso de tres meses en Segovia, «más pesado, lleno de horarios y de tablas de gimnasia», insistió mamá.
—Aquel día en Segovia acabamos vomitando todas. Habíamos bebido demasiado vino y ninguna se había acordado de comer. Sólo recuerdo la flor verde que llevaba en la cabeza para animar aquel uniforme azul y gris.
Francesco sonreía.
—¡Qué despropósito de día! —siguió mamá—. Luego vino otra vida.
Hubo un silencio.
El señor Bertone abrió mucho los ojos para animarla a seguir hablando, como si ese gesto fuese un faro para iluminar los recuerdos de mamá que se habían quedado paralizados en ese momento.
—Me gusta que comparta sus recuerdos —le dijo.
Mamá se preguntó si debía seguir hablando. Y los ojos del italiano sonrieron.
—Luego llegaron los niños. Bueno, llegó Justo. Porque con Justo llegó al mismo tiempo Liz, Elisabeth. Ya ve, el primer parto de la historia con niños de diferente edad y, si con Justo no hubiera habido complicaciones, habrían llegado más.
Él no entendió muy bien de qué estaba hablando mamá en ese momento.
—Mi marido… Nos conocimos cuando él vino aquí de turismo. No sabía que estaba separado ni que tenía una niña, ni siquiera sabía que todo se torcería tan pronto. Yo me enamoré y me quedé embarazada.
—¿Cómo era él?
—Un poco más alto que yo, delgado, rubio… irlandés. Un hombre irlandés. A mí me gustaba. Me gustaba mucho. Me volví loca. Pero esas locuras no pesan en el recuerdo… al contrario, sirven para dulcificar los días que vinieron después. Al principio le encantaba cantar en el puerto, era un bohemio de esos que se achispan con cerveza, pero que con el tiempo empezó a tener poca gracia, ninguna gracia.
—Entiendo.
—No, estas cosas no se entienden. Ni siquiera entiendo cómo me fui apagando yo. Tenía luz, ¿sabe? Lo decía mi madre. «Eres la más guapa de todas, tienes magia, la vida tiene que tratarte bien».
—Murió.
—Un accidente. Por eso nos vinimos a esta casa. Es bonita, ¿verdad?
Ahí cambió el tono de mamá, incluso pidió que Francesco le echara un poco más de vino en el vaso.
—Hablemos de otra cosa. Le estaré aburriendo… Después de mí, le toca hablar de usted.
Escuché agazapado en la ventana sin rechistar.
—Mientras recorrías esos lugares: Hendaya, Biarritz, Lourdes… Yo estaba en un internado en Suiza, un internado musical. Papá era director de orquesta, mamá era violonchelista, así se conocieron… mirándose, y por eso el pequeño Francesco tuvo que aprender música, como todos mis hermanos. La música ha sido el eje de mi vida.
—Por eso quiere que sea el de su hija.
—El amor que nos faltó a ambos cuando se fue ella no lo suple la música.
—¿Ella?
—Mi mujer, su madre. Yo me dediqué a componer para las emisoras de radio, publicidades, canciones… Y mi pequeña tiene un oído especial. Sofía será grande.
—Al final proyectamos en los hijos nuestras carencias, supongo.
—¿Qué le hubiera gustado ser a usted?
—Hace rato que nos hablamos de tú.
—Entienda, soy italiano, me pierdo.
—Ya… Pues, ¿sabes que nunca he aspirado a ser nada? Tal vez profesora. Profesora de literatura. Me encanta leer. Me escondo entre los libros. Leo mucho. Había hecho el bachiller y debía haber hecho algo más que magisterio. Mis amigas lo hicieron. Yo me quedé bordando…
—¿Sigue bordando?
—Oh, no. No me trae buenos recuerdos. Algunos placeres cuando son obligados se convierten en martirios. Y así fue. Nada me gusta más ahora que perder el tiempo… aquí en el jardín. Sin hacer nada.
—Yo la veo leer.
—Bueno, sí. Es para evadirme. Me relaja. Pero… cuénteme, cuéntame. La vida italiana, ¿cómo fue?
Le contó que había nacido en 1940 en Brindisi, al sur de Italia. Pero que se instalaron en Roma cuando a su padre lo nombraron director de orquesta. Tres hermanos. Infancia en un piso enorme cercano a las Quattro Fontane. Todo absolutamente normal. Mamá, Lucia, siempre ensayando. Una chica en la cocina que cocinaba la mejor pasta del mundo. Misa de domingo. Paseos. Música que llenaba los pasillos. Estanterías con discos. Partituras en blanco. Olor a pasta hervida con mucho queso…
—¡Ya me acuerdo!
—¿El qué?
—El albergue de antes. Acaba de venirme a la cabeza… El albergue en el que vivimos aquella libertad momentánea estaba en Vera de Bidasoa. Le dije que no me acordaba de su nombre, era…
Se besaron.
Lo vimos desde la ventana. En silencio. Y también se hizo el silencio en el jardín que estaba plagado de barcos de papel hechos y deshechos. No hubo más palabras y tampoco me atreví a seguir mirando. Paseé la mirada por las estrellas encendidas del techo de la habitación de mi hermana para evitar las que había en el exterior de aquella noche. No se me ocurría cómo volver la mirada a la ventana por pudor. Liz hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y amagó una sonrisa de felicidad. Yo me noté las costillas con la respiración y el corazón pegado a la piel como si me lo fueran a dibujar con vapor. Estábamos callados. Fuera de nuestra respiración, entre el sauce llorón y el límite del acantilado de aquel lugar del Mediterráneo, estaba la de Francesco y mamá haciendo común su destino.
Liz cerró las cortinas, como quien pone fin a una obra con el telón, y se volvió, sonriente, hacia mí. No se nos ocurría cómo empezar a hablar de aquello que estaba pasando en el jardín.
—Qué noche más rara, ¿verdad, Justo? —cuchicheamos agazapados bajo la ventana de la habitación.
No pude responder.
Eran las dos de la madrugada. Francesco había encontrado a su Fedora y mamá a su conde Loris, su Caruso. La tía Visitación tenía razón, había siempre un éxito a la vuelta de la esquina, una canción, incluso un dulce para celebrar. ¿Cuántas veces eres dueño de tus decisiones? ¿Por qué esquivar el amor si aparece?
Liz y yo bebimos palabras en silencio.
—¿Tú crees…? ¿Crees que mamá…? —pregunté antes de volver a mi cuarto. Y no era una pregunta retórica.
Liz no respondió. En lugar de eso me miró, buscando en la oscuridad mi complicidad. Alargó su mano para que me quedara con ella.
—Sí, Justo. Ya ves que sí.
Esa noche se me juntaron todas las constelaciones. Era una certeza. Una certeza que resultaba conmovedora: aquella noche de San Juan parecía que se cerraba hoy. Como si mi plan y el plan que rigen las estrellas de forma voluntaria se hubieran aliado con nosotros.