LONDRES
En ese mismo instante en el que Sofía aparecía en la conversación entre Francesco y Justo un gato arañaba la ventana del 36 de Ladbroke Grove. Un edificio vainilla de tres plantas situado frente a una solitaria iglesia rodeada de árboles, en la parte residencial de Notting Hill, fuera del bullicio turístico. La mujer que subía las escaleras del portal iba peinada con una trenza larga que llegaba a media espalda, los brazos pegados al cuerpo por el peso de la compra parecían largos y cansados y silbaba una melodía antigua. Una descripción completa de esta escena sería decir que la música que salía de sus labios era una de las Gymnopédies de Satie, pero eso era inapreciable en ese momento para la escasa gente que un 14 de febrero, con catorce grados centígrados y un setenta y cuatro por ciento de humedad, paseaban por la arboleda de Ladbroke.
Sofía dejó las dos bolsas en el suelo y rebuscó las llaves en su bolso, uno que como una bandolera cruzaba su pecho y espalda en diagonal. Antes de sacar el llavero, la puerta se abrió y el gato que antes arañaba los cristales de la entreplanta se le pegó a los pies. Ahí fue cuando se dio cuenta de que en el bordillo de los escalones había un corazón de tiza.
Sofía sonrió pensando en su hijo.
—Peter, ¡Peter!
En cuanto a Peter, era un niño de doce años que había creado muchas dificultades en el colegio desde que entró en la guardería. Un niño con problemas de concentración y que sólo se quedaba quieto al dormir. El psicólogo del colegio le había aconsejado a Sofía que lo apuntara a todas las actividades extraescolares posibles para, literalmente, «agotar al menor y que tenga la cabeza ocupada». Por supuesto, el chico no tenía intención de cumplir horarios ni asistir a esgrima, clases de italiano, pintura, piano y boxeo. Nadie, pues, estaba en condiciones de amaestrar a ese Peter más que un gato y una madre que, lejos de sentirse desgraciada por la soledad, disfrutaba hablando con su hijo de películas de terror y fantasmas ingleses. Michael parecía el marido perfecto. Sin embargo, no lo fue. Lo imaginaba cuando, en la consulta del ginecólogo para certificar el embarazo, él encendió un cigarrillo como respuesta a la sonrisa que vino tras el positivo de Sofía. Le retiró la palabra durante las primeras semanas y el hueco que crea el silencio en una pareja que busca caminos diferentes se convirtió en inspiración musical para ella. Papá tenía razón, cuando el sí es sí, no hay dudas. No hubo dudas, ni drama. El disgusto podía haberle sobrevenido en forma de crisis a las semanas de la confirmación del embarazo, pero ella optó por Peter.
—Peter, como Peter Pan.
Durante los primeros meses de embarazo, el único problema fue tocar el piano de lado. La barriga del futuro rebelde crecía tanto como sus pechos. Optó por andar desnuda por la casa, libre, ajena a las ventanas abiertas que desde la calle eran el escenario de una mujer feliz, embarazada y desnuda.
Peter Pan era igual que ella. Mejor, se dijo. Técnicamente no había que explicar quién era el padre ni era de las que daba explicaciones. La genética, a veces, juega a favor. Por eso le puso al gato el nombre de Daddy. Aquella presencia animal era el sustitutivo de muchas carencias masculinas que en otros momentos de su vida habían sido necesarias, ya no. Sofía aclaraba siempre que ser madre soltera era lo mejor que le podía haber pasado, porque era libre de amar, de tener sexo esporádico con algún músico de la orquesta o de dormir junto a su hijo en las noches en las que el exceso de niebla convertían Londres en uno de esos cuentos de terror que tanto les gustaban a los dos.
Y así fue.
Peter ya tenía doce años y era fuerte.
—¿Por qué no me has dicho que te acompañara al supermercado?
—Estabas leyendo, ¡para una vez que te pones!
—Por fin he encontrado un autor que me gusta.
—Ya te he visto. Stephen King. Luego no te vengas a mi cama, que Peter Pan ya se está haciendo mayor.
—Iré a contártelo. Y a que te cagues de miedo.
—¿Miedo yo? Anda, coge una de las bolsas.
El gato, de la misma edad que Peter, agasajó la bienvenida con su cola y pasó el primero al interior como dueño y señor de la casa. Daddy cruzó la entrada con una vitalidad envidiable para su edad porque había olido su comida en una de las bolsas del supermercado.
—¿Los has hecho tú?
—¿El qué?
—Los corazones de tiza.
—Bah, mamá, ¿a ti qué te importa?
—Nada, nada, nada. Sólo los he visto. Me ha… —Sofía iba a decir «me ha recordado», pero concluyó—: …me ha parecido ver a una chica que te acompaña cuando sales del colegio.
—Pero si vengo en autobús. ¿Qué dices?
Peter Pan volaba por encima de los tejados, escapaba de las ventanas con el pijama y vivía con los niños perdidos en Nunca Jamás, entre piratas, indios y hadas. El hijo de Sofía tampoco quería crecer y se dejaba querer por una de las chicas de clase que vivía en la misma avenida y que también amaba las historias de terror, en su caso a escondidas, porque su airada madre decía que no eran cosas para niños de esa edad. Y eso era lo que hacían, sentarse en los escalones de la puerta del 36 de Ladbroke Grove, donde unas veces esperaba Peter, otras Anna, para compartir miedos y libros.
—Así que esto no lo has dibujado tú.
—No.
—Vale, vale.
—Bueno, sí. Lo he dibujado yo.
¿Heredamos estados de ánimo de la misma forma que se heredan los ojos, las sonrisas? Sofía ni siquiera sabía qué decir, pero sonreía al ver que la vida juega con nosotros como figuras de parchís o personajes de novela inacabada. Ella, que nunca vio los suyos como una invitación a amar, olvidó que amar también era posible desde los pequeños gestos.
El portazo de la hija de Francesco con el pie mientras dejaban el corazón fuera sonó en sus recuerdos.
El viaje desde la casa del acantilado a Roma fue lo más parecido a una vuelta al exilio. Para Justo y Liz era la aventura más apasionante de sus vidas: vivir en lo que la televisión llamaba Ciudad Eterna. Para Sofía fue perder de vista el mar y los sueños de ser sirena en aquellas aguas azules de la Costa Brava. Volver. Una tarde, Francesco los sentó frente al mar, en la mesa que había junto al sauce llorón de la casa de Teo. Había decidido improvisar la conversación que ella y él habían mantenido en uno de sus paseos. La tía Visi ya lo sospechaba, y por eso fue la primera en enterarse, de modo que fui avisado de que aquella tarde algo nuevo iba a pasar. Había intentado sonsacarle el porqué del misterio e insistí en si serían buenas noticias o malas.
—Buenas para ti, malas para mí. —Y como lo dijo con una sonrisa, nada me hizo temer—. Vas a hacer lo que no pudo hacer el abuelo: viajar por todo el mundo.
Sonreí. Y al ver que sonreía, la tía Visi esbozó también una sonrisa con melancolía. Supe que aquella iba a ser una de las últimas veces que íbamos a despedirnos así. Los siguientes días se desencadenó todo el jaleo. «La viuda del irlandés se casa con el italiano». «Apenas han pasado ni dos años de su muerte». «Estaba tan sola con sus hijos…». «El italiano dicen que estaba todas las tardes en su casa». «La hija es de una relación anterior». «Los dos son viudos». «No creo que se casen aquí». «Dicen que se van».
—Vuestra madre y yo hemos pensado casarnos.
Sofía se volvió hacia mí y yo hacia mi hermana. Los tres nos miramos.
—Por supuesto que esto significa un cambio —dijo él mientras mamá echaba chispas de felicidad y temblores.
—¿Y dónde vamos a vivir? —soltó Liz—. Aquí o ahí.
—¡Oh! Lo sospecho —dijo Sofía.
Francesco, mirándola a ella y sin soltar la mano de mamá, contestó:
—Allí, volvemos. Le he propuesto a Teo que viaje conmigo, todos, a Roma. Tengo un nuevo trabajo allí y a ella le parece bien. Pero antes queríamos comunicároslo a vosotros.
—¿Otra vez? —gruñó Sofía, levantándose enfadada y huyendo hasta la playa.
—¿Voy a por ella? —pregunté.
—No, déjala. Necesita respirar. Para ella es regresar.
Para nosotros, para Liz y para mí, era como si atravesáramos uno de los telares. Nos íbamos a Roma a vivir. Y lo de la boda, por supuesto, había pasado a segundo plano. Ya sabíamos que se querían desde la noche de los barcos de papel. Aun así, mi hermana tomó la iniciativa.
—¿Lo saben las tías?
Mamá explicó que todo eso vendría después de ese momento, cuando nosotros hubiéramos conocido la buena nueva.
—¿Cuándo nos vamos?
—Cuando todo esté listo.
—¿Y eso cuándo es?
—Será más pronto que tarde.
Liz era de natural impaciente y yo también. Así que en ese momento pusimos nuestros relojes en hora al cruzar la mirada. El acantilado podía tener todo el mar frente a nuestros ojos, pero en ese instante iba a pasar lo mejor: lo íbamos a cruzar. Y ese, por supuesto, era el mejor aliciente para una hermana con ganas de moverse y un lector de novelas de Julio Verne como yo.
Francesco nos dejó con mamá mientras iba a buscar a Sofía. De lo que ellos hablaron no puedo dar cuenta en esta historia porque sólo se enteró la playa.
Cualquiera habría podido decir que más que una noticia de boda nos habían hecho el regalo de nuestras vidas. Las cosas buenas llegan cuando tienen que llegar y allí, en el pueblo, Francesco ya era fruto de todo tipo de comentarios con respecto a la relación con mamá. Las tías, sobre todo Isolina, María Montaña y Esperanza, andaban disimulando los rumores como podían y sorteaban los comentarios quedándose en casa. Mamá entendió que su vida ya no tenía sentido en aquel lugar. París fue Roma.
Tal vez aquel día Sofía empezó a amar a los gatos y se hizo huraña con el resto del mundo. Empezó a atarse el pelo con trenza y a hablar, otra vez, en italiano.
—¿Estás enamorado, Peter? —intervino mientras dejaba las bolsas de la compra en la bancada de la cocina que daba al jardín posterior de Ladbroke Grove.
—Mamá, ¿qué diablos me dices? Me parece de niñas. Además, ¿dónde has puesto la crema de avellanas? No la encuentro.
—Busca bien. He traído dos frascos. Y bien… no me lo vas a decir. Pensaba que éramos amigos y que nos contábamos todo.
—Eres mi madre.
—Eso significa que sí.
—¿Que sí qué?
—Que sí que te gusta esa chica de la que hablas, la de las historias de miedo.
—Bah. Paparruchas.
—¿También lee a Stephen King?
—Jo, mamá… Vas a seguir por ahí. Es una compañera de clase, es vecina y encima tenemos la misma parada de autobús, siempre bajamos juntos.
—¿Juntos?
—Quiero decir a la vez… Compartimos eso.
Sofía estaba ordenando toda la compra en los armarios y recondujo la situación al ver que su hijo estaba iluminado por esa angustia que da el ver que se transparenta el enamoramiento por la piel.
—Por suerte, he traído otro frasco de crema de avellanas. —Sofía le dedicó una mirada de fingido enfado al ver que metía el dedo en el dulce—. Por cierto, Peter, deberíamos ir esta semana al cine. Hace bastante que no vamos juntos. Mira el periódico y elige algo de la cartelera.
—Me parece bien.
Peter parecía dispuesto a buscar en la lista de los cines del diario cuando de pronto giró la conversación hacia su madre.
—Bueno, ¿y tú? ¿Has estado enamorada? Tampoco es que me cuentes todo.
—Pero si has conocido a los chicos que han venido a casa. Westley y Oscar.
Se sintió completamente estúpida al meter un dedo en el frasco que estaba abierto. Habría querido quedarse con alguno de los dos, pero cuando dejaba de estar emocionada era incapaz de seguir con la relación. Ni el bueno de Westley ni el apasionado de Oscar habían rellenado los requisitos de su formulario emocional. Y del mismo modo que echó de menos a Westley cuando estaba con Oscar, echó de menos a Oscar cuando volvió a cruzarse con Westley. Cogió dos cucharas del cajón de la cocina y le dijo a Peter que dejara de meter el dedo. «Parecemos niños».
—Los recuerdo: un pesado de los coches que chasqueaba los dedos para echar a Daddy del sofá y un raro que venía cargado con el violonchelo y que siempre me quitaba el sitio o apagaba el televisor. ¡Pesados! Buff… Me refiero a cuando eras como yo.
—Bueno, todos tenemos un comienzo. Un primer amor.
Sofía abrió el frigorífico y sintió que se le congelaba la voz. Dejó la carne en el primer estante y las verduras en el cajón inferior. «Toma», le dio una de las manzanas a su hijo.
—No sabría por dónde empezar.
—Tampoco me cuentes todo. Sólo quería saberlo. ¿Cómo se llamaba?
—Oh, Dios mío, ha pasado tanto tiempo…
Sofía miró a su hijo y vio las tardes de mar en sus ojos azules. Azul imposible. Azul turquesa. Azul mediterráneo. Confesión interior: yo una vez estuve enamorada de unos ojos azules y la culpa la tiene el mar.
—Se llamaba Justo. Justo Brightman.
—Qué difícil de pronunciar. Huuuussto, Juuusto. Al menos el apellido es fácil…
El pequeño Peter, el Peter Pan de Sofía, cogió de nuevo el frasco de crema de avellanas para untarse una rebanada de pan. Tenía hambre. Le gustaba cuando llevaba unas horas en la nevera y cogía consistencia, ahora estaba demasiado cremosa. Aun así era un goloso. Estuvo repitiendo el nombre varias veces: «Husto, Justo… Juusto». Es imposible, dijo con su acento británico.
—Vaya, si hubiese sabido eso, no te lo habría dicho —dijo Sofía, saliendo de la cocina.
—Mamá, ¿y cuándo fue eso? ¿Cuando estabas en España? ¿Ese chico sigue viviendo allí…? ¿Era de tu colegio? Bueno, ya no será un chico. Será mayor. ¿Y por qué se apellidaba Brightman?
Pero Sofía ya no le escuchaba. Había salido al pasillo directa a la puerta de la calle. Ni siquiera se dio cuenta de que Daddy la seguía como si oliera sus pensamientos. Ese sexto sentido de los animales se parece demasiado al de algunas personas. Cuando llegaron a Roma ella estaba cerca de la mayoría de edad y empezó a salir por la mañana, por la tarde y por la noche. Justo y Liz, más hermanos que nunca, decidieron conocer la ciudad de la mano de sus nuevos padres como si fueran turistas. Francesco era popular en todos los teatros y ambientes musicales, así que pronto hablaron italiano perfectamente y se integraron en la vida romana como si nunca antes hubieran vivido al otro lado del mar.
«Fue culpa mía —pensó Sofía—. Necesitaba rebelarme contra todo lo que significaba volver a la ciudad de mamá». Y Justo se quedó como aquel primer amour fou de verano en el que se prometieron vida eterna, viajes por todo el mundo y sexo en todos los rincones. Fue la primera vez para los dos. Una noche, un mes antes de iniciar el viaje hacia la boda romana de Teodora y Francesco, cuando en el pueblo ya todos sabían de su partida y las tías habían llenado innumerables cajas con sábanas y obsequios que ellas consideraban necesarios, sucedió. Se habían quedado charlando en el muro que separaba las casas y que ya unía corazones y vidas. «Ten cuidado con los escalones, apenas se ve para bajar hacia la playa». «Hay luna, no veo del todo mal». «¿Has visto cómo se refleja en el mar? Parece de plata». «Me gustaría bañarme». «Pero no hemos bajado toalla, ni ropa de baño, nos van a reñir». «Nadie sabe que hemos bajado. Nos dará tiempo a secarnos». A pesar de que había un coqueteo en las pausas y ambos jugaban a responder con la cadencia de la tontería que provoca la seducción, tardaron en besarse. Fue al verse desnudos cuando, ya con los pies en el agua, se giraron el uno hacia el otro y se fundieron en un beso. Justo y Sofía habrían querido hacer el amor siempre en el desván, donde los telares, pero aquella vez pasó allí. Torpemente y sin acierto. Atropellados y enredados en piedras y besos. Así se buscaron entre la piel, con las manos y las bocas, sudando por la prisa y el miedo, con la única dirección que marcaba el sonido de las olas.
Y mientras el pequeño Peter untaba la tostada, en un restaurante de Roma, Mario, preparaban la mesa para celebrar los setenta y cinco años de Teodora con un cubierto menos. Aunque Francesco había insistido en que estuviera acompañándolos en la celebración, telefónicamente y vía mail, ella optó por dejar el recuerdo tal y como permanecía en su memoria. «Tengo muchísimo trabajo, papá, dos conciertos y una masterclass en Liverpool», le contestó. Mentía. Sofía hubiese querido estar para poder volver a ver a aquel chaval con el que empezó a vivir. Sin embargo, era consciente de que su presencia allí alteraría el orden de los corazones. No todo el mundo está capacitado para volver a ver a aquel a quien amó y relegó después a un álbum de fotos de vete a saber en qué lugar de algún armario. Ella, al menos, no.
Los ojos se le llenaron de lágrimas y mientras en la cocina Peter seguía jugando con la pronunciación y comiendo crema con los dedos, ella pegó la cara al cristal de la puerta del 36 de Ladbroke Grove. Abrió la puerta, ese maldito cielo de Londres que fotografiaban los turistas de Notting Hill no tenía ni la delicadeza de recordar el color azul más que de vez en cuando. Al ir a agacharse para tocar la tiza con sus dedos para recorrer la línea, notó cómo empezaba a mojarse la cabeza. Resulta imposible dudar del olvido. Incluso resulta imposible dudar de su venganza. Sofía no recordaba aquellos corazones de tiza del pasado que en ese momento empezaron a borrarse por la inoportuna lluvia de Londres.