37

DOS SOBRES

—Toma, tus cartas. —Francesco sacó los dos sobres de su bolsillo y me abrazó después—. Llevan mucho tiempo.

—¿Por qué razón no los has abierto? —pregunté.

Él me sonrió como un padre.

—Perdona la pregunta —respondí a su mirada.

Los sobres estaban cerrados, amarillos y olían a ropa de cama. Habían estado esperando el momento, entendí. Nos sentamos en un banco, frente a una farola que nos iluminaba discretamente en la cara. La suya estaba marcada por el recuerdo y las arrugas como si hubiesen aparecido a la vez. Me cogió la mano y noté su respiración en el temblor de sus dedos. De pronto me dijo:

—Justo. Así se quedaron. Esperándote desde el día que tu madre empezó a perder la memoria.

«Para mi pequeño Justo».

Intenté imaginarme a mi madre escribiéndome esa letra, con el cuidado que ponía al sentarse a leer en el jardín. Una mujer que esperaba vernos crecer felices, que cocinaba con la música y las puertas abiertas para que llegara el sabor a guiso por el pasillo, bella, soñadora, silenciosa y con el mismo olor a colonia de siempre. Olí los sobres. Hubo un pellizco de dolor.

Los abrí después de dejarlo en la puerta de su casa y echar a andar.

Carta primera

Querido Justo Brightman:

No me recordarás. Perdón por el tiempo que ha pasado, pero mi edad me permite poder escribirte y hablarte con la tranquilidad que no quisiera. Ya estoy muerto. Me he encargado de que esta carta te llegue a través de tu madre cuando yo haya fallecido.

Gracias a Dios todo ha pasado. Tú ya serás un hombre mayor y, deseo, muy afortunado. Ya de pequeño parecías un niño diferente a los demás, un niño que deseaba viajar y fotografiar el mundo como habría querido tu abuelo. Un niño que tenía algo distinto en la multitud de Calabella. Me cuenta una señora a la que adoro que ha sido cierto, que has conseguido tus sueños y que tu mochila está llena de países. Me alegro infinito. Ella también. Mucho más si cabe. De hecho, sonríe mientras aprieta una foto tuya contra su pecho. Yo, si cierro los ojos, puedo imaginarte con la mochila que cargabas entonces camino del colegio pasando por la puerta del ayuntamiento, a veces en bici, otras andando ligero. ¡El ayuntamiento, señor! Maldigo mi historia y mi pasado; pero —qué más quisiera yo— no todos los hombres somos valientes ni justos. Yo he sido lo que he podido ser.

Bien, Justo, mi querido hijo del irlandés, te cuento desde esta serenidad lejana y extraña:

Yo era el alcalde de tu pueblo en 1980, no hace falta que hagas memoria, hablo del año que falleció tu padre.

Dicho esto supongo que ya sabrás quién te escribe estas letras, aunque fueras entonces apenas un adolescente. No hace falta que recuerdes mi cara, solamente quién soy para que esta carta que te llega pasados los años tenga el sentido que debe tener. Si es así, he llegado a tiempo.

Hay algunos que se conforman con estar vivos, yo me conformo con que me leas y al final de estas líneas me perdones.

Para ello debo aclararte algunas cosas que te serán útiles para entender el pasado y seguramente el presente en el que vives.

Ava Gardner nunca vino al pueblo. Dudo que hayas olvidado el día en el que estaba anunciada la visita de la gran estrella norteamericana a nuestra localidad para estrenar el cine de verano que habíamos construido en el frontón. Dudo que ese día se haya ido de tu memoria: 23 de junio de 1980. Era la noche de San Juan. Tu padre y yo estábamos compinchados para que todo el pueblo creyera que la actriz iba a venir. La gente estaba alborotada, emocionada. Así tenía que ser. Dirás ahora, ¿para qué? Yo necesitaba el apoyo popular para ganar las elecciones y no bastaba con pintar la parte trasera de un frontón que estaba en desuso. Había que hacer explosionar una bomba. A tu padre se le ocurrió que podíamos mentir y durante una semana anunciar la llegada de la diva. A él le gustaba y fue el primer nombre que se le ocurrió para urdir nuestro plan de encantamiento popular. A mí me vino muy bien, tenía unos amigos en Tossa de Mar que la habían conocido y sabían la casa en la que había estado la actriz.

Ava Gardner estuvo en Tossa de Mar y en S’Agaró, sí, en 1950 cuando rodó Pandora y el holandés errante, pero jamás volvió a nuestro pueblo. Jamás estuvo. Jamás volvió. Era todo mentira.

Tu padre, en connivencia conmigo para aquella visita que anunciamos a bombo y platillo con motivo de la inauguración del cine, se entregó y se pasó de regocijo. Lo repetía mañana y tarde en el bar, por la calle y a la gente; en un principio con un buen fin, ayudarme para el contubernio político. Pero… yo vi que nuestro complot se le iba de las manos por amplificación; tampoco era necesario que toda la comarca lo supiera. Las mentiras tienen las patas muy cortas y aquello iba en aumento. No te descubro nada si te digo que era un borracho y que nadie le iba a creer.

Nos aprendimos todo de Ava Gardner, el animal más bello del mundo, incluso sus conquistas: James Mason y el torero Mario Cabré, los dos salían en la película y habían caído en sus redes en el rodaje. El filme lo empezaron a rodar en 1950 entre Tossa y S’Agaró, aquí cerca, eso es cierto. La diosa de Hollywood llegó en avión al aeropuerto de las Muntadas. Allí estuvo toda la prensa fotografiando a la belleza envuelta en glamur y gafas de sol. Puedes buscar los periódicos de la época, no te estoy mintiendo: Ava estuvo en la torre de los Draper, en Tossa de Mar y en el selecto Hostal de la Gavina de S’Agaró. Por líos amorosos y de cuernos de Ava con los actores, la película tuvo que acabarse en Londres. Llegó hecho una furia su marido de entonces, Frank Sinatra.

Todo esto lo repetíamos en las conversaciones tanto tu padre como yo. Demasiado.

El tren que debía traer a Ava Gardner pararía en Caldes de Malavella, allí fingiría ir tu padre a recogerla en el coche del ayuntamiento.

Lo hablamos demasiado, excitados de la emoción ante una mentira que se nos iba de las manos.

Justo Brightman, la última vez que Ava Gardner volvió a esta tierra fue veinte años después, en 1970, al hostal de S’Agaró y a la playa de Sa Conca. Supongo que por recuerdos o yo qué sé. No en 1980. Nunca llegó aquella noche de San Juan. Habíamos forrado con fotos suyas un coche nuevo del consistorio y la megafonía hizo creer, a fuerza de repetición, que aquel evento era tan real como nosotros. Lo único cierto es que se agotó la pintura con la que convertimos un inutilizado muro verde en un cine de verano y que mandé comprar de los pueblos cercanos. Ahora que escucho mis palabras, comprendo cómo pude llegar a aquella confusión terrible y lo siento en el alma. Tu padre sabía algo más que nadie debía saber y, para forzarme en su espiral de presión, escribió una pintada amenazante que podía hundir la reputación de dos mujeres. ¡No debía saber nada! ¡Se había enterado! Era todo culpa mía, Justo, todo culpa mía. Y mientras, la incesante música y la voz del coche seguía dando vueltas en mi cabeza y en las calles. Durante los días previos, la policía local intentó multarle por pintar la pared, pero preferí taparlo todo. Con más pintura, con más ansiedad. Imagino que el sargento nos vio discutir, porque ni siquiera pidió explicaciones para no detenerle. Tu padre estaba fuera de sí y empezó a gritar. «Ha ensuciado el nombre de una mujer y lo va a pagar caro», le dije. A él le daba igual, le daba absolutamente igual. Pero a mí no. Los vecinos, alertados por los gritos, se acercaron a la tapia ya blanca. Por fortuna, una patrulla de la policía se dio prisa en tapar el nombre de la mujer a la que amo.

—Respóndame, alcalde, ¿vendrá la estrella o lo cuento todo? Cuento que su mujer es otra. Y que conozco a esa otra.

Agité las manos como un loco. Le daba igual. No entendía que habíamos creado una farsa entre los dos. Quería denunciarme.

—¡Es usted un cabrón mentiroso! Haga todo lo posible.

Tuve que decirle que sí. Que los amigos de Tossa lo habían conseguido. El sargento me ayudó a calmarle.

¿Recuerdas?

Aquel 23 de junio de 1980 pusimos la hoguera de San Juan más grande que habrá tenido Calabella. Pero Ava no iba a venir. Sólo la esperaba el pueblo, nadie más. Y el pueblo es muy fácil de engañar.

Pero no he sabido engañar a mi memoria. Ni tampoco al dolor que esto me ha causado.

Los días previos empecé a ponerme nervioso porque la estación de tren podría llenarse de curiosos, así que tuve que empezar a decir que venía en una visita extraoficial porque estaba rodando en Italia y nos hacía un favor por amistades mías. Y creció mi inquietud al mismo tiempo que lo hacían las borracheras de tu padre fanfarroneando de que era el taxista oficial. Tanto que no me dejaba dormir. Llamaba todas las noches y se colaba en mi despacho por las mañanas: se había creído su mentira a fuerza de whisky.

Así que tuve que reaccionar para matar mi plan. No podía fallarle al pueblo ni a mi amor, no podía decir que Ava Gardner había rechazado a última hora la invitación de Calabella. ¿Qué hacer? ¿Qué podía hacer? Justo, no tenía salida. Tu padre o yo me hundía.

Tu padre.

Cortamos los frenos.

Sí, lo hicimos los dos. Los frenos del coche que le había prestado el ayuntamiento para ir a recoger a Ava Gardner.

—Si no lo haces tú, lo hago yo. Decídete.

—No puedo.

—Déjame a mí.

Tu tía Visitación me arrancó la navaja de la mano y casi de un tirón partió la goma en dos. La limpió con uno de sus pañuelos y la guardó en su bolso como si fuera un abanico.

Fue así. Poco puedo decirte de lo que pasó después.

—Dios mío —gritaban—, ¿qué está pasando? ¡Hay fuego en la entrada! ¡Es el irlandés! ¡Es el coche oficial!

¿Cómo viví aquello? A veces me he preguntado si fue necesario seguir adelante, ocultar dos noticias con una muerte. La mirada de mi amor lo cambió todo al encerrarme en el despacho de la alcaldía. Me estaba esperando allí dentro y me di cuenta de que sí, que había valido la pena por muchos motivos.

—Tengo que volver a casa —me dijo tu tía.

—¿Ya? Pero si ha acabado todo.

—Por eso, porque ahora empieza todo.

Lo repitió cogiéndome la mano como me la está cogiendo ahora.

—Ahora empieza todo.

Fue un día muy extraño.

Perdóname. Justo, te pido perdón con el tiempo, tarde y mal. Lo asumo y te pido disculpas. La única manera de parar aquella bola que iba en aumento era que tu padre muriera mientras iba a buscar a la estrella. Así la actriz nunca llegaría porque el chófer que había ido a buscarla, el irlandés, se había estrellado en las curvas de la salida de Calabella. Un accidente en el pueblo era la terrible noticia que me salvaría del embuste que había montado. El duelo en plenas fiestas. El luto. «Ava Gardner, por respeto, no ha querido venir». Así lo dije horas después de que se viera la columna de humo negro asomado al balcón del ayuntamiento. Todos lo entendieron.

Fue un día horrible.

No tengo la conciencia tranquila. Pero debo confesarte más: tu tía Visitación, de quien estoy profundamente enamorado, me ha dicho que te deje escrita esta carta para cuando ya no esté. Ella sabe todo. De hecho, ya lo sabes, está conmigo en este momento en el que me he sentado a la mesa para escribirte. Me dice que te diga que te quiere mucho, que no te sientas culpable de nada, que ella aprovechó la circunstancia para hacer un mundo más justo. Somos tan felices como lo ha sido tu madre.

No tengo nada más que decirte. Tu tía Visitación dice que te deja una sonrisa y que la recuerdes en la letra de alguna canción.

Yo te pido perdón, te lo ruego.

Manuel Basté

* * *

Ese 23 de junio de 1980 rogué a Dios que me perdonara. Aquella tarde, cuando la cadena se había liberado del nudo en mi mano, la tía Visitación fue al teléfono. María Montaña, sentada en el sillón contiguo, se calzaba los zapatos con una parsimonia resultado de sus rodillas hinchadas por el peso. Era el día. Lo tenía listo. La tía le dijo a su hermana que saliera de allí, que tenía una llamada que hacer.

—Déjeme sola.

Al otro lado del teléfono se escuchó una voz de hombre mientras Montaña salía de allí descalza sin decir ni mu.

—¿Sí?

—Aquí andamos preparando la fiesta, ¿y tú?

—Nada que altere la situación. No hay mucho que esperar. Todo igual que ayer. Estoy haciendo tiempo.

—Perfecto entonces.

—No sé si necesitas algo…

—Que paséis una buena tarde.

No escuché bien la voz por el murmullo y las quejas de mi hermana.

—Yo también. Lo sabes.

—No te sientas mal. Eres una buena mujer.

Qué extraño ahora. Qué podía decir. Me pareció oír la voz de la tía otra vez saliendo de alguna esquina. Estaba desconcertado. El escándalo de las fiestas y la ceremonia del entierro de papá creó en mi una especie de mezcla de sentimientos que me impidieron entender aquella conversación. ¿Y ahora? Miré a los dos lados de la calle para compartir mi estupor, pero estaba todo en calma. Vacío. Como yo. Releí las palabras del alcalde en medio de una confusión absoluta.

Tragué saliva como si tragara la tarda absolución.

No crecí triste, pero tampoco feliz. Sólo la noche de los barcos de papel en el jardín de la casa del acantilado me hizo creer en la vida. Repasé el papel asimilando cada una de las palabras que me habían estado esperando treinta años. Qué complicado puede ser el futuro y qué obtuso el pasado. Ahora, con la mirada perdida en las amarillentas farolas de las vías romanas, me pareció encontrar la calma a las pesadillas y a la búsqueda de amor desordenada por medio mundo haciendo fotos, guardando momentos ajenos. Con la carta en la mano todo tenía otra explicación. No sólo Visitación tenía más motivos para cantar de los que yo creía, sino que, además, poco tuve que ver en aquella muerte.

Estuve callado durante un largo rato sin poder empezar a leer la siguiente carta, atragantado todavía con los recuerdos.

En aquel momento de la niñez lo ignoraba, sólo tenía doce años y quería hacer felices a todos. No imaginé nunca que había más gente que tenía reservado también otro propósito de vida para aquel 23 de junio: amarse. Abrí la segunda carta, esta vez con la reconocible letra de mamá…

Cogí aire y me sequé las lágrimas para poder leer.

Carta segunda

Querido Justo, soy mamá.

Hay tantos lugares para visitar y te toca estar en este momento tan lejos. Pero te escribo como si estuvieras aquí al lado…

Me voy a quedar con ganas de visitar Argentina después de todo lo que cuentas, pero me basta con saber que lo estás pasando bien y que andarás enredado entre algún proyecto nuevo o algún amor… No te pregunto, sabes que nunca te pregunto. Me quedo con tu voz antes de entrar al Teatro Colón de Buenos Aires, se te notaba feliz y me basta. Impresiona el libro que te han editado, enhorabuena, pequeño. Paseo por tus fotos como si fuera a tu lado, por el Kavanagh, por la iglesia del Santísimo Sacramento, el puerto o las jacarandas de San Martín… tan violetas, ¡por Dios! Conmueve ver algo tan maravilloso. No te me enamores de alguna bonaerense, que te quiero cerca…

Y más ahora.

Mucho más ahora.

Ayer miraba fotografías tuyas y me parece que has conseguido ser el mejor fotógrafo del mundo. ¿Lo ves? ¿Lo dudabas? Eres un afortunado y no te das cuenta. Me acuerdo mucho de mi padre —el abuelo— y de su afición por los mundos de fantasía en aquellos telares. ¡Qué envidia tendría de ti ahora que tú los visitas! ¡Y qué feliz se sentiría! El pobre con sus fantasías de tela enrolladas y tú saludando todo, saltando de un país a otro, pisando fronteras y saltando de hotel en hotel. Estoy seguro de que te ve, no en vano te pasas la vida en el avión, estás más cerca de él que yo…

Todo está en silencio en casa. Miento si te digo que te llamaría porque no puedo ni quiero despertarte. Aunque a lo mejor estás de fiesta y llevas el teléfono en el bolsillo. Tranquilo. Mamá te conoce bien. Y te quiero bien. ¿Recuerdas aquella noche de los barcos en la que visitamos tantos mundos? Supe que pisarías todos esos escenarios cuando te vi desplegar Roma, París, Casablanca, Japón… con tanta ilusión. Todas las mañanas, cuando paso por la Fontana, me acuerdo de tu cara. Mira que distingo las caras de los turistas que llegan a esta ciudad, pero no hay ninguna que me haga olvidar la tuya aquel día que descubriste el desván.

Nos habíamos acostumbrado a vivir de otra manera y de pronto doblaste el mundo como si todo fuera cuestión de papiroflexia. Tu magia, Justo, tu magia.

El tiempo ha pasado, no pensaba que sería tan deprisa. En tu última llamada antes de entrar al Teatro Colón te oí ilusionado, nervioso; te lo noto en la voz. Y seguramente tú me notas también en la letra que no es esto lo que tengo que decirte.

Bien, allá voy. Yo también estoy nerviosa.

Francesco me ha dicho esta mañana que debemos ir al médico, ayer me quedé sentada en la puerta de casa sin poder abrir. No acertaba con la puerta y en un principio pensé que me había equivocado de llavero. Eso me dijo él, pero sé que lo hizo para tranquilizarme. No es la primera vez que me pasa. Esta tarde otra vez. Me está fallando la memoria, no me acuerdo de los nombres, titubeo y… ya sé de qué se trata. Tengo miedo. Creo que voy a empezar a olvidar todo.

Te quiero, te he querido y te querré cuando ya no te reconozca. Relee esta frase, por favor.

Ese día va a llegar. Me lo han dicho los médicos, he ido sin que lo sepa Francesco. Así cuando vaya con él ya estaré preparada para fingir que no pasa nada y que soy fuerte. Son buenos, también han sido muy amables, pero ¿de qué me sirve hoy la amabilidad?… De nada. ¿Para qué quiero amabilidad cuando sé que me voy a ir vaciando?

Me daría igual olvidarlo todo y sólo reconocerte a ti cuando vuelvas de viaje, pero no sé de qué manera va a empezar a evaporarse mi interior. Tampoco sé cuándo. Y mucho menos por qué me ha tocado a mí. Si se fuera todo y sólo te reconociera a ti me relajaría en este momento en el que, sentada, te escribo esta carta, pero una no va a poder ser selectiva con el robo que ha empezado en mi cabeza.

Repito que te quiero mucho, es lo único importante hoy y estoy totalmente desordenada. Imagino tu cara al leerme, pero es necesario que te hable.

Cojo aire para seguir escribiéndote.

Vive.

Vive mucho.

Sé feliz.

Corre.

Y fotografía en tu memoria todos los momentos de tu vida. Hay un poema de Kavafis que quiero recordarte, que debo recordarte a mi manera:

«Cuando emprendas tu viaje hacia Ítaca, debes rogar que el viaje sea largo, lleno de peripecias, lleno de experiencias. No has de temer a los monstruos. Debes rogar que el viaje sea largo, que sean muchos los días de verano; que te vean llegar con gozo, alegremente, a puertos que tú antes ignorabas. Que puedas detenerte en los mercados y comprar unas bellas mercancías: madreperlas, coral, ébano, y ámbar, y perfumes placenteros de mil clases. Acude a muchas ciudades para aprender, y aprende de quienes saben. Conserva siempre en tu alma la idea de Ítaca: llegar allí, he aquí tu destino. No hagas con prisas tu camino; mejor será que dure muchos años y que llegues, ya viejo, a la pequeña isla, rico de cuanto habrás ganado. No has de esperar que Ítaca te enriquezca: Ítaca te ha concedido ya un hermoso viaje. Sin ella, jamás habrías partido; la vida no tiene otra cosa que ofrecerte. Y si la encuentras pobre, Ítaca no te ha engañado. Y siendo ya tan viejo, con tanta experiencia, sin duda sabrás ya qué significan las Ítacas». Me lo leía papá. Nos lo leía desde su mecedora en el patio a todas las hermanas mientras mamá cocinaba y le regalaba besos desde la ventana.

Justo… Yo soy tu Ítaca, seré como un faro abandonado, iluminándote sin luz. Sin recuerdos. Estaré ahí. Aquí. Hueca y oscura de recuerdos. Pero seré tu madre. Yo estaré aunque me haya evaporado.

Creo que te sabes de memoria ese poema y estoy convencida de que tienes prisa por leer esta carta. No hay final feliz, sólo la escribo para que quede constancia de que lo he sido. ¿Te parece bastante? Dime que sí. Me temo que la vas a releer muchas veces. Te conozco. Respira conmigo.

Yo también estoy nerviosa, ni te imaginas.

No digo que sea injusto que me haya tocado a mí entre tanta gente, pero no me lo merezco. La autocompasión es lo que no quiero, me niego. Piensa sólo en la palabra feliz.

Quiero pedirte una cosa, es la más importante para ti y para mí. El día que llegue el olvido y me veas ausente… abrázame. Abrázame igual que cuando me dabas las buenas noches. Por eso lo escribo hoy, porque tengo miedo a que todo vaya muy deprisa.

Acaba de entrar en la habitación Francesco, no sabes cuánto le quiero. No sabes cuánto me quiere. Me ha preguntado qué estoy haciendo, le he mentido. «La lista de la compra», digo. Sólo era para que saliera de la habitación porque voy a empezar a llorar y no quiero que me vea. Él no sabe que lo sé. Y que esa puerta que no se abría con mi llave es otra puerta la que ha abierto. Tampoco quiero que tú me imagines llorando. ¿Te acuerdas cuando venías a sentarte junto a mí en el jardín porque yo estaba leyendo el libro de siempre? Eras un niño.

Yo me acuerdo.

Hoy me acuerdo.

Mañana ya no sé si podré hacerlo, así que voy a respirar hondo para intentar todos estos días imaginarte de pequeño igual de guapo, igual de sigiloso para robarme el chocolate en polvo de la cocina que mezclabas con leche condensada, igual de perezoso para levantarte los lunes y tan rápido cuando había excursión, ¿me equivoco? Igual de estudioso… Lo sé, tuviste tus días. Pero hoy te perdono todos esos bienes que podían haber sido notables porque te escapabas con la bicicleta.

Hoy te lo perdono todo y espero que tú me perdones si algún día no fui la madre que esperabas.

Hoy ya es ayer.

Se me hace raro escribirte. No es la primera vez que lo hago, pero sí va a ser la última. Y quiero… quiero que te quede la sensación de que, aunque estoy preocupada, soy feliz. Y lo mejor, que estoy feliz por ti. ¿Qué hora será en este instante en Buenos Aires? ¿Siguen de color lavanda las jacarandas? ¿Es todo como en las fotos? ¿Y tú? Debes estar durmiendo, yo voy a intentar colarme en tus sueños siempre. De la misma manera que tú te has estado colando en los míos desde que naciste.

Creo que Francesco se ha puesto a hacer la cena, huele desde aquí, así que no tengo mucho tiempo. Podría seguir luego, pero si acabo esta carta ahora, mejor, no sé si no voy a saber abrir la puerta en diez minutos o en un mes. Él está. Al otro lado. Y tú aquí conmigo.

¿Te he dicho que te quiero? Recuérdalo. Recuérdame cuando comas solomillo con tomate frito, cuando compartas una cerveza con alguna amiga, cuando pasees y suene mi canción favorita. ¿La recuerdas? No importa, estaré en todas las canciones, me colaré en las letras y en la música. Pero cuando te acuerdes de mí no me llores, ¿eh? Por favor, Justo, no me llores. Ve a la barra y pide una caña con patatas bravas. Qué ricas, ¿eh? Aquí en Roma no las hacen, pero seguro que en el sabor aparezco como tú apareces ahora… Iba a decir «en esta despedida», pero no quiero. Sólo es un aviso, así lo ha dicho el médico. ¡Qué sabrá él! Yo he empezado a notarlo y me entran escalofríos de ir perdiendo la memoria con el alzhéimer. Lo he dicho. He tardado en escribirlo.

A ver, que no se me olvide ahora todo lo que quiero escribir. Sé un buen fotógrafo. Gana ese premio que querías ganar. Te lo mereces. Si no te lo dan, insiste. Que no me entere que desistes, cree. Cree en ti. Por favor, hijo, cree en ti.

Del amor no sé qué decirte porque aparece. Yo he sido feliz. Lo soy. Y a ti, ¿qué te voy a decir? ¿Recuerdas cuando paseábamos callados con la excusa de ir a comprar helados de leche merengada? Pues en esos silencios sabía si estabas enamorado o no. Se te nota. Eso te ayudará a descubrir si es o no es el amor verdadero. Tan cursi y tan real. En el silencio, como aquel nuestro, notarás si estás enamorado. Para esto encontraría mi hermana Visitación una buena canción, estoy segura.

Francesco ha vuelto a tocar la puerta, es para cenar; luego le diré que guarde esta carta hasta que considere oportuno entregártela. Él me va a entender.

No quiero parar de escribir, pero… ya no sé qué decirte. Vuelve al pueblo, visita a tu hermana, me dice que os veis poco y tiene unos hijos preciosos con el buenazo de Ramón. Vuelve al acantilado, haz como hicimos aquella vez: descubrir la casa y elegir habitación. Seguro que tienes a alguien a quien llevar.

Y no olvides regar las lavandas. Si cierro los ojos, puedo oler su perfume. Vuelve. Estaré como ese faro, vacío, sin luz, pero estaré ahí. Me basta con que seas tú el que guarde los recuerdos. Miento. Abrázame.

Recuerda… todo irá bien.

Tu madre, te quiere. Te Adora.